Aunque las cárceles de Ecuador están pobladas principalmente por hombres, las mujeres cumplen un rol fundamental. Además de ser ellas quienes sostienen con su trabajo —productivo y de cuidados— la vida en prisión, son las buscadoras de justicia en un sistema que no solo ha negado la rehabilitación a sus seres queridos, sino que las ha sometido a la más extrema violencia.
Ana Morales se convirtió en madre por primera vez cuando tenía 15 años. “Miguel me enseñó a ser mamá”, dice y una sonrisa nostálgica se dibuja en su rostro. Luego llegaron otros dos hijos, un varón y una mujer. Pero Miguel siempre fue su hijo favorito. Era el “acolitador”, su “pana”, su “bróder”, su compañero: todas sus amigas lo conocían, la acompañaba a hacer trámites, salían de fiesta juntos, a cada lugar que ella iba, él le preguntaba si podía ir también.
Eso cambió en 2020, cuando Miguel entró en prisión.
“Él cometió un error”, dice Ana, de 41 años, piel tostada y cabello teñido de rubio, cuando cuenta la historia que ha repetido incontables ocasiones. El error fue robar un celular.
Ese año, Ana, madre soltera y estilista de oficio, perdió su trabajo tras la pandemia. Miguel, que estudió barbería para seguir los pasos de su madre, tampoco tenía empleo. No tenían ninguna fuente de ingresos y la mamá de Ana enfermó de cáncer.
Miguel, además, se había enamorado y su pareja estaba cerca de dar a luz. Pero el embarazo se complicó y su vida y la de la bebé corrían riesgo. El sistema de salud público estaba desbordado en Guayaquil por el covid-19. La opción para salvarlas era ingresar a una clínica privada.
“Se nos vino el mundo encima”, recuerda Ana. “No lo justifico y jamás lo voy a justificar, pero por la desesperación y la angustia, robó un celular”.
Ese celular marcó un antes y un después. En la Penitenciaría del Litoral, donde Miguel cumplía una condena de tres años, fue extorsionado. Ana debía hacer un pago de 100 dólares semanales para garantizar su seguridad. En diciembre, le dijeron que su hijo debía pagar 1.500 dólares por supuestamente haber consumido droga. Le dieron un plazo de 15 días para liquidar la deuda.
El 24 de diciembre de 2020, el día del cumpleaños número 23 de Miguel y la primera Navidad que no pasaban juntos, la llamaron. “Si no pagas, vamos a matar a tu hijo”, le dijeron. Ana vendió todo lo que pudo —televisor, muebles, electrodomésticos— y su hijo se salvó ese día.
Pero Miguel nunca llegó a cumplir 24. Nueve meses después, el 28 de septiembre de 2021, fue asesinado en la masacre carcelaria más violenta y más grande del país, junto con otros 121 reclusos.
Ese día, Ana se enteró, por medio de un grupo de WhatsApp, de que algo estaba pasando adentro de la Penitenciaría del Litoral. Llegó apenas pudo a los exteriores del gran complejo penitenciario y allí se encontró con decenas de mujeres que, como ella, esperaban respuestas, desesperadas. Una de ellas estaba haciendo una videollamada con su familiar preso, quien le mostraba el horror de lo que pasaba del otro lado de las rejas.
Fue allí, cuando Ana alcanzó a ver en ese celular ajeno, la imagen que jamás olvidará: Miguel yacía en el piso sin vida.
“Yo sé que mi hijo cometió un error al llevarse ese teléfono, pero nadie merece morir por eso”, dice, y hace una pausa, porque es imposible no llorar, a pesar de haber contado esta historia decenas de veces. “Ese teléfono le costó la vida”.
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De acuerdo con el Comité Permanente de Defensa de los Derechos Humanos (CDH), en Ecuador se han registrado 15 masacres dentro de las cárceles desde 2018, en las que han fallecido al menos 680 personas.
Esas muertes, que ocurrieron bajo custodia y responsabilidad del Estado, pero por las que nadie ha respondido, son las que motivaron la creación del Comité de Familiares por Justicia en Cárceles. En octubre de 2021, cuatro familias se juntaron, con apoyo del CDH, con el objetivo de buscar justicia y reparación. En abril de 2022 se constituyó oficialmente.
Ana Morales es una de las voceras del comité.
“Yo no sabía que existían los derechos humanos, que yo tenía derechos. Entonces por medio de otra compañera del comité nos pusimos en contacto con el CDH, vine aquí y me dijeron ‘tú tienes derechos’”, recuerda.
Hoy, 30 familias conforman el comité, y más del 90% de esos familiares son mujeres.
De acuerdo con los datos del último censo penitenciario, publicado en 2023, el 93,7% de las personas privadas de la libertad en Ecuador son hombres. Las visitas que ellos reciben frecuentemente son, principalmente, mujeres, sobre todo sus parejas (38,8%) y sus madres o madrastras (32,4%).
En el caso de las mujeres en prisión, las principales visitantes son sus madres (32%) y luego, sus hijos e hijas (25%); a diferencia de lo que ocurre en el caso de ellos, solo un 8% de las visitas corresponden a sus parejas. El factor común: siempre son las mujeres familiares quienes se encargan de las personas encarceladas.
Esto incluye tomar las riendas en la búsqueda de justicia, como en el caso de todas las mujeres que hacen parte del comité.
Según un estudio de la Red Internacional de Mujeres Familiares de Personas Privadas de la Libertad (Rimuf), la prisión transforma de manera forzosa a las mujeres en una suerte de oficina legal, “que empuja los engranajes del poder judicial”. El caso de ellas ejemplifica eso. Juntas, se reúnen constantemente, organizan plantones, dan entrevistas y han emprendido una serie de acciones legales para que las muertes de sus seres queridos no queden en la impunidad.
Una de esas acciones, y quizás la más importante hasta ahora, fue la demanda que presentaron, el 21 de abril de 2023, contra el Estado ecuatoriano.
Ese día, cerca de 30 personas —casi todas mujeres— acudieron a los exteriores de la Unidad Judicial Penal Norte 2, en Guayaquil. Fernando Bastias, abogado que trabaja en el CDH, recogió sus firmas e ingresó al edificio a colocar formalmente el recurso.
Entre ellas estaba, además de Ana Morales, su compañera Isabel Montaño, de 46 años. “Hoy por fin todos los que estamos aquí tenemos una esperanza”, dijo, mientras sostenía en sus manos una rosa blanca.
La acción de protección —que hoy, 10 meses después, sigue en la misma instancia— busca que se declare la vulneración de sus derechos, producto de la crisis carcelaria y exige al Estado justicia y reparación. La reparación incluye disculpas públicas por parte del Estado.
Otras de las medidas que persigue la demanda son: la implementación de una comisión de la verdad, la atención psicológica a familiares y la creación de una mesa técnica interinstitucional y multidisciplinaria que implemente reformas al sistema penitenciario.
Isabel es una mujer afro de pelo largo, que suele llevar trenzado. Su hijo Andy, de 27 años, fue asesinado en la masacre del 12 de noviembre de 2021. “Era un mulato bellísimo. Tenía un carácter fuerte, pero fuera de casa. Cuando estaba aquí reía, bailaba, bromeaba”, me contó en su casa, en el sur de Guayaquil, un mes después de que interpusieron la demanda.
En julio de 2023, tras varios meses de litigio, ganó un proceso para obtener la custodia legal de dos de sus tres nietos, de 6 y 7 años de edad, a quienes no podía ver desde la muerte de su hijo.
Para Isabel, justicia sería que el Estado cumpliera con su deber de precautelar la vida de los presos. El artículo 35 de la Constitución ecuatoriana determina que las personas privadas de libertad son un grupo de atención prioritaria. Ellas, conforme al artículo 51, tienen derechos específicos adicionales a los reconocidos a todas y todos los habitantes del país.
Por otro lado, el artículo 4 del Código Orgánico Integral Penal (COIP), señala que “las personas privadas de libertad conservan la titularidad de sus derechos humanos con las limitaciones propias de la privación de libertad y serán tratadas con respeto a su dignidad como seres humanos”. Mientras que el artículo 12 de esa misma normativa, reconoce a las personas privadas de libertad de diversos derechos y garantías, como la integridad, la libertad de expresión, la salud, la alimentación, las relaciones familiares y sociales, entre otros.
“Se supone que tiene que haber rehabilitación y que esas personas se puedan insertar de nuevo en la sociedad”, dice Isabel con firmeza. “Todos tenemos derecho a la vida y si (ellos) cometieron errores, tienen que pagar por ellos, pero eso no significa que tienen que morir por sus errores”.
Isabel explica, además, que esa vulneración de derechos se extendió a ellas también, como familiares. “Una sufre una tortura psicológica terrible”, asegura. Y pone de ejemplo la extorsión de la que muchas mujeres como ella son víctimas cuando tienen un familiar en prisión en Ecuador. Eso se suma a las labores de manutención y cuidados que su familiar privado de la libertad necesita.
En su informe, Rimuf —que entrevistó a 188 mujeres familiares de personas privadas de su libertad de ocho países de América Latina, incluido Ecuador— concluye que “la prisión impone a las mujeres el rol de ser proveedoras de los bienes básicos y necesarios para la subsistencia de la persona detenida”.
Valeska Chiriboga, politóloga y coordinadora del Observatorio de Prisiones, una plataforma de investigación para los derechos humanos de las personas que viven tras las rejas, explica que “las cárceles son sostenidas por las mujeres económicamente en términos de productividad, de trabajo remunerado, pero también de trabajo de cuidados y trabajo no remunerado”.
“Esto quiere decir que ellas no solamente tienen que trabajar para pagar lo que pagamos todos —alimentos, alquiler, educación si tienes hijos e hijas— sino que además mantienen (económicamente) a sus familiares dentro de prisión”, agrega. Esto incluye las extorsiones que son obligadas a pagar para que sus parientes accedan a cosas básicas e incluso asegurar sus vidas, como hicieron Ana Morales e Isabel Montaño.
El 85% de las mujeres encuestadas por Rimuf dijeron trabajar, y el 33% de ellas tuvo que empezar a hacerlo a raíz del encarcelamiento de su familiar. El 19% respondió que tuvo que tomar otros trabajos para incrementar los ingresos de la familia y el 12% que mantuvo su trabajo original, pero aumentó la cantidad de horas laborales.
Sin embargo, “a pesar del rol fundamental que cumplen en el sostenimiento del sistema carcelario, las mujeres son invisibles para el poder político, el sistema judicial, y el penitenciario”.
Para la abogada e investigadora Silvana Tapia, esto es parte de lo que ha denominado violencia penal contra las mujeres, un concepto que abarca tanto la violencia contra las mujeres encarceladas, como contra las mujeres revictimizadas por el sistema judicial. Y también a aquellas que están afuera o alrededor de las prisiones, como quienes hacen parte del Comité de Familiares por Justicia en Cárceles, “mujeres que entran y salen (de las prisiones), que atraviesan muros porosos, que no son tan definitivos ni tan definidos como imaginamos”.
Tapia, quien desarolla un proyecto de investigación sobre feminismos anticarcelarios y abolicionistas, dice que “la invisibilización de esta violencia penal tiene en común con las otras formas de violencia contra las mujeres, la explotación al servicio del sistema capitalista del trabajo no remunerado y mal remunerado que realizan las mujeres”.
Es quizás, por esa invisibilización, que han tenido que ingeniar formas de hacerse visibles. Al menos entre ellas. Han tenido que encontrar apoyo mutuo, y ser —de alguna forma— sus propias terapeutas. “Hay algo muy fuerte, un vínculo profundo. Podemos ponernos no en los zapatos, sino en los pies descalzos de la otra, porque tenemos el mismo dolor adentro”, dice Ana Morales.
Para Isabel, sus compañeras del comité son algo más que un gran grupo de apoyo, “he sentido que he encontrado otra familia”.
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El 17 de noviembre de 2023, un grupo de organizaciones de la sociedad civil —entre ellas el Comité de Familiares por Justicia en Cárceles— lanzó en Guayaquil el Memorial contra la Guerra, una iniciativa que busca honrar a las personas fallecidas por la crisis carcelaria en Ecuador.
Ese día —que se cumplieron dos años de la masacre penitenciaria de noviembre de 2021, una de las más grandes— en la plaza San Francisco, en el centro de la ciudad, estaba Ana Morales. La acompañaban sus compañeras del comité, entre las que estaban Isabel Montaño, Mirta Preciado y Angelita Cedeño.
Si ellas son invisibles, lo son también las otras circunstancias que atraviesan mientras buscan justicia. A la falta de respuestas por parte del Estado, se suman otras problemáticas que profundizan los efectos del encarcelamiento en sus vidas. No solo tienen un objetivo común, juntas además, enfrentan todo lo que exigir justicia implica.
En el caso de todas las mujeres que forman parte del comité, el duelo.
“Es duro mantenerse firme cuando se ha perdido un familiar, un hijo, un esposo, un padre. Pero estamos aquí, frente a ustedes, diciendo que amamos a nuestros seres queridos que ya no están con nosotros, que los hemos perdido en esta guerra”, dijo Mirta Preciado durante el lanzamiento del memorial. “Siempre vamos a dar nuestra voz de protesta diciendo que el responsable es el Estado. El Estado no garantiza la vida de nuestros familiares ni dentro ni fuera de las cárceles”.
Mirta es la madre de Tyron, un joven de 26 años que fue asesinado en la masacre carcelaria del 28 de septiembre de 2021 mientras cumplía una pena de tres años en la Penitenciaría del Litoral. Después de la matanza, tuvo que esperar 23 días a que le entreguen sus restos, para velarlo y despedirlo. La espera fue agobiante: en los registros de la cárcel su hijo aparecía como vivo, pero en Criminalística le indicaron que estaba entre los muertos de ese día, junto con Miguel, el hijo de Ana Morales. Por esa confusión, su hijo fue uno de los últimos en ser reconocidos.
“Fueron tres semanas de desesperación, de angustia, de agonía e incertidumbre”, recuerda Mirta, de 45 años.
Le mostraron las fotos de una persona desmembrada y quemada, y ella sabía que se trataba de su hijo. Pero en el procedimiento aún hacía falta reconocer oficialmente el cuerpo. Para ello, debía entrar a un contenedor con los restos en descomposición, caminar entre ellos, encontrarlo, e identificarlo. Ella no tuvo fuerzas ni corazón para hacerlo, así que lo hizo su esposo. Les entregaron a su hijo sin piernas y sin un brazo.
De acuerdo con el informe de Rimuf, el 85 % de mujeres familiares aseguró que su salud mental y emocional empeoró a partir de la detención de su ser querido.
Angelita Cedeño tiene 63 años, el pelo corto y teñido de rojo. Sus lentes rojos hacen juego con sus rizos. La prisión le quitó a dos de las personas que más amaba, su hija y su nieto.
Su nieto Fernando fue uno de los fallecidos en la masacre del 28 de septiembre de 2021. “Yo ya sabía que él había fallecido, porque sus compañeros me mandaron una foto”, cuenta. Pero las autoridades le decían que no, que aún estaba vivo.
“Después de cinco días ya me dijeron que estaba en la lista de los fallecidos y ahí hice el trámite para enterrarlo, pero fue algo traumante, solamente enterré el torso. Estuve 21 días esperando que aparezcan las piernas y nunca aparecieron”, dice entre lágrimas, mientras de fondo suena solo le pido a Dios, que el dolor no me sea indiferente.
Su hija Carmen, madre de Fernando, murió después. Ella tenía que someterse a una operación urgente por quistes en los ovarios, pero no fue atendida a tiempo.
“Estuve pidiendo y pidiendo que por favor la saquen al hospital, pero no me hacían caso, tuve que mandar dos escritos y un correo y ahí la sacaron. Pero fue muy tarde”, narra Angelita. Carmen murió el 29 de octubre de 2021, un mes después de la muerte de su hijo.
La psicóloga clínica Nabila Bellio, quien entre 2021 y 2022 realizó entrevistas y grupos focales con familiares de personas privadas de la libertad fallecidas durante las masacres carcelarias, explica que existió una vulneración de los derechos y principios que debían ser garantizados para estas mujeres.
“El hecho de que un miembro de la familia —un hijo, un papá, un hermano— haya sido privado de la libertad ya implica una pérdida y quienes asumen esas cargas son estas mujeres. Eso es complejo para ellas”, dice. A eso se suma la muerte de sus seres queridos de una forma tan cruel.
“Nada se asemeja a vivir o afrontar una pérdida de una manera violenta”, dice la psicóloga, y agrega que eso puede dificultar el duelo. Además, hace énfasis en la forma en la que recibieron la noticia, pues muchas de estas mujeres recibieron la noticia de la muerte de sus parientes a través de redes sociales y medios de comunicación en los que los detalles violentos sobre sus muertes fueron explícitos. “Eso también puede dejar una marca psíquica. Hay una afectación y un impacto emocional, pero también hay un contexto económico y sociocultural que hay que considerar porque puede generar determinantes que complejizan o empeoren los modos en cómo son acompañadas”.
Por eso, este memorial es simbólico.
Pero no solo lo es para ellas, sino también para quienes están bajo sus cuidados, como sus hijos e hijas.
“Esos niños que ustedes ven aquí, perdieron a sus padres, a sus hermanos, y tienen hoy un trauma. Ver a esos niños aquí, honrando la memoria de sus padres, me hace preguntar qué estamos haciendo nosotros como sociedad para que eso no siga ocurriendo”, dijo Ana Morales durante el lanzamiento del memorial.
Entre esos niños están Jeycol, de ocho años y Danna, de dos; hijos de Stefanía Peñafiel. Ella estaba embarazada de Danna cuando su esposo Jonathan entró a cumplir una pena en la Penitenciaría del Litoral.
Pero Jonathan nunca conoció a Danna en persona. Vio a su hija únicamente a través de fotos y videollamadas. Cuando él murió —el 28 de septiembre de 2021— la niña tenía solo cuatro meses de nacida. “Ese día él me llamó a las 11 del día y me dijo que quería ver a los bebes. Luego vi en el noticiero que había matanzas allá adentro”, cuenta Stefanía. Murió sin poder darle el apellido a su propia hija.
Danna lleva los mismos apellidos de su madre, pues cuando nació, Jonathan estaba en prisión y no le permitieron a Stefanía registrar a su hija con el apellido de su padre, sin su presencia. La única forma de hacerlo era llevar los resultados de una prueba de paternidad que ella no podía costear. “Además en el Registro Civil me dijeron que si mi hija cumplía un año y no estaba inscrita me iban a cobrar una multa”, dice.
Para Jeycol ha sido igual de duro. “Mi hijo no quiere ir a la escuela porque hay niños que se le burlan”.
Decenas de mujeres esperan de pie afuera de la Penitenciaría del Litoral, la cárcel más grande de Ecuador.
Es 21 de enero de 2024, once días después de que el presidente Daniel Noboa declarara un “conflicto armado interno” en el país, mediante el decreto presidencial N. 111, que además ordenó a las Fuerzas Armadas ejecutar operaciones militares para “neutralizar” a miembros de grupos de delincuencia organizada a los que denominó “terroristas”.
Quienes están ahí son, sobre todo, madres y esposas de hombres encarcelados. También hay algunas hermanas, tías, abuelas e hijas. Llegaron a pedir información porque a través de redes sociales vieron videos de torturas por parte de los militares dentro de las cárceles del país.
Hay una idea que se repite al escuchar sus historias.
Aunque no hacen parte del Comité de Familiares por Justicia en Cárceles, la mayoría de ellas, al igual que Ana Morales, reconoce que sus familiares cometieron “un error”. Es decir, que sus hijos o esposos fueron autores de un crimen y que deben pagar una pena por ello. Pero piden a las autoridades y a la sociedad recordar que no por eso, deben ser objeto de torturas, golpes y humillaciones.
“El presidente de la República tiene un juicio de alimentos y debe pensiones. ¿Por qué no está aquí?”, grita Mónica, una mujer de 36 años, cuyo hijo de 19 está cumpliendo su sentencia en la penitenciaría. “¿Por qué no está aquí el papá del presidente Noboa, que debe no sé cuántos millones de dólares el país?”, pregunta, pero no espera que nadie conteste, ella misma responde. “La cárcel es solo para los pobres. Para el pobre no hay justicia”, dice.
Al lado de ella está Elvia, de 58 años, quien la interrumpe para contar su propia historia. Su hijo de 27 fue condenado por tráfico de drogas. “Él trabajaba, solo que cayó en drogas, es un consumidor. Yo presenté documentos demostrando que estuvo internado en una clínica por consumo, pero lo acusaron de tráfico injustamente”, cuenta con la voz temblorosa.
También está presente un equipo del Comité Permanente para la Defensa de los Derechos Humanos (CDH) documentando lo que estaba sucediendo. Seis días después, el 27 de enero de 2024, la organización denunció públicamente que existen casos de tortura por parte de las Fuerzas Armadas dentro de las prisiones del país.
“Somos pobres, mi marido tiene un infarto cerebral, ahorita ni siquiera sabemos de él, mi hijo me mandó fotos, le han golpeado la boca y la espalda. Este es el peor infierno que le ha tocado vivir”, agrega Elvia y empieza a llorar. “Hijo, no puedo hacer nada por ti, solo pedirle a Dios que te cuide”.
Para estas mujeres, la búsqueda de justicia está marcada por la violencia. Cada vez que se reúnen afuera de la Penitenciaría a exigir información, reciben amenazas verbales de los policías, quienes las intimidan con sus cuerpos, ya sea a pie o desde sus motos.
Ese día una mujer con tres meses de embarazo fue agredida por la Policía. “Esa chica (una oficial) me dijo que la había empujado y me bañó con gas lacrimógeno”, me dijo llorando después de que algunas mujeres la ayudaron a levantarse del piso. Luego de recibir el gas alguien la lanzó al suelo, pero ella tenía los ojos cerrados.
“Fue esa mujer policía”, dice otra de las mujeres a gritos. “Luego la golpearon”, sigue gritando y nuestra conversación se interrumpe porque nos echan gas lacrimógeno.
Esa escena es común para ellas. Constantemente, en los exteriores del complejo penitenciario, reciben gas pimienta y gas lacrimógeno, son insultadas y también golpeadas, como lo ha denunciado el CDH en múltiples ocasiones.
“El estado ha normalizado que la respuesta a las mujeres familiares y a las personas en prisión sea la fuerza pública: policías, en motos o en caballos, militares. En el imaginario social, sabemos que la fuerza y el orden público implican violencia y es lo primero con lo que estas mujeres se encuentran”, asegura Valeska Chiriboga.
“Y es importante decir que ellas también tienen derecho a sentir rabia, algo que no les es permitido porque entonces se dice que las violentas son ellas. La realidad es que han vivido un abandono estatal no solo de su pariente en prisión, sino una exclusión social de años”.
Pero la violencia no solo ocurre afuera de las rejas. Cuando entran a visitar a sus familiares, son sometidas al cateo íntimo. “A nosotras nos hacen desnudar”, dice Mónica. “Nos hacen abrir de piernas y hacer sapito. ¿Dónde nos vamos a meter tanta cosa?”.
Elvia la secunda: “Para entrar a ver a mi hijo, a mí me revisan hasta las partes íntimas, siendo una persona mayor”.
Mónica, Elvia, Ana, Isabel, Mirta, Stefanía, Angelita, así como al menos otras diez mujeres familiares con las que conversé para este reportaje han pasado por el cateo íntimo para visitar a sus seres queridos dentro de la Penitenciaría del Litoral.
“Se trata de violencia sexual. Hay que decirlo así, de forma directa”, dice la abogada Silvana Tapia.
“Y se acerca mucho a la tortura, que está prohibida por distintos sistemas de derechos humanos internacionales y es absoluta. Es decir, que no admite excepciones, entonces no es que tal o cual persona porque es familia de una persona privada de la libertad, merece la tortura. Ni siquiera si es un delincuente”, agrega Tapia.
Esto ya lo había advertido el CDH en 2019, a través de un documento que califica el cateo íntimo como una práctica sistemática de tortura ejercida sobre las mujeres familiares de privados de la libertad en las cárceles de Guayaquil. El informe recoge testimonios de mujeres que aseguraron haber sido forzadas a desnudarse antes de ingresar a visitar a sus seres queridos en los centros penitenciarios.
“Y fue la policía que me dijo: ¡desnúdese! Y yo digo: ¿pero por qué? No, desnúdese. Y ahí me comencé a desnudar. ¿Y ahora qué más hago? Le digo. Póngase en cuatro, me dijo. Pero, ¿para qué? Vírese. Déjeme ver. Entonces ahí me comenzaron a revisar por delante y por atrás. Y a hacerme saltar, a hacerme un poco de cosas. Nunca encontraron nada, pero ni siquiera una disculpa me dijo”, narra uno de esos testimonios.
El Sistema Interamericano de Derechos Humanos, del que Ecuador forma parte por estar adscrito a la Convención Americana, tiene claros estándares sobre esto. En 1996, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a través de un informe estableció —entre otras cosas— que las revisiones a partes íntimas por medio del tacto y hechas por personal de la policía, deben ser realizadas únicamente mediante una orden judicial y con un profesional de la salud.
En 2019, la justificación estatal para realizar estas revisiones era la seguridad, con el fin de verificar que no se filtre ningún elemento ilícito al interior. A pesar de que el mismo informe de la Comisión indica que las cárceles y centros penitenciarios deben contar con equipo de alta tecnología que permita la revisión de seguridad de visitantes, como los que existen en los aeropuertos. Además, reconoce “los derechos de los visitantes, cuyos derechos no se ven limitados automáticamente por razón de su contacto con los internos”. Pero el Estado ecuatoriano no solo está privando a estas mujeres de muchos de sus derechos sino que además las está sometiendo a distintas formas de violencia, incluida la violencia sexual.
En 2021, el entonces gobernador del Guayas, Pablo Arosemena, anunció que se compraron dos escáneres de carga para el control de armas, municiones, drogas y otros objetos no permitidos, cada uno por un valor de USD 3 millones. Uno de ellos estaba destinado a la Penitenciaría del Litoral y otro, a una cárcel de la Sierra.
Las revisiones íntimas debían parar a partir de la implementación de ese escáner. Sin embargo, continúan.
“Si estamos menstruando igual nos revisan y nos obligan a sacarnos la toalla sanitaria y a entrar así, chorreando sangre”, dice una de las mujeres afuera de la penitenciaría en Guayaquil. “Han llegado a cortarme las tiras del sostén con una tijera”.
La ministra de la Mujer y Derechos Humanos, Arianna Tanca, dice que su ministerio no tenía conocimiento sobre esto. “Nosotros estamos entrando, somos un gobierno nuevo, poco a poco nos estamos encontrando con este tipo de alertas. Gracias por ponérmelo sobre la mesa. Lo que haremos inmediatamente es oficiar al SNAI y recordarle cuál es el estándar internacional aplicable y por supuesto, vigilar su cumplimiento”, aseguró Tanca en una videollamada.
Una fuente del Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Adultas Privadas de la Libertad (SNAI) que solicitó que su identidad sea reservada, confirmó a INDÓMITA que esos escáneres actualmente no funcionan. A pesar de que solicité entrevista con un vocero oficial del SNAI en reiteradas ocasiones, las autoridades no dieron una respuesta.
“El cuerpo de las mujeres se convierte para el Estado no solamente en un medio para sacar provecho económico, sino además en un objeto que puede ser sexualizado, estigmatizado y revictimizado constantemente. Porque el cateo íntimo sucede cuantas veces las mujeres quieran visitar a su pariente en prisión”, dice Valeska Chiriboga.
Blanca* piensa que la justicia no existe. “Solo la divina, aquí no hay justicia terrenal”, dice sentada afuera de la Penitenciaría del Litoral. Cuenta que su esposo lleva 10 años adentro, la misma edad de su hija, pero prefiere no especificar de qué fue acusado. “Porque muchos dirán no, que tú eres mujer de un preso… pero no saben lo duro que pasamos, lo difícil que es”.
Hay coraje en su voz, indignación, pero también tristeza.
“¿Dónde están los derechos humanos?”, lanza al aire y dice que nunca antes ningún periodista le preguntó lo que ella piensa, lo que siente. Se siente invisible.
En 2018, cuando iniciaron las masacres carcelarias, el presidente de Ecuador era Lenín Moreno. Nunca hubo una respuesta. Los asesinatos en las cárceles continuaron durante el mandato de Guillermo Lasso. El silencio se repitió.
Ahora, en 2024, con la militarización de los centros de privación de libertad, que trajo consigo el decreto N. 111 del presidente Daniel Noboa, las torturas siguen ocurriendo, esta vez a manos de personal militar.
En 2021, una delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos estuvo en Ecuador, como respuesta a la crisis carcelaria. Tras su visita, la Comisión emitió un documento en el que realiza un diagnóstico y da recomendaciones al Estado. Entre ellas, la adopción de perspectiva de género y de tratamiento diferenciado, y la participación de personas detenidas, familiares y organizaciones de la sociedad civil en la adopción de medidas inmediatas y de tipo estructural.
La ministra de la Mujer y Derechos Humanos asegura que han mantenido contacto con la Comisión y que están siguiendo las recomendaciones, además de que están trabajando con las instituciones respectivas —entre ellas el SNAI— “recordándoles las competencias y los estándares internacionales que ellos deben de cumplir al respecto”.
Sin embargo, al momento nada de esto se ha cumplido y no hay ningún efecto tangible de ese trabajo para las familiares de las personas encarceladas en Ecuador.
Mientras tanto, afuera de las rejas, esas madres, esposas, hermanas e hijas, siguen esperando respuestas de un Estado y una sociedad para quienes son invisibles.
Para Valeska Chiriboga “hay que dejar de ver a las personas presas y a sus familiares como a un otro abstracto que no tiene nada que ver conmigo, con quien no compartimos clases sociales, educación o ni siquiera cantón. Porque si seguimos haciendo eso vamos a seguir generando estos muros y esta violencia. Y al final, ese otro es parte de un nosotros también”.
Ana se planta frente a la tumba de su hijo, en el cementerio Ángel María Canals, en el Suburbio de Guayaquil. Guarda silencio, junta sus manos como si estuviera rezando y observa el nombre de Miguel por un largo rato. En ese mismo bloque donde yacen los restos de su hijo, hay al menos otras 50 tumbas de fallecidos durante la masacre del 28 de septiembre de 2021.
Para Ana, la justicia “es saber reconocer el error que cometiste”. Por eso, considera que su hijo debía ir a prisión y cumplir con la pena correspondiente. “Pero la justicia también es reconocer que nadie debería morir solo por estar en la cárcel”. Y espera que algún día todos puedan entenderlo.
Este reportaje fue realizado con el apoyo del Pulitzer Center.
*El nombre fue cambiado para proteger la identidad de la fuente.