Crimen organizado y los mandatos crueles de la masculinidad

El crimen organizado se nutre de la conjugación de violencias estructurales y usa a los jóvenes como carne de cañón, gracias al mandato de la masculinidad. Es decir, las normas sociales sobre el comportamiento masculino.

MARILYN URRESTO VILLEGAS

El pasado 15 de abril, el asesinato a sangre fría de un chofer de transporte urbano en el suroeste de Guayaquil conmocionó a todos quienes leyeron la noticia o que vieron el video de las cámaras de seguridad del bus que se viralizó y que mostraba la muerte de Milton Rivera, de 56 años, de una manera cruel y deshumanizada.

Pero no solo la muerte del conductor, quien tenía más de una década en ese trabajo y era apreciado por su comunidad, resultó impactante. También lo fue la frialdad de sus asesinos. Durante los pocos minutos del video se alcanza a escuchar un “mátalo, mátalo”, previo a los disparos que acabaron con su vida.

Posteriormente trascendió que el autor del crimen fue un adolescente de 14 años que ahora se encuentra a disposición de la justicia.

Ese “mátalo, mátalo”, fue una orden ejecutada por un menor de edad, quien por un brevísimo momento, antes de aplastar el gatillo varias veces, pareció dudar.

El contexto de violencia que vive Ecuador está determinado sobre todo por el crecimiento y penetración del crimen organizado. La antropóloga y escritora Rita Segato enmarca al crimen organizado como parte de las nuevas formas de guerra. Identifica, a partir de la experiencia mexicana, que nos encontramos en un momento de  paraestatalidad donde se instaura un “segundo estado”, que lejos de trabajar al margen del Estado tradicional, lo hace en dualidad y le otorga al crimen organizado capacidad económica, política y social para estructurar y controlar la vida de las personas.

En ese sentido, en nuestro país, en esta nueva guerra hay una población a la que se ha identificado de manera constante como culpable y peligrosa: hombres, pero sobre todo hombres jóvenes, usualmente empobrecidos, afrodescendientes, mestizos y cholos. Son moradores de barrios populares donde el crimen organizado ha permeado, bajo la total permisividad del Estado que históricamente ha abandonado estos territorios para ejercer control y dominio.

Ante esto, cabe reflexionar en la relación entre masculinidad y crimen organizado, que se nutre de esta conjugación de violencias estructurales y condiciona vidas precarizadas para jóvenes. Los usa como carne de cañón para la guerra, que además encuentra un elemento potencializador para su objetivo: el mandato de la masculinidad.

Rita Segato denomina “mandatos de la masculinidad” a todas las normas y presiones sociales existentes sobre el comportamiento masculino como la demostración de fuerza, control, agresividad y dominación, así como la capacidad de ejercer violencia y crueldad cuando sea necesario, para ser considerados y validados como hombres.

¿Qué hubiese pasado si el adolescente involucrado en el crimen del chofer no obedecía al “mátalo, mátalo”? ¿Hubiese recibido un castigo de parte de la banda a la que posiblemente pertenece? ¿Hubiese sido acusado de ser cobarde o “poco hombre” por sus mismos compañeros? ¿En qué lugar se ubica un hombre incapaz de seguir estos mandatos?

Este ejercicio del ser masculino, que en contextos de crimen organizado tiene estructuras jerárquicas, fomenta la obediencia incondicional entre los hombres hacia sus pares y opresores. Ellos disputan la soberanía y ostentan el poder, utilizando a otros cuerpos y otras vidas consideradas como inferiores, vulnerables; sobre todo, mujeres, cuerpos feminizados e incluso otros jóvenes, como víctimas en una cadena de mandos y expropiaciones ejemplarizantes y reafirmadoras de mandatos.

Es por ello que no debería sorprendernos que a la par de la violencia criminal, aumenten los femicidios. Desde 2021, las organizaciones feministas del país están levantando alertas sobre el incremento de femicidios relacionados con el crimen organizado. En 2023 se registraron 321 femicidios, de los cuales el 53.6% tenían relación con sistemas criminales y además, con claras connotaciones de extrema brutalidad y exposición públicas de las muertes.

Femicidios durante 2023 en Ecuador, según las organizaciones sociales.
Femicidios durante 2023 en Ecuador, según las organizaciones sociales.

La exposición de la brutalidad en el espacio público demuestra la soberanía en disputa  y reafirma la masculinidad como ejercicio violento del “ser hombre”.

En momentos de crisis la masculinidad debe y busca reafirmarse constantemente, y esta necesidad de reafirmamiento resulta perfectamente funcional para el accionar del crimen organizado. Pero también, para otras estructuras que buscan reafirmar la soberanía sobre la vida y cuerpos de la población.

Desde 2018, Ecuador ha venido experimentando un proceso paulatino de militarización justificado en la necesidad de mantener a las fuerzas armadas en las calles para defender la soberanía del país frente a las acciones terroristas y de disputa por parte del crimen organizado.

Este ejercicio de reafirmación de la masculinidad también ha estado presente en las prácticas de los militares en la lucha contra el narcotráfico en el Ecuador.

A inicios de año, tras la declaratoria de conflicto armado interno miles de militares salieron a las calles a “recuperar el control y la seguridad del país”, sin embargo, sus acciones giraron alrededor de torturar, humillar y feminizar a jóvenes empobrecidos y racializados que, según la narrativa oficial, eran considerados objetivos militares.

Pero además, este ejercicio masculino del castigo, se trasladó a las cárceles del país con el ingreso de las fuerzas armadas. El Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos de Guayaquil ha denunciado practicas de tortura y violencia sexual a personas privadas de libertad por parte de las Fuerzas Armadas desde su ingreso. Además, se ha identificado un tipo de violencia específica como medidas correctivas de identidad a mujeres trans encarceladas.

Andrea Aguirre, del colectivo ‘Mujeres de Frente’, ha mencionado en más de una ocasión que el crimen organizado necesita personal especializado para su empresariado mafioso: cuerpos de hombres racializados y pobres, cuerpos y vidas serviles al crimen, que son entrenados en calles, para posteriormente ser entregados al sistema carcelario donde el crimen organizado les anula la posibilidad de vida y los entrena para matar y morir.

Eso nos muestra dos escenarios de disputa soberana y del ejercicio de la masculinidad para el establecimiento del poder, que, en ambos casos, usan la violencia como práctica pedagógica.

Por un lado, el crimen organizado que recluta, secuestra y prepara a jóvenes empobrecidos y racializados para la guerra y ser serviles al crimen; por otro lado, las fuerzas armadas que capturan, torturan y feminizan los cuerpos de jóvenes empobrecidos y racializados de barrios pobres identificados como peligrosos por la presencia del crimen organizado.

En ambos casos los jóvenes de estos barrios son víctimas de un tipo de masculinidad violenta que los pone en riesgo constantemente. En un contexto como el que vivimos y con la penetración del crimen organizado en los barrios empobrecidos donde se establece para ejercer control sobre la población, y que además, tiene a la violencia como herramienta regulatoria de la vida y la socialización en comunidad: no existe posibilidad de decisión voluntaria de participar o no en sus redes y dinámicas.

El abandono estatal, además, brinda herramientas al crimen organizado para conseguir y construir personal especializado. Desde 2018 y con mayor énfasis con la pandemia del covid-19, se han hecho recortes presupuestarios a los sistemas de educación, salud y empleo. Esto ha tenido un impacto directo sobre los jóvenes, manteniéndolos en una situación de precariedad y creando condiciones propicias para el reclutamiento forzoso por parte del crimen organizado.

Las cifras nos permiten dimensionar la situación actual de los jóvenes en Ecuador a nivel educativo: 64.024 niños y adolescentes de entre 5 y 17 años de edad del régimen costa 2023-2024 desertaron de escuelas y colegios.

En relación al empleo, el 40.3% de la población desempleada en Ecuador en 2023 fueron jóvenes de 15-24 años, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC).

Otra cifra alarmante es el aumento de asesinatos a población joven: de enero a octubre de 2023, 770 niños y adolescentes de entre 0 a 19 años fueron víctimas de homicidio, lo que significa un aumento del 640.38% de homicidios a jóvenes desde 2019, según el boletín anual de homicidios intencionales 2023 del Observatorio Ecuatoriano de Crimen Organizado.

En cualquiera de los casos existe un ejercicio de masculinidad como forma de supervivencia basada en la protección: proteges a la banda, te proteges de sus redes o te proteges de los militares. En contextos como estos, para los jóvenes, la masculinidad se configura como un herramienta para perpetuar la violencia o protegerse de ella.

Además, este escenario sirve para identificar el rol paralelo de ausencia/presencia del Estado: ha estado ausente socialmente, despojando históricamente a estos jóvenes de sus territorios, conduciéndolos a los bordes de las ciudades y privándolos de los servicios de salud, educación, empleo, entre otros.

Al mismo tiempo, presente con un rol represivo y estigmatizante mediante la militarización y la criminalización de estos territorios. Las condiciones de precarización en las que se encuentran estos jóvenes hoy ha sido un ejercicio paulatino de negación de derechos y oportunidades, de negación de la posibilidad de construir un proyecto de vida fuera del crimen y la violencia.

En el escenario de violencia que vivimos es urgente el tratamiento de la crisis de seguridad con un enfoque interseccional, que identifique a la población joven, racializada y empobrecida como víctimas de un sistema de violencia estructural que los despoja y los entrega al crimen organizado para, posteriormente, criminalizarlos.

También es importante identificar cómo las acciones para el tratamiento de dicha crisis agudizan las lógicas del mandato de masculinidad que violenta a otras vidas y a otros cuerpos y que nos sumerge de un bucle de violencia que se normaliza y valida en su cotidianidad.

En los escenarios mencionados la masculinidad se manifiesta como una práctica y una forma de ser hombre en una sociedad atravesada por la violencia. En los espacios donde el crimen organizado está presente, esta violencia se configura como una forma de extractivismo sobre la vida y los cuerpos de los jóvenes.

Esta se convierte en una herramienta para validar ese mandato de masculinidad, permitiendo a estos jóvenes disputarse un espacio para “ser alguien” dentro del crimen, ya que les hemos negado todas las oportunidades de ser alguien fuera de ese espacio.

El rostro del joven de 14 años que asesinó al conductor de bus —así como el de los demás niños, adolescentes y jóvenes captados y reclutados por el crimen— representa la violencia en nuestro país que nos confronta cada día.

Mirar a los jóvenes empobrecidos y racializados que se presentan como culpables de la violencia que vivimos, es mirarnos a nosotros mismos como sociedad. Pensar en la seguridad de forma integral, más allá de los discursos de mano dura y las narrativas punitivas, también es de hombres.

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    MARILYN URRESTO VILLEGAS

    El pasado 15 de abril, el asesinato a sangre fría de un chofer de transporte urbano en el suroeste de Guayaquil conmocionó a todos quienes leyeron la noticia o que vieron el video de las cámaras de seguridad del bus que se viralizó y que mostraba la muerte de Milton Rivera, de 56 años, de una manera cruel y deshumanizada.

    Pero no solo la muerte del conductor, quien tenía más de una década en ese trabajo y era apreciado por su comunidad, resultó impactante. También lo fue la frialdad de sus asesinos. Durante los pocos minutos del video se alcanza a escuchar un “mátalo, mátalo”, previo a los disparos que acabaron con su vida.

    Posteriormente trascendió que el autor del crimen fue un adolescente de 14 años que ahora se encuentra a disposición de la justicia.

    Ese “mátalo, mátalo”, fue una orden ejecutada por un menor de edad, quien por un brevísimo momento, antes de aplastar el gatillo varias veces, pareció dudar.

    El contexto de violencia que vive Ecuador está determinado sobre todo por el crecimiento y penetración del crimen organizado. La antropóloga y escritora Rita Segato enmarca al crimen organizado como parte de las nuevas formas de guerra. Identifica, a partir de la experiencia mexicana, que nos encontramos en un momento de  paraestatalidad donde se instaura un “segundo estado”, que lejos de trabajar al margen del Estado tradicional, lo hace en dualidad y le otorga al crimen organizado capacidad económica, política y social para estructurar y controlar la vida de las personas.

    En ese sentido, en nuestro país, en esta nueva guerra hay una población a la que se ha identificado de manera constante como culpable y peligrosa: hombres, pero sobre todo hombres jóvenes, usualmente empobrecidos, afrodescendientes, mestizos y cholos. Son moradores de barrios populares donde el crimen organizado ha permeado, bajo la total permisividad del Estado que históricamente ha abandonado estos territorios para ejercer control y dominio.

    Ante esto, cabe reflexionar en la relación entre masculinidad y crimen organizado, que se nutre de esta conjugación de violencias estructurales y condiciona vidas precarizadas para jóvenes. Los usa como carne de cañón para la guerra, que además encuentra un elemento potencializador para su objetivo: el mandato de la masculinidad.

    Rita Segato denomina “mandatos de la masculinidad” a todas las normas y presiones sociales existentes sobre el comportamiento masculino como la demostración de fuerza, control, agresividad y dominación, así como la capacidad de ejercer violencia y crueldad cuando sea necesario, para ser considerados y validados como hombres.

    ¿Qué hubiese pasado si el adolescente involucrado en el crimen del chofer no obedecía al “mátalo, mátalo”? ¿Hubiese recibido un castigo de parte de la banda a la que posiblemente pertenece? ¿Hubiese sido acusado de ser cobarde o “poco hombre” por sus mismos compañeros? ¿En qué lugar se ubica un hombre incapaz de seguir estos mandatos?

    Este ejercicio del ser masculino, que en contextos de crimen organizado tiene estructuras jerárquicas, fomenta la obediencia incondicional entre los hombres hacia sus pares y opresores. Ellos disputan la soberanía y ostentan el poder, utilizando a otros cuerpos y otras vidas consideradas como inferiores, vulnerables; sobre todo, mujeres, cuerpos feminizados e incluso otros jóvenes, como víctimas en una cadena de mandos y expropiaciones ejemplarizantes y reafirmadoras de mandatos.

    Es por ello que no debería sorprendernos que a la par de la violencia criminal, aumenten los femicidios. Desde 2021, las organizaciones feministas del país están levantando alertas sobre el incremento de femicidios relacionados con el crimen organizado. En 2023 se registraron 321 femicidios, de los cuales el 53.6% tenían relación con sistemas criminales y además, con claras connotaciones de extrema brutalidad y exposición públicas de las muertes.

    Femicidios durante 2023 en Ecuador, según las organizaciones sociales.
    Femicidios durante 2023 en Ecuador, según las organizaciones sociales.

    La exposición de la brutalidad en el espacio público demuestra la soberanía en disputa  y reafirma la masculinidad como ejercicio violento del “ser hombre”.

    En momentos de crisis la masculinidad debe y busca reafirmarse constantemente, y esta necesidad de reafirmamiento resulta perfectamente funcional para el accionar del crimen organizado. Pero también, para otras estructuras que buscan reafirmar la soberanía sobre la vida y cuerpos de la población.

    Desde 2018, Ecuador ha venido experimentando un proceso paulatino de militarización justificado en la necesidad de mantener a las fuerzas armadas en las calles para defender la soberanía del país frente a las acciones terroristas y de disputa por parte del crimen organizado.

    Este ejercicio de reafirmación de la masculinidad también ha estado presente en las prácticas de los militares en la lucha contra el narcotráfico en el Ecuador.

    A inicios de año, tras la declaratoria de conflicto armado interno miles de militares salieron a las calles a “recuperar el control y la seguridad del país”, sin embargo, sus acciones giraron alrededor de torturar, humillar y feminizar a jóvenes empobrecidos y racializados que, según la narrativa oficial, eran considerados objetivos militares.

    Pero además, este ejercicio masculino del castigo, se trasladó a las cárceles del país con el ingreso de las fuerzas armadas. El Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos de Guayaquil ha denunciado practicas de tortura y violencia sexual a personas privadas de libertad por parte de las Fuerzas Armadas desde su ingreso. Además, se ha identificado un tipo de violencia específica como medidas correctivas de identidad a mujeres trans encarceladas.

    Andrea Aguirre, del colectivo ‘Mujeres de Frente’, ha mencionado en más de una ocasión que el crimen organizado necesita personal especializado para su empresariado mafioso: cuerpos de hombres racializados y pobres, cuerpos y vidas serviles al crimen, que son entrenados en calles, para posteriormente ser entregados al sistema carcelario donde el crimen organizado les anula la posibilidad de vida y los entrena para matar y morir.

    Eso nos muestra dos escenarios de disputa soberana y del ejercicio de la masculinidad para el establecimiento del poder, que, en ambos casos, usan la violencia como práctica pedagógica.

    Por un lado, el crimen organizado que recluta, secuestra y prepara a jóvenes empobrecidos y racializados para la guerra y ser serviles al crimen; por otro lado, las fuerzas armadas que capturan, torturan y feminizan los cuerpos de jóvenes empobrecidos y racializados de barrios pobres identificados como peligrosos por la presencia del crimen organizado.

    En ambos casos los jóvenes de estos barrios son víctimas de un tipo de masculinidad violenta que los pone en riesgo constantemente. En un contexto como el que vivimos y con la penetración del crimen organizado en los barrios empobrecidos donde se establece para ejercer control sobre la población, y que además, tiene a la violencia como herramienta regulatoria de la vida y la socialización en comunidad: no existe posibilidad de decisión voluntaria de participar o no en sus redes y dinámicas.

    El abandono estatal, además, brinda herramientas al crimen organizado para conseguir y construir personal especializado. Desde 2018 y con mayor énfasis con la pandemia del covid-19, se han hecho recortes presupuestarios a los sistemas de educación, salud y empleo. Esto ha tenido un impacto directo sobre los jóvenes, manteniéndolos en una situación de precariedad y creando condiciones propicias para el reclutamiento forzoso por parte del crimen organizado.

    Las cifras nos permiten dimensionar la situación actual de los jóvenes en Ecuador a nivel educativo: 64.024 niños y adolescentes de entre 5 y 17 años de edad del régimen costa 2023-2024 desertaron de escuelas y colegios.

    En relación al empleo, el 40.3% de la población desempleada en Ecuador en 2023 fueron jóvenes de 15-24 años, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC).

    Otra cifra alarmante es el aumento de asesinatos a población joven: de enero a octubre de 2023, 770 niños y adolescentes de entre 0 a 19 años fueron víctimas de homicidio, lo que significa un aumento del 640.38% de homicidios a jóvenes desde 2019, según el boletín anual de homicidios intencionales 2023 del Observatorio Ecuatoriano de Crimen Organizado.

    En cualquiera de los casos existe un ejercicio de masculinidad como forma de supervivencia basada en la protección: proteges a la banda, te proteges de sus redes o te proteges de los militares. En contextos como estos, para los jóvenes, la masculinidad se configura como un herramienta para perpetuar la violencia o protegerse de ella.

    Además, este escenario sirve para identificar el rol paralelo de ausencia/presencia del Estado: ha estado ausente socialmente, despojando históricamente a estos jóvenes de sus territorios, conduciéndolos a los bordes de las ciudades y privándolos de los servicios de salud, educación, empleo, entre otros.

    Al mismo tiempo, presente con un rol represivo y estigmatizante mediante la militarización y la criminalización de estos territorios. Las condiciones de precarización en las que se encuentran estos jóvenes hoy ha sido un ejercicio paulatino de negación de derechos y oportunidades, de negación de la posibilidad de construir un proyecto de vida fuera del crimen y la violencia.

    En el escenario de violencia que vivimos es urgente el tratamiento de la crisis de seguridad con un enfoque interseccional, que identifique a la población joven, racializada y empobrecida como víctimas de un sistema de violencia estructural que los despoja y los entrega al crimen organizado para, posteriormente, criminalizarlos.

    También es importante identificar cómo las acciones para el tratamiento de dicha crisis agudizan las lógicas del mandato de masculinidad que violenta a otras vidas y a otros cuerpos y que nos sumerge de un bucle de violencia que se normaliza y valida en su cotidianidad.

    En los escenarios mencionados la masculinidad se manifiesta como una práctica y una forma de ser hombre en una sociedad atravesada por la violencia. En los espacios donde el crimen organizado está presente, esta violencia se configura como una forma de extractivismo sobre la vida y los cuerpos de los jóvenes.

    Esta se convierte en una herramienta para validar ese mandato de masculinidad, permitiendo a estos jóvenes disputarse un espacio para “ser alguien” dentro del crimen, ya que les hemos negado todas las oportunidades de ser alguien fuera de ese espacio.

    El rostro del joven de 14 años que asesinó al conductor de bus —así como el de los demás niños, adolescentes y jóvenes captados y reclutados por el crimen— representa la violencia en nuestro país que nos confronta cada día.

    Mirar a los jóvenes empobrecidos y racializados que se presentan como culpables de la violencia que vivimos, es mirarnos a nosotros mismos como sociedad. Pensar en la seguridad de forma integral, más allá de los discursos de mano dura y las narrativas punitivas, también es de hombres.

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