Una pulsación de muerte que bien podría culminar en vida: sobre ‘El Dios del árbol’, de David Aguirre

El escritor y psicólogo David Aguirre presentó su primera novela en la Feria Internacional del Libro de Quito. En ella, en medio del horror, como un oasis rezagado entre tanta arena, se mantiene el amor indeleble.

LUIS PONCE

David Aguirre escribió El Dios del árbol (Editorial La Caída, 2024) en más o menos un par de semanas, al puro estilo de Jack Kerouac, pero con más lecturas psicoanalíticas y sangre derramada de por medio. Por eso, con la influencia del cine de horror –y las nuevas producciones de Robert Eggers o Ti West de por medio–, la novela se lee de una sentada, con la sensación de haberse enfrentado a una quimera robusta que apunta a las falencias de nuestra sociedad y se ríe de ellas, como recién salido de un espectáculo del que se tiene más dudas que certezas.

Lo que Aguirre ha escrito representa la antítesis de una novela de confort. Precisa que quien la lea sea capaz de afrontar los prejuicios y la tendencia a escandalizarse. El protagonista anónimo es un personaje con gustos extraños: disfruta de comer lo que sale de su cuerpo (vómito, residuos de piel, etc.) y ama profundamente a F, un hombre que puede cambiar de tamaño y aspecto a conveniencia. Juntos habitan la ciudad a su antojo: no solo la ocupan, hacen de ella un espectáculo de perversiones y complacencias frente a la mirada pública de quienes la transitan. Todos están invitados, pero solo ellos a gusto.

David Aguirre es Psicólogo Clínico. Máster en Psicoanálisis con mención en clínica psicoanalítica. Máster en Filosofía de la Religión. Doctor en Psicología.
David Aguirre es Psicólogo Clínico. Máster en Psicoanálisis con mención en clínica psicoanalítica. Máster en Filosofía de la Religión. Doctor en Psicología.

Para su desgracia, la relación tendrá un quiebre cuando al regresar a la casa de su infancia, plagada de recuerdos desagradables, donde el protagonista revivirá las pasiones de sus primeros años, los temores de la desolación y el recuerdo represivo de su abuela. A través de una memoria fragmentada, descompuesta, el protagonista recorre los pasos de su vida, desde la infancia hasta la madurez, con la intención de encontrar respuestas ante los hechos del trauma. En su exploración personal vivirá bajo la mirada omnipresente de su abuela, quien lo crió bajo una educación blasfema de admiración y respeto hacia una entidad oscura conocida como ‘el Dios del árbol’.  

Tal ser, del que nada sabemos, tiene un origen milenario y una cábala propia. Materializado en un árbol en medio de la casa atormenta al protagonista a través de revelaciones en forma de animales y palabras sueltas. Este reconoce en la entidad la presencia de su abuela a medida que vuelve a ocupar los espacios abandonados de su hogar. Además, para su mala suerte, advierte que lo que los unía a F y a él –más allá de la degeneración de sus anhelos– era un hilo invisible preparado por el Dios del árbol. 

Con la sensación de haber sido abandonado por quienes ama, el protagonista se enfrentará, sin saberlo, a su voluntad, y preparará un camino para desplazarse bajo sus propios designios: huirá de la voz de quienes han querido que él cumpla propósitos distintos para su vida. 

El Dios del árbol no es solo la historia de la decadencia de una casa, sino también del dominio del impulso y lo salvaje, del movimiento perpetuo del cuerpo frente a la quietud de lo civilizatorio; de querer pronunciarse con libertad en medio de tantas voces que no lo permiten; de sentirse desamparado, desplazado a los márgenes en los momentos de vulnerabilidad. Lo que ha escrito David Aguirre se acerca a una literatura fantástica oscura que toma mayor sentido cuando se descubre que gracias al sutil encuentro del gótico con la inmensidad de la urbe.

David Aguirre evidencia, con El Dios del árbol, las maneras en las que la violencia se perpetúa dentro de nuestra realidad inmediata, incluso si, a propósito de la ficción, las esconde bajo la excusa del género literario. El mundo escatológico e intrincado de la novela se sitúa en una tormentosa ciudad portuaria que sirve de espejismo para Guayaquil, aunque no sea mencionada explícitamente. 

Sabemos que se tratan de sus calles, no por la descripción de estas, sino porque se reconoce la manera en la que las disidencias han sido desplazadas de sus espacios. Sus personajes son renegados, mendigos y homosexuales que viven en un tiempo suspendido, o como lo reconoce el protagonista, en un tiempo de la mugre, pero también de la verdad, en el que tratan de mantenerse a pesar de la hostilidad.

Para quien tema encontrar en la novela un excesivo tono trágico, sin finales felices ni resoluciones conmovedoras, tengo que pedirle que la lea con cautela, como vea preciso, pues para que la desolación exista también debe mantenerse la esperanza. En medio del horror, como un oasis rezagado entre tanta arena, se mantiene el amor indeleble. Tras un descenso hacia el origen de la existencia y el ensueño, tanto la novela como el personaje han evolucionado hasta mutar en algo distinto, irreconocible. Quien la lea posiblemente acabe sintiendo lo mismo; caso contrario, habría viajado en vano.

 

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    El escritor y psicólogo David Aguirre presentó su primera novela en la Feria Internacional del Libro de Quito. En ella, en medio del horror, como un oasis rezagado entre tanta arena, se mantiene el amor indeleble.

    LUIS PONCE

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    Lo que Aguirre ha escrito representa la antítesis de una novela de confort. Precisa que quien la lea sea capaz de afrontar los prejuicios y la tendencia a escandalizarse. El protagonista anónimo es un personaje con gustos extraños: disfruta de comer lo que sale de su cuerpo (vómito, residuos de piel, etc.) y ama profundamente a F, un hombre que puede cambiar de tamaño y aspecto a conveniencia. Juntos habitan la ciudad a su antojo: no solo la ocupan, hacen de ella un espectáculo de perversiones y complacencias frente a la mirada pública de quienes la transitan. Todos están invitados, pero solo ellos a gusto.

    David Aguirre es Psicólogo Clínico. Máster en Psicoanálisis con mención en clínica psicoanalítica. Máster en Filosofía de la Religión. Doctor en Psicología.
    David Aguirre es Psicólogo Clínico. Máster en Psicoanálisis con mención en clínica psicoanalítica. Máster en Filosofía de la Religión. Doctor en Psicología.

    Para su desgracia, la relación tendrá un quiebre cuando al regresar a la casa de su infancia, plagada de recuerdos desagradables, donde el protagonista revivirá las pasiones de sus primeros años, los temores de la desolación y el recuerdo represivo de su abuela. A través de una memoria fragmentada, descompuesta, el protagonista recorre los pasos de su vida, desde la infancia hasta la madurez, con la intención de encontrar respuestas ante los hechos del trauma. En su exploración personal vivirá bajo la mirada omnipresente de su abuela, quien lo crió bajo una educación blasfema de admiración y respeto hacia una entidad oscura conocida como ‘el Dios del árbol’.  

    Tal ser, del que nada sabemos, tiene un origen milenario y una cábala propia. Materializado en un árbol en medio de la casa atormenta al protagonista a través de revelaciones en forma de animales y palabras sueltas. Este reconoce en la entidad la presencia de su abuela a medida que vuelve a ocupar los espacios abandonados de su hogar. Además, para su mala suerte, advierte que lo que los unía a F y a él –más allá de la degeneración de sus anhelos– era un hilo invisible preparado por el Dios del árbol. 

    Con la sensación de haber sido abandonado por quienes ama, el protagonista se enfrentará, sin saberlo, a su voluntad, y preparará un camino para desplazarse bajo sus propios designios: huirá de la voz de quienes han querido que él cumpla propósitos distintos para su vida. 

    El Dios del árbol no es solo la historia de la decadencia de una casa, sino también del dominio del impulso y lo salvaje, del movimiento perpetuo del cuerpo frente a la quietud de lo civilizatorio; de querer pronunciarse con libertad en medio de tantas voces que no lo permiten; de sentirse desamparado, desplazado a los márgenes en los momentos de vulnerabilidad. Lo que ha escrito David Aguirre se acerca a una literatura fantástica oscura que toma mayor sentido cuando se descubre que gracias al sutil encuentro del gótico con la inmensidad de la urbe.

    David Aguirre evidencia, con El Dios del árbol, las maneras en las que la violencia se perpetúa dentro de nuestra realidad inmediata, incluso si, a propósito de la ficción, las esconde bajo la excusa del género literario. El mundo escatológico e intrincado de la novela se sitúa en una tormentosa ciudad portuaria que sirve de espejismo para Guayaquil, aunque no sea mencionada explícitamente. 

    Sabemos que se tratan de sus calles, no por la descripción de estas, sino porque se reconoce la manera en la que las disidencias han sido desplazadas de sus espacios. Sus personajes son renegados, mendigos y homosexuales que viven en un tiempo suspendido, o como lo reconoce el protagonista, en un tiempo de la mugre, pero también de la verdad, en el que tratan de mantenerse a pesar de la hostilidad.

    Para quien tema encontrar en la novela un excesivo tono trágico, sin finales felices ni resoluciones conmovedoras, tengo que pedirle que la lea con cautela, como vea preciso, pues para que la desolación exista también debe mantenerse la esperanza. En medio del horror, como un oasis rezagado entre tanta arena, se mantiene el amor indeleble. Tras un descenso hacia el origen de la existencia y el ensueño, tanto la novela como el personaje han evolucionado hasta mutar en algo distinto, irreconocible. Quien la lea posiblemente acabe sintiendo lo mismo; caso contrario, habría viajado en vano.

     

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