En Guayaquil, como en otras partes del mundo, la complicidad y el silencio permiten que las agresiones contra las mujeres sigan ocurriendo, desde los años 80 hasta la era digital.
Hace unos días estaba hablando con mi mamá del caso de Gisèle Pelicot, que dio la vuelta al mundo.
Mientras conversábamos de eso que sucedió en Francia, tan lejos de Ecuador, mi mamá se acordó de que en Guayaquil, entre finales de los 80 e inicios de los 90, había una banda local conocida como ‘los violadores de la blazer roja’. No pertenecían al crimen organizado ni eran narcotraficantes: eran hombres de clase media alta y alta que salían en sus carros —principalmente en una Ford Bronco roja— a dar vueltas por la ciudad, para encontrar mujeres a quienes violar. Las subían en los autos y se las llevaban a la fuerza, para abusar de ellas sexualmente.
Horrorizada, decidí buscar sobre esto. Hay muy poca información, pero empecé a preguntar a conocidos y algunos lo recuerdan. Operaban en barrios como el Centenario, Urdesa y Ceibos. Muchas mujeres, como mi mamá, recuerdan el miedo que sentían de saber que se podían aparecer por ahí.
En esa época, una mujer le contó a mi mamá —por su cercanía con los grupos de defensa de derechos de las mujeres— que su esposo era miembro de esa banda. La mujer le dijo que su esposo no solo la violaba, sino que la exponía a ser violada por otros hombres. Al igual que Pelicot. Ella estaba aterrada porque denunciar podría haberla llevado a la muerte.
Eso sí pasó en Guayaquil, no a miles de kilómetros de distancia. Igual, algunos negacionistas de la violencia basada en género dirán que fue hace muchos años, que esas cosas ya no pasan.
Me gustaría que tuvieran razón. Lamentablemente la realidad es otra.
Hace algunos meses, a la periodista Alondra Santiago, quien es además mi amiga, le retocaron sus fotos en bikini, utilizando inteligencia artificial, para crear falsos desnudos que circularon en redes sociales.
Hace unos días, leí en un grupo de mujeres en el que estoy, que existe un chat de Telegram conformado por hombres de Guayaquil “en el que suben nudes de chicas de aquí mismo”. La usuaria que advertía sobre esto decía haberse enterado de fotos de amigas suyas que habían sido compartidas en este chat.
Este 18 de noviembre, salió a la luz una denuncia en contra de un videógrafo que ha estado recopilando videos y fotografías íntimas de mujeres en Guayaquil, con el fin de guardarlas, compartirlas con sus amigos y comercializarlas. La denuncia pública habla, además, de un grupo de Telegram en el que el videógrafo intercambiaba el material.
A raíz de eso, una usuaria en X contó que ella fue víctima de algo similar. “En el 2021, una amiga mía me pidió mi correo con contraseña y yo accedí a dárselo por la confianza que había”, escribió.
“No sabía que a ella también la habían hackeado desde su cuenta de Instagram, me pidieron dinero para no publicar mi contenido sexual con mi exesposo”, agregó. Y compartió capturas de pantalla de lo que pasa en ese chat, de acuerdo a lo que logró averiguar después de haber sido amenazada.
En ese grupo hay cientos de hombres. Más de 1.500 hombres. Pagan por fotos y contenido sexual de mujeres que no saben que eso está pasando y cuyo contenido fue pensado para estar en privado.
En marzo de 2024 se hizo pública una denuncia de violación a una menor de edad durante un viaje de un colegio privado de Guayaquil. El abogado de ella aseguró que existe un chat grupal donde estaban los implicados en ese caso, conformado por estudiantes de diversos colegios de la ciudad donde intercambian videos, “alardean y se vanaglorian de que acaban de violar” a chicas.
¿Por qué si algo como ‘los violadores de la blazer roja’ existió aquí en la ciudad hay tan poca información? ¿Por qué no nos indignamos colectivamente por lo que le hicieron a Alondra? ¿Por qué olvidamos tan rápido la denuncia del abogado de la menor de edad abusada? ¿Cómo es posible que existan chats de ese tipo y que decenas de hombres sean parte de ellos?
Creo que la respuesta a que estas cosas sigan pasando de esta forma tan atroz, pero sobre todo tan impune, tiene que ver con el pacto patriarcal.
Cuando hablamos de violencia de género, el pacto patriarcal es el silencio cómplice que perpetúa la violencia machista. Según la filósofa española Cecilia Amorós, este pacto es interclasista, es decir que funciona entre los hombres sin importar su estrato social. En ese pacto, según la filósofa, las mujeres somos las “pactadas”.
Responder a ese pacto se evidencia en pequeñas acciones, como reírse de chistes machistas o no hablar de ciertas cosas porque es un “asunto privado”; y en otras más grandes, como no decir los nombres de quienes sabemos perpetradores, pensar que si una mujer denuncia que fue víctima de violencia “hay que escuchar las dos partes”, hacerse el loco o no confrontar a tu amigo que manda una foto de una mujer sabiendo que ella no ha consentido. Responder al pacto patriarcal es, a pesar de no ser parte de un chat de ese tipo, quedarte callado sabiendo que existe.
El pacto patriarcal está en Francia, donde decenas de hombres violaron a Pelicot y otros que no aceptaron, guardaron silencio. Pero también está en Guayaquil, donde vivimos y condenamos horrores relacionados al narcotráfico, los robos y las muertes violentas, pero miramos a un lado cuando un conocido pide o consume desnudos de mujeres que no han dado su consentimiento para ello.
En Guayaquil, la complicidad y el silencio patriarcal permiten que las agresiones contra las mujeres sigan ocurriendo, desde los años 80 hasta hoy, en la era digital.
Hay un meme que dice que hay hombres que no entienden por qué las feministas critican a algunos hombres si “nosotros las cuidamos”. ¿De quién?, es la pregunta.