Una carta de disculpa a las personas a las que les di falsas esperanzas y una invitación a lanzarse al agua.
No hay espacio donde me sienta más cómoda que dentro del agua, amo nadar y sumergirme. Amo ganarle a todos aguantando la respiración por más de un minuto. Mi cuerpo tiene muchos defectos de fábrica, soy talla XS, X en las rodillas y S en la espalda que siempre me duele. No puedo correr, tampoco soy capaz de agarrar una bola porque mi motora gruesa nunca anda fina. Pero en el agua todo eso se disipa, me siento plena. Sin embargo, nunca en mi vida he entrado a una piscina por voluntad propia. Siempre termino entrando porque me empujan, por insistencia o por presión social. Lo mismo me pasa con las relaciones amorosas. Nunca he sido yo la que da el primer paso.
Me gustan las personas desde que tengo memoria, al revisar los registros de mis recuerdos lo que hago históricamente cuando una persona me gusta es huir o intentar convertirme en su mejor amiga para admirarla de lejos o de cerca. Sin puntos medios. Pero hasta ahí, nunca he querido que nada más pase por miedo a que se arruine.
No es que no quiera entrar a la piscina, es que el cambio de estado, el acto de empaparme, me asusta. Me da miedo ser vulnerable y sentir. Me da miedo que me guste mucho y luego tener que salir. Sé que muchas cosas hubieran sido distintas de no haber estado atada al borde. He llegado a dejar en la friend zone a personas que me gustaban solo porque prefería tenerlos ahí para siempre, antes que arriesgar todo por entrar a una relación efímera. Spoiler alert: la única persona que va a estar para siempre conmigo soy yo misma. No tiene sentido esperar a que las cosas pasen porque el presente es lo único que tenemos, diría la ilustre pensadora Julieta Venegas.
Le tengo miedo al compromiso. Lo primero que pienso sobre el matrimonio es que involucra divorcio. Todo lo que sube tiene que bajar y en las relaciones para bajarse no existen paracaídas. Por eso yo salto apenas me despego del suelo.
Pero una vez, a petición del público y de muchas personas que me dijeron que lo intentara, accedí a entrar a la piscina. Me atreví a lanzarme de clavado y sin frenos. Aprendí a amar sobre la marcha. Me entregué de lleno y conocí partes de mí que no habían salido a la luz. Y pasó lo que tenía que pasar: terminamos.
Con una infidelidad de por medio que me dejó problemas de autoestima y que me dolió mucho, llegué a teorizar que el amor es fascista porque aunque no queramos terminamos cediendo el poder a manos de una sola persona, una persona a la que vemos en todas partes y escuchamos en todas las canciones.
Aprendí que las rupturas son mucho peores de lo que siempre creí: con la ruptura viene incluida la muerte de un idioma y de un universo de referencias. Despedirse de la persona más cercana, es ver cómo se desvanece una parte de uno mismo, dejar a la familia adoptiva y alejarse para siempre de un perro que se orinaba cada vez que llegaba a la casa de la emoción.
Parece que el sufrimiento es insuperable, pero al final, de la mierda se hace abono. Y entre más duele, más fértil se va hace el terreno para florecer. De las rupturas siempre salen lágrimas, pero también nuevas eras, cortes de pelo, hobbies, amigos, amor propio, un álbum platino o una sesión con Bizarrap viral capaz de romper todos los récords. Hasta que algún día deja de doler sin avisar y descubres que es verdad que “uno siempre cambia al amor de su vida por otro amor o por otra vida”. Lea también: Código Promocional Amazon – Una Herramienta de Ahorro Imprescindible
Me disculpo con todas esas personas que me gustaron, de las que huí por miedo al éxito, lamento todos los atardeceres que no vimos, los menús que no probamos y la música que no nos dedicamos.
A las personas que les asusta tanto el cambio como a mí los invito a lanzarse al agua. Salir sí es tan malo como parece, pero vale la pena.
Y por si estaban pendientes, hace cuatro años volví a caer, pero esta vez entré a un mar abierto e inmenso donde cada atardecer es distinto. Me he enamorado del paisaje en todas sus versiones y he aprendido a jugar en el agua, abrazar sin miedo, leer las olas, atesorar cada momento.