Coherencia feminista en las marcas, una camiseta que diga

Cuando la lucha feminista llegó a la alta costura y luego al retail el mensaje se masificó. Pero, ¿qué consecuencias tiene esto? ¿Terminamos anestesiadas y desvirtuando la lucha?

CARLA V. PATIÑO

Ser feminista es parte de esto que soy: mujer, latina, abogada, bordadora, fan de cantar (aunque lo haga terrible). En los últimos años, he visto cómo muchas personas se han ido sumando al movimiento feminista. No voy a mentir: ver a muchachas más jóvenes que yo proclamarse abiertamente feministas despierta algo en mí .

Pero en los últimos años he visto también cómo el feminismo se ha hecho mainstream y cómo, poco a poco, más marcas las han adoptado como parte de su branding profesional. El mercado reaccionó y se dio cuenta como cada vez más el público millennial y GenZ se interesa por distintas luchas sociales que incorporan como parte de su identidad. Y, por supuesto, se trató de suplir esa demanda.

Siempre me he sentido conflictuada por este fenómeno.

Entiendo, por un lado, que el hecho de que marcas gigantescas se suban al tren hace que existan, de alguna manera, más ojos sobre la lucha. Pero por otro lado, es evidente que las mismas marcas están constantemente entre una línea finísima entre ser y parecer. Casi como un baile perverso que tiene como único fin la venta de un producto, solo que esta vez rosado y con un mensaje empoderador. Y muchas veces, un poco más caro que la presentación normal porque, claro, es rosado. El hecho de que algo se masifique trae consigo riesgos de que se vuelva un performance y que esto funcione como una especie de anestesia colectiva de la que es difícil despertar.

Por ejemplo, en 2017 se presentó la colección primaveral de Dior. Su tema principal: feminismo. Una de las prendas en particular llamó la atención. Era una camiseta que decía “We Should All Be Feminists” en letras negras y llamativas para leer a la distancia. La frase también es el título del ensayo publicado en 2014 por la autora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie. Este ensayo, adaptado de una charla TED que ella misma dio en 2012, explora anécdotas y análisis de la experiencia de ser feminista. De alguna manera, Adichie trató de quitar esa connotación negativa a la palabra “feminista” mostrándolo cómo lo que es: un movimiento que busca la paridad de géneros, que busca vernos como iguales. Y un par de años después, vemos a uno de los más grandes diseñadores había tomado ese paso. En el mainstream, el feminismo ya no era tabú. Porque el movimiento siempre había estado ahí, vivo y en las calles. Pero esta vez, se había colado en una pasarela de diseñador y ahora era vendida en USD 816. Las grandes marcas de retail reaccionaron fabricando prendas y slogans estampados parecidos, pero sin el precio prohibitivo de la alta costura.

Recuerdo que quería una, sentía que por medio de esa compra también podría compartirle al mundo algo que era importante para mí. The Future is Female, Girl Power, Woman Up eran algunos de los slogans que veía por todos lados. Parecía no tener fin y me alegraba eso: algo que me importaba se había hecho tendencia.

Ese fenómeno de alguna manera ayudó a cientos o miles de personas a estar expuestas al feminismo como movimiento político y social, sin necesidad de leer un texto de quinientas páginas lleno de términos de la academia. Sin embargo, esta popularización del mensaje también trajo consecuencias. En 2019 The Guardian reveló que una de las compañías que surtía uno de los tantos modelos de estas camisetas, F= (la misma compañía que tenía como objetivo “inspirar y empoderar niñas”), usaba mano de obra de Bangladesh en donde las trabajadoras, en su mayoría mujeres, habían recibido acoso laboral e incluso amenazas de muerte en su trabajo. Y pues sí, The Future is Female, pero eso nos incluye a todas. Incluso a las mujeres que hicieron esa prenda. A las empleadas de los gigantes del fast fashion que se encuentran precarizadas en países lejanos

No creo que se pueda restar importancia a la masificación de un mensaje. Pero sí que hemos llegado al punto en donde debemos hacernos preguntas más complejas cuando el mercado nos presenta esa comodificación de lo que creemos importante.

¿Cuántas mujeres tienen en puestos de poder estas empresas? ¿Cuál es su política de acoso sexual y laboral ¿Cómo se comparan los sueldos de hombres y mujeres con posiciones parecidas? ¿Cuántas mujeres participaron de la campaña publicitaria que me están presentando?

Es ese cuestionamiento constante uno de los factores que —entre otros— mantendrán la lucha viva. Esa pregunta y repregunta es lo que nos despierta de esa anestesia colectiva con la que estamos constantemente coqueteando. Y la que nos ayuda a construir políticas públicas y cambios sociales que sean aún más tangibles que la camiseta con un mensaje empoderante.

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    CARLA V. PATIÑO

    Ser feminista es parte de esto que soy: mujer, latina, abogada, bordadora, fan de cantar (aunque lo haga terrible). En los últimos años, he visto cómo muchas personas se han ido sumando al movimiento feminista. No voy a mentir: ver a muchachas más jóvenes que yo proclamarse abiertamente feministas despierta algo en mí .

    Pero en los últimos años he visto también cómo el feminismo se ha hecho mainstream y cómo, poco a poco, más marcas las han adoptado como parte de su branding profesional. El mercado reaccionó y se dio cuenta como cada vez más el público millennial y GenZ se interesa por distintas luchas sociales que incorporan como parte de su identidad. Y, por supuesto, se trató de suplir esa demanda.

    Siempre me he sentido conflictuada por este fenómeno.

    Entiendo, por un lado, que el hecho de que marcas gigantescas se suban al tren hace que existan, de alguna manera, más ojos sobre la lucha. Pero por otro lado, es evidente que las mismas marcas están constantemente entre una línea finísima entre ser y parecer. Casi como un baile perverso que tiene como único fin la venta de un producto, solo que esta vez rosado y con un mensaje empoderador. Y muchas veces, un poco más caro que la presentación normal porque, claro, es rosado. El hecho de que algo se masifique trae consigo riesgos de que se vuelva un performance y que esto funcione como una especie de anestesia colectiva de la que es difícil despertar.

    Por ejemplo, en 2017 se presentó la colección primaveral de Dior. Su tema principal: feminismo. Una de las prendas en particular llamó la atención. Era una camiseta que decía “We Should All Be Feminists” en letras negras y llamativas para leer a la distancia. La frase también es el título del ensayo publicado en 2014 por la autora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie. Este ensayo, adaptado de una charla TED que ella misma dio en 2012, explora anécdotas y análisis de la experiencia de ser feminista. De alguna manera, Adichie trató de quitar esa connotación negativa a la palabra “feminista” mostrándolo cómo lo que es: un movimiento que busca la paridad de géneros, que busca vernos como iguales. Y un par de años después, vemos a uno de los más grandes diseñadores había tomado ese paso. En el mainstream, el feminismo ya no era tabú. Porque el movimiento siempre había estado ahí, vivo y en las calles. Pero esta vez, se había colado en una pasarela de diseñador y ahora era vendida en USD 816. Las grandes marcas de retail reaccionaron fabricando prendas y slogans estampados parecidos, pero sin el precio prohibitivo de la alta costura.

    Recuerdo que quería una, sentía que por medio de esa compra también podría compartirle al mundo algo que era importante para mí. The Future is Female, Girl Power, Woman Up eran algunos de los slogans que veía por todos lados. Parecía no tener fin y me alegraba eso: algo que me importaba se había hecho tendencia.

    Ese fenómeno de alguna manera ayudó a cientos o miles de personas a estar expuestas al feminismo como movimiento político y social, sin necesidad de leer un texto de quinientas páginas lleno de términos de la academia. Sin embargo, esta popularización del mensaje también trajo consecuencias. En 2019 The Guardian reveló que una de las compañías que surtía uno de los tantos modelos de estas camisetas, F= (la misma compañía que tenía como objetivo “inspirar y empoderar niñas”), usaba mano de obra de Bangladesh en donde las trabajadoras, en su mayoría mujeres, habían recibido acoso laboral e incluso amenazas de muerte en su trabajo. Y pues sí, The Future is Female, pero eso nos incluye a todas. Incluso a las mujeres que hicieron esa prenda. A las empleadas de los gigantes del fast fashion que se encuentran precarizadas en países lejanos

    No creo que se pueda restar importancia a la masificación de un mensaje. Pero sí que hemos llegado al punto en donde debemos hacernos preguntas más complejas cuando el mercado nos presenta esa comodificación de lo que creemos importante.

    ¿Cuántas mujeres tienen en puestos de poder estas empresas? ¿Cuál es su política de acoso sexual y laboral ¿Cómo se comparan los sueldos de hombres y mujeres con posiciones parecidas? ¿Cuántas mujeres participaron de la campaña publicitaria que me están presentando?

    Es ese cuestionamiento constante uno de los factores que —entre otros— mantendrán la lucha viva. Esa pregunta y repregunta es lo que nos despierta de esa anestesia colectiva con la que estamos constantemente coqueteando. Y la que nos ayuda a construir políticas públicas y cambios sociales que sean aún más tangibles que la camiseta con un mensaje empoderante.

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