La escritura cholo-mestiza y su complejidad estética

Este texto nace desde la urgencia de ahondar en un malestar ante las acusaciones de apropiación cultural que han caído contra la escritora  Mónica Ojeda en relación a su novela Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (Penguin Random House, 2024). 

YULIANA ORTIZ RUANO

En diciembre de 2024 se iniciaron una serie de acusaciones contra la obra de la escritora guayaquileña Mónica Ojeda que no solo son imprecisas, sino que también desestiman el lugar de enunciación de lo cholo y complejo desde el cual escribe Ojeda. 

Acusan a Ojeda de apropiación cultural, concepto que, según estudios críticos, se refiere a la «adopción no consensuada de elementos culturales de una comunidad históricamente subyugada, utilizada de manera descontextualizada y en beneficio de una posición dominante» (Young, 2010).

Este no es el caso del trabajo de Ojeda. Su escritura no está interesada en mercantilizar ni descontextualizar imaginarios, sino en habitarlos desde una experiencia mestiza que reconoce y desafía las fisuras de los proyectos coloniales y nacionales que han configurado el Ecuador.

Resulta problemático ver cómo, en un país donde históricamente se ha ridiculizado a las comunidades negras e indígenas por hablar de extractivismo epistémico, ahora emergen discursos que instrumentalizan este concepto para señalar un falso «plagio» y una presunta práctica de apropiación cultural.

Estas acusaciones parecen ignorar que el poeta Agustín Guambo, autor del cual se han hecho eco todas las críticas, defendió previamente su posición como un autor transidentitario, más allá de las categorías esencialistas de lo andino o lo indígena a las que últimamente apela estratégicamente.

La novela de Ojeda encarna lo que la escritora Gloria Anzaldúa describió como «la herida abierta del mestizaje», un espacio donde las contradicciones de identidad, territorio y afecto convergen en tensiones irresueltas.

En Chamanes eléctricos, la autora no solo se adentra en geografías andinas desde una mirada costera, sino que también teje una crítica implícita a las divisiones coloniales que intentan separar estas experiencias como si fueran mutuamente excluyentes. Su trabajo no simplifica, no exotiza; su trabajo confronta y reclama las geografías afectivas como parte de la experiencia chola, expandiendo las posibilidades de imaginar el territorio desde una interconexión estética. 

Chamanes eléctricos en la fiesta del sol también dialoga con un contexto más amplio, donde el acto de escribir no es un robo, sino un proceso colectivo de significación. Como lo señala bell hooks, «la cultura no es estática, está viva, y en el intercambio creativo se encuentra su potencial transformador». Ojeda escribe desde esta interconexión, generando resonancias que no buscan apropiarse, sino abrir nuevas rutas hacia el entendimiento.

Es alarmante observar cómo se recurre al pago de publicidad en redes sociales y al despliegue de troll centers que buscan deslegitimar a Mónica Ojeda, atacando su obra en sus perfiles personales y construyendo un  linchamiento mediático.

Este ataque parece responder menos a una discusión literaria seria y más a un intento de imponer un discurso monolítico, donde quienes están del lado de Agustín Guambo lo hacen sin contrastar y ni siquiera leer Chamanes eléctricos en la fiesta del sol. La novela, lejos de ser un acto de apropiación cultural, plantea un relato complejo que merece ser discutido desde su contenido, no desde lecturas que asumen que el calendario andino le pertenece a una sola persona.

Se han pautado artículos de opinión que cuestionan la obra de Mónica Ojeda.

¿Cómo podría ser apropiativo el viaje de dos adolescentes guayaquileñas, Nicole y Noa, que huyen de la violencia armada de la costa hacia un festival ruidista en los volcanes de la sierra? Ojeda no roba elementos culturales, sino que explora las fisuras de un Ecuador fragmentado, donde las divisiones coloniales y las violencias estructurales moldean la vida de los cuerpos jóvenes. El viaje de estas chicas no es solo geográfico; es existencial, afectivo, y profundamente simbólico. Representa una necesidad de escapar, de reconfigurar su relación con el territorio y de encontrar en el ruido —en este caso, literal y estético— una forma de resistencia y autodefinición. 

Plantear que esta novela es apropiativa es ignorar el contexto que atraviesa el mestizaje-cholo: un territorio híbrido donde las identidades y las experiencias no pueden ser limitadas por las categorías rígidas de lo «legítimo» o lo «propio». La novela de Ojeda, como muchos de sus otros trabajos, abre heridas: la herida del mestizaje, de la desposesión cultural, y del anhelo de encontrar un lugar en un mundo que constantemente rechaza las complejidades.

Más aún, señalar apropiación cultural en un libro que transita entre geografías y experiencias compartidas revela una lectura superficial y parcializada. ¿Por qué se condena una novela que explora las experiencias de jóvenes costeñas en la sierra cuando, históricamente, las relaciones entre estas regiones han sido marcadas por dinámicas de encuentro, migración y conflicto? Este falso linchamiento se vuelve una metáfora de nuestras propias tensiones como país, donde en lugar de discutir las ideas y capas de una obra, nos apresuramos a imponer etiquetas que solo perpetúan divisiones. 

El verdadero desafío está en leer la obra de Ojeda con honestidad, permitiéndonos ser interpelados por sus preguntas sobre el territorio, el ruido y los cuerpos que buscan huir y, al mismo tiempo, encontrarse. No dejemos que la literatura, ese espacio de liberación, experimentación, gozo y cuestionamiento, sea reducido a un campo de batalla para agendas ideológicas que no responden a la complejidad de las historias que nos cuenta.

Finalmente, reducir una novela como Chamanes eléctricos a un acto de plagio o apropiación ignora la profundidad con la que la autora explora los afectos y las contradicciones del mestizaje. Ojeda nos invita a enfrentarnos con nuestros propios contrastes identitarios, a navegar territorios que no son ajenos, sino compartidos, aunque desde perspectivas diversas.

Rechacemos, entonces, la superficialidad de estas acusaciones y celebremos la valentía de quienes, como Ojeda, escriben desde las fisuras del mundo mestizo para crear algo profundamente suyo y, al mismo tiempo, profundamente nuestro. 

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    YULIANA ORTIZ RUANO

    En diciembre de 2024 se iniciaron una serie de acusaciones contra la obra de la escritora guayaquileña Mónica Ojeda que no solo son imprecisas, sino que también desestiman el lugar de enunciación de lo cholo y complejo desde el cual escribe Ojeda. 

    Acusan a Ojeda de apropiación cultural, concepto que, según estudios críticos, se refiere a la «adopción no consensuada de elementos culturales de una comunidad históricamente subyugada, utilizada de manera descontextualizada y en beneficio de una posición dominante» (Young, 2010).

    Este no es el caso del trabajo de Ojeda. Su escritura no está interesada en mercantilizar ni descontextualizar imaginarios, sino en habitarlos desde una experiencia mestiza que reconoce y desafía las fisuras de los proyectos coloniales y nacionales que han configurado el Ecuador.

    Resulta problemático ver cómo, en un país donde históricamente se ha ridiculizado a las comunidades negras e indígenas por hablar de extractivismo epistémico, ahora emergen discursos que instrumentalizan este concepto para señalar un falso «plagio» y una presunta práctica de apropiación cultural.

    Estas acusaciones parecen ignorar que el poeta Agustín Guambo, autor del cual se han hecho eco todas las críticas, defendió previamente su posición como un autor transidentitario, más allá de las categorías esencialistas de lo andino o lo indígena a las que últimamente apela estratégicamente.

    La novela de Ojeda encarna lo que la escritora Gloria Anzaldúa describió como «la herida abierta del mestizaje», un espacio donde las contradicciones de identidad, territorio y afecto convergen en tensiones irresueltas.

    En Chamanes eléctricos, la autora no solo se adentra en geografías andinas desde una mirada costera, sino que también teje una crítica implícita a las divisiones coloniales que intentan separar estas experiencias como si fueran mutuamente excluyentes. Su trabajo no simplifica, no exotiza; su trabajo confronta y reclama las geografías afectivas como parte de la experiencia chola, expandiendo las posibilidades de imaginar el territorio desde una interconexión estética. 

    Chamanes eléctricos en la fiesta del sol también dialoga con un contexto más amplio, donde el acto de escribir no es un robo, sino un proceso colectivo de significación. Como lo señala bell hooks, «la cultura no es estática, está viva, y en el intercambio creativo se encuentra su potencial transformador». Ojeda escribe desde esta interconexión, generando resonancias que no buscan apropiarse, sino abrir nuevas rutas hacia el entendimiento.

    Es alarmante observar cómo se recurre al pago de publicidad en redes sociales y al despliegue de troll centers que buscan deslegitimar a Mónica Ojeda, atacando su obra en sus perfiles personales y construyendo un  linchamiento mediático.

    Este ataque parece responder menos a una discusión literaria seria y más a un intento de imponer un discurso monolítico, donde quienes están del lado de Agustín Guambo lo hacen sin contrastar y ni siquiera leer Chamanes eléctricos en la fiesta del sol. La novela, lejos de ser un acto de apropiación cultural, plantea un relato complejo que merece ser discutido desde su contenido, no desde lecturas que asumen que el calendario andino le pertenece a una sola persona.

    Se han pautado artículos de opinión que cuestionan la obra de Mónica Ojeda.

    ¿Cómo podría ser apropiativo el viaje de dos adolescentes guayaquileñas, Nicole y Noa, que huyen de la violencia armada de la costa hacia un festival ruidista en los volcanes de la sierra? Ojeda no roba elementos culturales, sino que explora las fisuras de un Ecuador fragmentado, donde las divisiones coloniales y las violencias estructurales moldean la vida de los cuerpos jóvenes. El viaje de estas chicas no es solo geográfico; es existencial, afectivo, y profundamente simbólico. Representa una necesidad de escapar, de reconfigurar su relación con el territorio y de encontrar en el ruido —en este caso, literal y estético— una forma de resistencia y autodefinición. 

    Plantear que esta novela es apropiativa es ignorar el contexto que atraviesa el mestizaje-cholo: un territorio híbrido donde las identidades y las experiencias no pueden ser limitadas por las categorías rígidas de lo «legítimo» o lo «propio». La novela de Ojeda, como muchos de sus otros trabajos, abre heridas: la herida del mestizaje, de la desposesión cultural, y del anhelo de encontrar un lugar en un mundo que constantemente rechaza las complejidades.

    Más aún, señalar apropiación cultural en un libro que transita entre geografías y experiencias compartidas revela una lectura superficial y parcializada. ¿Por qué se condena una novela que explora las experiencias de jóvenes costeñas en la sierra cuando, históricamente, las relaciones entre estas regiones han sido marcadas por dinámicas de encuentro, migración y conflicto? Este falso linchamiento se vuelve una metáfora de nuestras propias tensiones como país, donde en lugar de discutir las ideas y capas de una obra, nos apresuramos a imponer etiquetas que solo perpetúan divisiones. 

    El verdadero desafío está en leer la obra de Ojeda con honestidad, permitiéndonos ser interpelados por sus preguntas sobre el territorio, el ruido y los cuerpos que buscan huir y, al mismo tiempo, encontrarse. No dejemos que la literatura, ese espacio de liberación, experimentación, gozo y cuestionamiento, sea reducido a un campo de batalla para agendas ideológicas que no responden a la complejidad de las historias que nos cuenta.

    Finalmente, reducir una novela como Chamanes eléctricos a un acto de plagio o apropiación ignora la profundidad con la que la autora explora los afectos y las contradicciones del mestizaje. Ojeda nos invita a enfrentarnos con nuestros propios contrastes identitarios, a navegar territorios que no son ajenos, sino compartidos, aunque desde perspectivas diversas.

    Rechacemos, entonces, la superficialidad de estas acusaciones y celebremos la valentía de quienes, como Ojeda, escriben desde las fisuras del mundo mestizo para crear algo profundamente suyo y, al mismo tiempo, profundamente nuestro. 

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