La poeta Edelina Beltrán Ramos cumple, este 27 de octubre de 2021, diez años de su prematura muerte. Su partida privó a las letras ecuatorianas de una voz poética prometedora, sensible, elocuente y conmovedora. Se dio a conocer con su seudónimo: Dina Bellrham.
Marcada, talvez predestinada.
Atraída desde siempre hacia un abismo que le amarró sogas poderosas a sus tobillos y la haló con una fuerza cada vez más intensa y una voz más convincente, hasta que un día no tuvo que halarla más.
¿Quién murió al amanecer del 27 de octubre del 2011? ¿Edelina Beltrán Ramos y Dina Bellrham eran las mismas? ¿Qué encierran ambos nombres? Sus palabras son un viaje por la personalidad de esa joven emocional, entregada, intensa, descarnada, extrema, cambiante. Su literatura es una exploración de la mujer de helio con el sol en cáncer, de la poeta, de la estudiante de medicina, de la payasa hospitalaria.
¿Cómo conocer a Edelina? ¿Cómo descubrir a Dina?
EDELINA
—Yo no sé por qué siempre los jueves me siguen. Edelina murió un jueves, siempre me pasan cosas los jueves…
Ese día también era jueves, el segundo de febrero y en Naranjito, un cantón a unos 45 minutos de Guayaquil, llovía de forma continua pero calmada. El sonido de la lluvia y el viento fresco que entraba por el balcón acompañaban la charla de esa mañana en la mesa del comedor de Cecibel Beltrán, la madre de Edelina.
Que le dio Covid, que le pusieron muchos sueros y que eso la hizo ganar peso, que luego perdió peso, que si queremos desayunar: da algunas vueltas antes de empezar a hablar de su hija, a quien siempre se refiere en presente. “A Edelina le gusta…”, “Ella cree que…”. Para Cecibel Beltrán y para Abraham, el menor de los tres hijos del matrimonio Beltrán Ramos, Edelina es una existencia viva, sostenida en el tiempo e inmutable.
Cecibel y Manuel se casaron jóvenes. Ella tenía 18 y a los 20 ya había nacido Ede, como le dice. Su nombre se lo debe a su bisabuela.
—Manuel fue a sacar los papeles. Él le puso los dos nombres: Edelina Adriana. No me dejaron ponerle el nombre que yo quería.
—¿Cuál quería usted?
—No sé, otro. De todos modos, Edelina es un nombre poco común.
Ese 6 de julio de 1984 las cosas se complicaron. Su labor de parto se extendió por horas porque la niña venía “atravesada” y nació hinchada, sobre todo en la cabeza. Cecibel Beltrán cree que Edelina no recibió suficiente oxígeno en el vientre previo al alumbramiento y que esto afectó a sus ojos. Especialmente al izquierdo.
Edelina estaba parcialmente ciega de un ojo y a los 11 años se sometió a una operación para tratar de corregir el estrabismo pero nada sirvió, ni el quirófano ni los parches oculares que recomiendan los médicos en esas situaciones. Estaba obligada a convivir con el reflejo del espejo que ya de adulta le incomodaba y que trató de ocultar con lentes de contacto, con su inusual forma de vestir para la costa —boinas, botas, bufandas—. Después se apoderó de esa imagen al dibujarse a sí misma con ojos en los senos, ojos en las manos, ojos en la frente, ojos en lugar de la cabeza.
“Tenía una fijación con los ojos”, dice Cecibel.
La oftalmología dice que el “ojo perezoso” ocurre cuando uno de los dos ojos se utiliza menos que el otro durante los primeros años del desarrollo visual y que, como consecuencia de esta subutilización, el ojo se mueve en diferentes direcciones, hacia adentro o hacia afuera, hacia arriba o hacia abajo, lo que se conoce como estrabismo.
La cuestión médica y hospitalaria estuvo presente de una manera muy clara en su vida. Fue una especie de leitmotiv. Como paciente, como aspirante a doctora y luego como voluntaria. Había algo en su personalidad que la empujaba hacia las orillas del afecto y la empatía. Siomara España, escritora, poeta y su amiga muy cercana, dice que tenía un carácter maternal, que le hacía acoger a todos, ayudar a todos. “¿Por qué tienes que vivir sola si puedes vivir conmigo y te puedes ahorrar el arriendo?”, le dijo alguna vez Edelina a María Patricia Ávila, una de sus mejores amigas desde los 13 años.
Pero la medicina no era su vocación más fuerte. Sus pulsiones iban en otros sentidos y supo cómo voltear esa vivencia a favor de la escritura. “He querido zarpar un último vuelo / en el filo de mi bisturí predilecto”, escribió. “Mis versos eran una mesa quirúrgica. Repartía incisiones desde el manzano”, publicó. Siempre esa terminología, siempre el mundo exterior alimentando su mundo interior.
Quizá porque Cecibel, en cambio, sí había soñado con ser doctora, Edelina avanzó hasta décimo semestre, de doce. Primero en la Universidad Católica de Guayaquil y luego en la Universidad de Guayaquil, de manera un poco atropellada y engorrosa por la homologación de materias al cambiarse de la una a la otra. Se frustró, pero estudiaba incansablemente en largas jornadas, perdió peso que luego ganó con creces. Fue un proceso tortuoso que abrió la puerta a su enfermedad mental.
Su mamá cuenta que hasta los 18 años, mientras estuvo en Naranjito, antes de vivir en Guayaquil y entrar a la universidad, no mostró ningún síntoma, ninguna crisis, ningún indicio de que ese demonio se acercaba. La palabra “bipolaridad” no existía en sus lenguas ni en sus mentes. El portal de la Clínica Mayo explica que el trastorno bipolar es una enfermedad mental que causa cambios radicales en el estado de ánimo que van desde la hiperactividad hasta la depresión. Esas fluctuaciones la hacían una mujer entregada e intensa, pero también extrema y radical.
A sus 20 años ya había tenido su primer intento de suicidio y luego siguieron al menos dos más. El último fue unos tres meses antes de su muerte. “Yo me enteré tarde de la enfermedad de Ede”, dice Cecibel con tristeza, quizá con un poco de culpa. El diagnóstico llevó a Edelina a un largo peregrinaje entre psiquiatras, medicamentos y tratamientos de todo tipo.
La terapia logró apaciguar un poco su comportamiento polarizado. “A veces había que estar callado en la casa porque si amanecía de mal humor nos pegaba a todos. Cuando manejaba, si alguien le pitaba mucho se enojaba y explotaba, les pegaba en la ventana y los puteaba”, cuenta su hermano Abraham, 10 años menor que Edelina, quien vivió con ella en Guayaquil hasta el último día.
Ese tiempo —unos tres años antes de su fallecimiento— fue un tiempo de calma. Llegó a la Fundación Narices Rojas y se convirtió en la Dra. Complejo BB Deliderasa, su personaje de clown hospitalario. La labor de los payasos humanitarios es brindar soporte emocional a través de la risa, los juegos y el afecto en diferentes clínicas de Guayaquil. Había que acercarse al dolor e intentar diluirlo en un abrazo. Así lo hizo, sobre todo en el Hospital de Niños León Becerra.
En el que era su cuarto, en el departamento en el que vivía con sus padres en Naranjito, Cecibel aún guarda las alas, los vestidos, los sombreros con brillos, las flores de telas fosforescentes y todas las evidencias de ese pasado en el que Edelina fue feliz, más feliz de lo que había sido en mucho tiempo. Esa actividad la revitalizó, despertó una pasión nueva en ella y se entregó por completo. “Era una payasa muy tierna, muy humana, muy comprometida con su nariz”, recuerda Raquel Rodríguez, su formadora y presidenta de la Fundación Narices Rojas.
Ese entusiasmo, mediante el que Dina logró reconciliarse un poco con su parte emocional, se coló también en su vida familiar. Llevó a su casa los talleres de clown de la fundación y los replicaba con ellos. “No éramos de las personas que nos abrazábamos o nos besábamos entre nosotros”, dice su mamá. Eso —besarse la frente, darse abrazos, tocarse— siempre fue un poco tabú para ellos.
“Eso nos dejó ella: nos enseñó a querernos”. Pero a quien más se acercó en sus últimos años de vida fue a Manuel, su papá. Diez años después de su muerte, aún le cuesta hablar de su hija.
Manuel sueña con ella, “la siente” en cosas simples como el aleteo de las mariposas que a ella tanto le gustaban y que a veces revolotean dentro de la casa y le hacen pensar que su presencia no se ha ido del todo.
DINA
Dina Bellrham creó su seudónimo contrayendo y extrayendo sílabas de su nombre real. Durante los primeros talleres literarios a los que asistió uno de sus compañeros le sugirió que Edelina Beltrán Ramos era muy largo y cuando publicó su primer libro —Con plexo de culpa, en 2008— decidió crear algo más breve.
Y bajo esa identidad escribió con crudeza cosas como estas:
“Habrá que tragarse los fragmentos
hacernos paraguas
porque ni somos aves
o bonsáis,
y nuestros reflejos se hastían
de columpiarse en el techo.
El cielo es un poema muerto”.
“Nunca la llamé Dina. Siempre la llamé Edelina. Nunca me gustó el pseudónimo que adoptó”, cuenta Luis Alberto Bravo, escritor y poeta milagreño, amigo de Dina. Milagro y Naranjito son pueblos contiguos y fue él quien la llevó por primera vez a las reuniones del Colectivo Poético Buseta de Papel en Guayaquil, del que ella luego también formó parte.
Bravo, que compartió con Dina inquietudes literarias, debates, lecturas y retroalimentaciones mutuas del trabajo de ambos, decidió acercarla a ese mundo. Para él, Dina era una mujer un poco retraída y melancólica. “Creo que se fabricó una personalidad inaccesible para escamotear su timidez y autoprotegerse”, recuerda ahora su amigo.
Solange Rodríguez, Miguel Antonio Chávez, Andrés León, Tyrone Maridueña, Augusto Rodríguez, entre otros autores que hoy se han hecho un nombre, tienen largos recorridos profesionales y varias publicaciones, fueron parte de ese colectivo entre los años 2003 y 2008. Fue en ese tiempo cuando conoció también a Siomara España, quien se convirtió en su hermana de la vida.
Buseta de Papel evolucionó a un taller de poesía, llamado El Quirófano —siempre el lenguaje médico, siempre el leitmotiv— donde Siomara y Augusto eran los mayores y los más experimentados. La dinámica consistía en llevar llevar textos, leerlos entre todos y hacer comentarios que sirvieran para editar o mejorar esos trabajos. Rodríguez —director del Festival Internacional de Poesía Ileana Espinel, en el que Dina alcanzó la mención honorífica en 2008— veía en ella una voz con proyección y potencial en las letras ecuatorianas.
Cecibel dice que el amor por la literatura le llegó del lado familiar. Su bisabuelo Leopoldo era un poeta ciego que logró escribir su obra con ayuda de terceros. Y Josué, su abuelo, fue su primer maestro: le enseñaba palabras poco comunes del diccionario y el significado de cada una de ellas. Así ella fue alimentando ese lenguaje que recién empezaba a formarse.
Siomara España, en cambio, cree que ella nació con la poesía como un don personal y que su forma particular de crear figuras llenas de símbolos eran una manera de desahogar sus anhelos frustrados, sus angustias, sus miedos y sus obsesiones.
Tanto el poemario de 2008 La mujer de helio, publicado un mes antes de su muerte en 2011, como Je sui malade, publicado de manera póstuma en 2012, retratan las concepciones viscerales que Dina tenía de su entorno y también de su mundo interior.
“Donde células, fluidos, sangre, órganos internos, uniones óseas, delimitaciones nerviosas, apéndices de piel, uñas, etc., constituyen el ornamento de una poética propia”, explica Andrea Lecaro en el trabajo académico El neobarroco en La Mujer de Helio de Dina Bellrham.
En Quiero dormir, que consta en su último libro, Dina deja ver ese rastro personal en su poesía y el uso de la terminología médica para narrar sus emociones a través de sus propias construcciones lingüísticas:
“A veces tu eco se atrofia en mi vientre
y se necrosan los hijos: tuyos y míos
(…)
No sé llorar
ya tengo branquias nocturnas
No se morir
la sangre regurgita a su cueva de eclipses”
Esa tesis de titulación de 2016 y los ensayos de Siomara España que constituyen los prólogos de las dos últimas obras de Dina en 2011 y en 2012 son quizá las únicas investigaciones y estudios formales que existen en torno a su obra, influenciada fuertemente por la creación de otras mujeres como Sylvia Plath y sobre todo Alejandra Pizarnik. “Me vuelvo a esconder en las hojas de Alejandra: su silencio es perpetuo…”, escribió en su poema llamado Encenderme.
El trastorno bipolar con el que fue diagnosticada y la medicación que estaba obligada a tomar para mantener su orden mental la volvían dispersa, somnolienta, apática. No quedaba mucho espacio para la efervescencia de su escritura luego de que el litio, el clonazepam, la quetiapina y los estabilizadores entraban en su sistema, entonces los dejaba. Y luego volvía. Y luego los dejaba.
Entonces escribía cosas como “estoy desempolvando mis alas. Me ayuda la fluoxetina”, en referencia a su vaivén farmacológico y clínico, así como “las pastillas hacen fila para sucumbir a mi garganta”.
Mística y espiritual como también era, hablaba de la muerte con una naturalidad sobrecogedora. “Sus libros me espeluznaban por su calidad poética y luego por lo que decían. Allí todo tiene lógica y claridad. Pensaba en qué buena poeta era pero qué terrible lo que estaba diciendo”, recuerda Siomara España. En Dina habían también muchas sombras.
—A veces ella era un poco triste. Siempre decía que se quería matar, pero nunca pensamos que ese día iba a llegar.
—La muerte era como un destino que ella tenía.
—Sí, algo así.
Sentados en la mesa del comedor del departamento donde Dina vivió, Cecibel y Abraham la recuerdan con sus matices: la Dina sensible, la Dina bohemia, la Dina iracunda, la Dina cariñosa, la Dina que murió a los 27 como las grandes estrellas. Ríen conversando del pasado y a ratos también hay un silencio solemne, en el que solo se escuchan los buses y las motos que circulan por ese lugar a esa hora del día.
Más tarde, irán al cementerio de Naranjito a visitar el mausoleo de Edelina, rodeado de isoras, chavelas y la huella de un ciprés que ladrones del pueblo arrancaron de raíz. Sobre la puerta de entrada, con letras negras, dentro de un recuadro lila, está pintado ese nombre paralelo que ella supo inventarse y que la acompaña hasta el final.
§
Ese 27 de Octubre, hace diez años, luego de estar despierta gran parte de la noche y cerca de las 6 de la madrugada, Edelina posteó en su cuenta de Facebook el último de sus poemas.
“Las iguanas ya no me turbaban
Pensaba en su cola
Y en mi cuello
Y en la muerte…”
Dina Bellhram, la poeta predestinada, no quiso nada más que ir hasta el fondo, como dice Alejandra Pizarnik en sus versos de despedida.