Fernanda Trías: «Me intriga el ser humano como fuente inagotable de misterio»

La escritora fue una de las invitadas a la Feria Internacional del Libro de Guayaquil. Antes de tomar su vuelo de regreso a Bogotá, la ciudad en la que reside, conversó con Indómita sobre el largo proceso con el cual se construyó Mugre Rosa, una de sus últimas novelas. Trías alude a los sueños, a imágenes, a la nostalgia, a todo aquello que afecta su centro afectivo.

JÉSSICA ZAMBRANO ALVARADO

La escritora uruguaya Fernanda Trías recrea el Montevideo en el que creció, en los 80, una ciudad en dictadura, pero a la que escribe desde un universo paralelo. En su novela Mugre Rosa, publicada por la editorial Penguin Random House en abril de 2021, una especie de catástrofe natural —o  condena—, transforma la relación de pertenencia y privilegio que ha tenido tradicionalmente la ciudad con su río.

Todo comienza cuando un manto plateado de peces sin vida cubre la playa con unas algas contaminadas que provocan el levantamiento de un olor nauseabundo. Las autoridades toman como medida de resguardo un confinamiento obligatorio: cada vez que suena la alarma —porque la catástrofe ha empezado a emanar de nuevo, nadie puede salir de casa—.

Pero Mugre Rosa, más que anticipar un confinamiento, como bien han descrito en los medios, responde a un largo proceso de su autora. Este comienza con varios sueños y algunos relatos oníricos que se publicaron inicialmente en periódicos de Uruguay, cuando su autora no sabía que lo que hacía era una novela. 

En Guayaquil, una ciudad que también se construyó a partir de la geografía de un río, que ahora permanece correntoso tras una serie de edificios que lo camuflan, Trías conversa sobre su novela, su proceso, la nostalgia que ha creado el tango en la ciudad en la que nació, pero en la que no vive pues mantiene una residencia en Bogotá. Cuenta cómo una catástrofe es capaz de afectar el centro afectivo de una ciudad, uno de los motores de su obra.  

En una entrevista anterior decías que cuando escribes tienes como punto de parte imágenes, que de alguna manera se te presentan. Tuviste un diario de sueños en 2013 y algunas de las escenas de Mugre Rosa salen de esas imágenes, ¿cómo los sueños se van configurando en esta catástrofe?

Sabía que en algún punto iba a escribir algo relacionado con esas imágenes, pero no tenía ni idea de cómo ni de qué manera hasta que cuajaron varias cosas. Empezaron a surgir algunas imágenes que eran como el inicio de Mugre Rosa, que tienen que ver con la niebla, con las texturas, con la ciudad sepultada en la niebla. Tenía unas imágenes muy grises, toda una ciudad gris, cielo gris, edificios grises, neblina gris.

Eso que tenía, lo conecté con unas pesadillas que tuve y que había escrito en un diario muchísimos años atrás y ahí se empezó a fraguar lo que sería el telón de fondo de esta catástrofe ambiental.  

¿Cómo crees que en los sueños se anticipa o revela la nostalgia sobre la ciudad, sobre Montevideo y la idea que tienes de ella, las narraciones que aprendiste de ella, como el tango?

Pienso que tuve una necesidad de volver a la ciudad. Como dice el tango “volver con la frente marchita”, pero una necesidad literaria. Estaba muy alejada de una escritura que se sienta típicamente montevidiana, escribí La Azotea en Uruguay y todavía no me había ido a vivir fuera del país.

Luego escribí otras cosas, mucho más cosmopolitas, que exploraban otros temas, que tenían que ver con la identidad, con la extranjería, pero no estaban esos paisajes montevideanos. Sentí una necesidad de volver literariamente a esos paisajes, pero no tiene una explicación. Tal vez mi explicación es un proceso personal que tiene que ver con la edad, con envejecer o con mi propia ciudad que se ha vuelto extranjera para mí.

Cuando empiezo a imaginar esta ciudad apocalíptica en Mugre Rosa empiezo a ver barrios y zonas de Montevideo, pero lo curioso es que no es la Montevideo actual, que no conozco o que conozco muy mal, sino que estaba reconstruyendo en mi memoria la Montevideo de los años 80, de cuando era niña.

Entonces me di cuenta de que era un ejercicio de la nostalgia. De hecho varios de los recuerdos que la narradora cuenta son cosas mías, yo se los presté. Hago eso mucho: construyo personajes con un montón de materiales míos, algunos mezclados con otros.

Igual que en La Azotea, tu primera novela, en Mugre Rosa hay una sensación de claustrofobia. ¿Cómo esta idea de la ciudad se configura en ello?

Creo que siempre sentí claustrofobia viviendo en Uruguay y me pregunto si no tiene que ver con el Uruguay en el que crecí que durante mis primeros años de vida es un país en dictadura.

Claro que los primeros años de vida, yo no sabía ni tenía muy claro que hubiera algo raro. Jugaba como cualquier niño en la calle, iba a la escuela, pero había un ambiente opresivo y opresor en el aire, en el inconsciente colectivo porque estaba en la familia. Son cosas de las que no se hablan. En mi familia, por ejemplo, había muchos silencios. No se hablaba de política, pero me pregunto si eso no tiene que ver con otras cosas, con secretos familiares.

El silencio en torno a cosas es algo que recuerdo como algo muy familiar y la ciudad post-dictadura es gris, supremamente triste. Había un movimiento cultural underground, era una ciudad que se venía a menos. El gobierno militar taló todos los árboles para que no se escondieran francotiradores. Siento que eso tiene que haber influido de alguna manera en la claustrofobia que me generaba porque siempre tuve una necesidad de salir al mundo; en una ciudad tan pequeña sentía que me faltaba recorrer el mundo.

En Mugre Rosa quería radicalizar esa propuesta de encierro, ahora a partir de una amenaza completamente real que fuera arrinconando a los personajes.

Me pregunto si esta claustrofobia tiene que ver con la figura de la madre. En Mugre Rosa la protagonista no puede hablar demasiado con su madre, está un poco hastiada, le cuesta. ¿La Patria es tal vez esa figura materna con la que el diálogo cuesta, con la que los silencios se extienden?

En Mugre Rosa la fábrica, la procesadora nacional es como esa figura materna que alimenta, pero que a su vez es autoritaria y de la que dependes, pero a la vez odias porque es asqueroso el producto que te da.

Yo siento que en La azotea estaba esa opresión que tiene que ver con lo político, aunque yo no estaba pensando en lo político cuando escribía. Yo no sé si la opresión la asocio con la madre o más con un estado de facto, los militares, sus armas estos recuerdos, que yo tenía de verlos en la calle con las metralletas, para mí eso tiene una asociación muy masculina.

Finalmente, ¿cómo sientes que se lee esta novela sobre la ciudad en ruinas, sobre un posible futuro, en Uruguay?

En Uruguay tenemos una tradición literaria que tiende a no nombrar las ciudades, son ciudades sin nombre, tiene que ver con esta literatura fundacional que construyó Santa María, que es en sí una ciudad ficticia. Todos los que escribimos en Uruguay siempre tenemos este referente de la Santa María. Al contrario que la literatura argentina donde se nombra, se nombra, se nombra.

En Uruguay es completamente distinto y yo quería construir una ciudad ficticia,  reconocible pero ficticia. Quería proponerle a los lectores el juego de imaginar esta distopía en esta ciudad reconocible como Montevideo. En ese sentido dialoga con la tradición, pero también propone algo distinto porque la descripción de las calles y de los lugares que se mencionan son completamente reconocibles, no me inventé la ciudad, simplemente la nombré de otra manera. Esta es una distopía que podría ocurrir hoy, no es futurista. Es más una sensación de universo paralelo. 

Esa idea de universo paralelo es algo que te han preguntado mucho porque la lectura mediática de la novela ha sido a partir de la pandemia…

Lo que me llama tanto la atención es que rápidamente se hable de epidemia y se olvide o se haga énfasis en el tema de la catástrofe ambiental. La pandemia de alguna manera se robó el foco. Se centró más la atención en el hecho de que hay unos contagios o unos enfermos, que mueren muchos y eso asociado a la epidemia Covid, pero no se habla, como hubiese querido yo, de cómo estamos autodestruyendo nuestro hábitat. Eso me hubiese gustado más, no simplemente dejarlo como “esta es la pandemia que estamos viviendo hoy”.

Esta es una catástrofe medioambiental, que el virus también se relaciona por cómo nos relacionamos las personas con los animales en la cría y el consumo. Está relacionado, pero me hubiera gustado hablar más de la crisis medioambiental.

¿Y en ese sentido, desde dónde se construye esta catástrofe para ti, en la novela?

Todo es un gran tema, o sea todos los temas me interesan, pero escribo sobre lo que quiero llamar la atención, sobre lo que me interpela, las cosas que me preocupan, me quitan el sueño y me traen estas pesadillas. Tiene que ver con lo que me angustia cuando miro alrededor y pienso que ni siquiera va a haber futuro. Se ha clausurado la idea de futuro. No entiendo cómo los seres humanos siguen viviendo como si hubiera futuro  cuando evidentemente todo apunta a que no. Todo esto me genera una serie de emociones y yo trabajo a partir de las emociones y luego me genera la gran curiosidad de tratar de entender cómo es posible que haya una civilización entera en negación. Me intriga el ser humano como fuente inagotable de misterio.

 

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    JÉSSICA ZAMBRANO ALVARADO

    La escritora uruguaya Fernanda Trías recrea el Montevideo en el que creció, en los 80, una ciudad en dictadura, pero a la que escribe desde un universo paralelo. En su novela Mugre Rosa, publicada por la editorial Penguin Random House en abril de 2021, una especie de catástrofe natural —o  condena—, transforma la relación de pertenencia y privilegio que ha tenido tradicionalmente la ciudad con su río.

    Todo comienza cuando un manto plateado de peces sin vida cubre la playa con unas algas contaminadas que provocan el levantamiento de un olor nauseabundo. Las autoridades toman como medida de resguardo un confinamiento obligatorio: cada vez que suena la alarma —porque la catástrofe ha empezado a emanar de nuevo, nadie puede salir de casa—.

    Pero Mugre Rosa, más que anticipar un confinamiento, como bien han descrito en los medios, responde a un largo proceso de su autora. Este comienza con varios sueños y algunos relatos oníricos que se publicaron inicialmente en periódicos de Uruguay, cuando su autora no sabía que lo que hacía era una novela. 

    En Guayaquil, una ciudad que también se construyó a partir de la geografía de un río, que ahora permanece correntoso tras una serie de edificios que lo camuflan, Trías conversa sobre su novela, su proceso, la nostalgia que ha creado el tango en la ciudad en la que nació, pero en la que no vive pues mantiene una residencia en Bogotá. Cuenta cómo una catástrofe es capaz de afectar el centro afectivo de una ciudad, uno de los motores de su obra.  

    En una entrevista anterior decías que cuando escribes tienes como punto de parte imágenes, que de alguna manera se te presentan. Tuviste un diario de sueños en 2013 y algunas de las escenas de Mugre Rosa salen de esas imágenes, ¿cómo los sueños se van configurando en esta catástrofe?

    Sabía que en algún punto iba a escribir algo relacionado con esas imágenes, pero no tenía ni idea de cómo ni de qué manera hasta que cuajaron varias cosas. Empezaron a surgir algunas imágenes que eran como el inicio de Mugre Rosa, que tienen que ver con la niebla, con las texturas, con la ciudad sepultada en la niebla. Tenía unas imágenes muy grises, toda una ciudad gris, cielo gris, edificios grises, neblina gris.

    Eso que tenía, lo conecté con unas pesadillas que tuve y que había escrito en un diario muchísimos años atrás y ahí se empezó a fraguar lo que sería el telón de fondo de esta catástrofe ambiental.  

    ¿Cómo crees que en los sueños se anticipa o revela la nostalgia sobre la ciudad, sobre Montevideo y la idea que tienes de ella, las narraciones que aprendiste de ella, como el tango?

    Pienso que tuve una necesidad de volver a la ciudad. Como dice el tango “volver con la frente marchita”, pero una necesidad literaria. Estaba muy alejada de una escritura que se sienta típicamente montevidiana, escribí La Azotea en Uruguay y todavía no me había ido a vivir fuera del país.

    Luego escribí otras cosas, mucho más cosmopolitas, que exploraban otros temas, que tenían que ver con la identidad, con la extranjería, pero no estaban esos paisajes montevideanos. Sentí una necesidad de volver literariamente a esos paisajes, pero no tiene una explicación. Tal vez mi explicación es un proceso personal que tiene que ver con la edad, con envejecer o con mi propia ciudad que se ha vuelto extranjera para mí.

    Cuando empiezo a imaginar esta ciudad apocalíptica en Mugre Rosa empiezo a ver barrios y zonas de Montevideo, pero lo curioso es que no es la Montevideo actual, que no conozco o que conozco muy mal, sino que estaba reconstruyendo en mi memoria la Montevideo de los años 80, de cuando era niña.

    Entonces me di cuenta de que era un ejercicio de la nostalgia. De hecho varios de los recuerdos que la narradora cuenta son cosas mías, yo se los presté. Hago eso mucho: construyo personajes con un montón de materiales míos, algunos mezclados con otros.

    Igual que en La Azotea, tu primera novela, en Mugre Rosa hay una sensación de claustrofobia. ¿Cómo esta idea de la ciudad se configura en ello?

    Creo que siempre sentí claustrofobia viviendo en Uruguay y me pregunto si no tiene que ver con el Uruguay en el que crecí que durante mis primeros años de vida es un país en dictadura.

    Claro que los primeros años de vida, yo no sabía ni tenía muy claro que hubiera algo raro. Jugaba como cualquier niño en la calle, iba a la escuela, pero había un ambiente opresivo y opresor en el aire, en el inconsciente colectivo porque estaba en la familia. Son cosas de las que no se hablan. En mi familia, por ejemplo, había muchos silencios. No se hablaba de política, pero me pregunto si eso no tiene que ver con otras cosas, con secretos familiares.

    El silencio en torno a cosas es algo que recuerdo como algo muy familiar y la ciudad post-dictadura es gris, supremamente triste. Había un movimiento cultural underground, era una ciudad que se venía a menos. El gobierno militar taló todos los árboles para que no se escondieran francotiradores. Siento que eso tiene que haber influido de alguna manera en la claustrofobia que me generaba porque siempre tuve una necesidad de salir al mundo; en una ciudad tan pequeña sentía que me faltaba recorrer el mundo.

    En Mugre Rosa quería radicalizar esa propuesta de encierro, ahora a partir de una amenaza completamente real que fuera arrinconando a los personajes.

    Me pregunto si esta claustrofobia tiene que ver con la figura de la madre. En Mugre Rosa la protagonista no puede hablar demasiado con su madre, está un poco hastiada, le cuesta. ¿La Patria es tal vez esa figura materna con la que el diálogo cuesta, con la que los silencios se extienden?

    En Mugre Rosa la fábrica, la procesadora nacional es como esa figura materna que alimenta, pero que a su vez es autoritaria y de la que dependes, pero a la vez odias porque es asqueroso el producto que te da.

    Yo siento que en La azotea estaba esa opresión que tiene que ver con lo político, aunque yo no estaba pensando en lo político cuando escribía. Yo no sé si la opresión la asocio con la madre o más con un estado de facto, los militares, sus armas estos recuerdos, que yo tenía de verlos en la calle con las metralletas, para mí eso tiene una asociación muy masculina.

    Finalmente, ¿cómo sientes que se lee esta novela sobre la ciudad en ruinas, sobre un posible futuro, en Uruguay?

    En Uruguay tenemos una tradición literaria que tiende a no nombrar las ciudades, son ciudades sin nombre, tiene que ver con esta literatura fundacional que construyó Santa María, que es en sí una ciudad ficticia. Todos los que escribimos en Uruguay siempre tenemos este referente de la Santa María. Al contrario que la literatura argentina donde se nombra, se nombra, se nombra.

    En Uruguay es completamente distinto y yo quería construir una ciudad ficticia,  reconocible pero ficticia. Quería proponerle a los lectores el juego de imaginar esta distopía en esta ciudad reconocible como Montevideo. En ese sentido dialoga con la tradición, pero también propone algo distinto porque la descripción de las calles y de los lugares que se mencionan son completamente reconocibles, no me inventé la ciudad, simplemente la nombré de otra manera. Esta es una distopía que podría ocurrir hoy, no es futurista. Es más una sensación de universo paralelo. 

    Esa idea de universo paralelo es algo que te han preguntado mucho porque la lectura mediática de la novela ha sido a partir de la pandemia…

    Lo que me llama tanto la atención es que rápidamente se hable de epidemia y se olvide o se haga énfasis en el tema de la catástrofe ambiental. La pandemia de alguna manera se robó el foco. Se centró más la atención en el hecho de que hay unos contagios o unos enfermos, que mueren muchos y eso asociado a la epidemia Covid, pero no se habla, como hubiese querido yo, de cómo estamos autodestruyendo nuestro hábitat. Eso me hubiese gustado más, no simplemente dejarlo como “esta es la pandemia que estamos viviendo hoy”.

    Esta es una catástrofe medioambiental, que el virus también se relaciona por cómo nos relacionamos las personas con los animales en la cría y el consumo. Está relacionado, pero me hubiera gustado hablar más de la crisis medioambiental.

    ¿Y en ese sentido, desde dónde se construye esta catástrofe para ti, en la novela?

    Todo es un gran tema, o sea todos los temas me interesan, pero escribo sobre lo que quiero llamar la atención, sobre lo que me interpela, las cosas que me preocupan, me quitan el sueño y me traen estas pesadillas. Tiene que ver con lo que me angustia cuando miro alrededor y pienso que ni siquiera va a haber futuro. Se ha clausurado la idea de futuro. No entiendo cómo los seres humanos siguen viviendo como si hubiera futuro  cuando evidentemente todo apunta a que no. Todo esto me genera una serie de emociones y yo trabajo a partir de las emociones y luego me genera la gran curiosidad de tratar de entender cómo es posible que haya una civilización entera en negación. Me intriga el ser humano como fuente inagotable de misterio.

     

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