La activista chilena Julieta Martínez habla sobre la situación de las niñas y adolescentes en América Latina y el feminismo como motor para el cambio.
La primera vez que Julieta Martínez asistió a una marcha tenía 12 años y, desde ese día, su vida dio un giro radical. Era un evento para exigir una mejor calidad de vida para las personas diabéticas —como ella— en Chile. En ese momento se empezó a replantear muchas cosas, como la idea del privilegio, aunque entonces no sabía cómo nombrarlo. Ese día, además, inició un activismo que no sospechaba que la llevaría tan lejos.
La chilena tiene 18 años y cuando tenía 15 fundó Tremendas, una organización que busca conectar a niñas y jóvenes de América Latina con causas de impacto social. A la comunidad pertenecen hoy más de 2.000 niñas en Chile. Además, tiene representación en otros 17 países de la región, entre ellos Ecuador.
Martínez es también miembro del Grupo de Trabajo Juvenil de ONU Mujeres, cofundadora de la red Latina for Climate y embajadora de World Wildlife Fund. El 23 de septiembre de 2021 fue parte del grupo de speakers de la jornada de género en el SDG Action Zone, un evento de la ONU realizado durante la semana de la Asamblea General para plantear los desafíos globales, soluciones y planes en torno a los Objetivos de Desarrollo Sostenible.
A través de una videollamada por Zoom, INDÓMITA conversó con esta joven activista feminista que, a su corta edad, es dueña de una seguridad única y es capaz de articular un discurso fluido para hablar de temas como el adultocentrismo, el feminismo y el aborto legal.
-¿Cómo es ser mujer joven en América Latina? ¿Cuáles son las principales problemáticas que enfrentan las niñas y adolescentes en la región?
Vivimos en una sociedad muy adultocéntrica. Tremendas nace de la necesidad de encontrar espacios seguros, pero también de desarrollar nuestras ideas y llevarlas a cabo en un contexto en el que tener menos de 18 años te deja totalmente inactiva en la sociedad, como si nos dijeran: «tú no tienes ni voz ni voto en los procesos de toma de decisiones». Hay millones de voces de niñas y jóvenes completamente invisibilizadas y marginalizadas. Niñas que ni siquiera tienen la oportunidad de levantar la voz por miedo a perder su vida. Ni siquiera por lo que les apasiona, sino por algo tan básico como un derecho humano, como la educación. Estamos en el siglo XXI, pero todavía existe una brecha de género gigantesca que creció aún más en la pandemia.
Cuando hablemos de igualdad de género tenemos que hablar de algo real: iniciativas, proyectos de ley, políticas públicas.
Crear espacios donde niñas y jóvenes estén en el centro y tengan la oportunidad no solo desarrollar proyectos, sino también de hacer un seguimiento: cómo se ha ido avanzando, qué herramientas necesitamos y cómo involucrar a la comunidad para que sea parte del cambio.
-Como lo indicas, las políticas públicas que tienen que ver con niñas y adolescentes suelen ser irónicamente creadas desde una visión adultocéntrica. ¿Qué consecuencias tiene dejarlas fuera de la conversación?
¿Quién entiende mejor las problemáticas que están viviendo las niñas y adolescentes que las mismas niñas y adolescentes? Se sacan adelante proyectos para la adolescencia sin preguntar a los adolescentes cómo se sienten o cómo están viviendo estas problemáticas. También es fundamental la interseccionalidad. Es totalmente distinto hablar de una niña que vive en una zona urbana a una rural, de una inmigrante, de niñas con discapacidades o de disidencias sexuales. Me duele ver que se trata de abrir espacios, pero siempre a juventudes de la misma realidad. Así, muchas problemáticas quedan invisibilizadas y no se genera un impacto real.
Hay otro tema fundamental del que está hablando ONU Mujeres: los derechos digitales. Antes de la pandemia había alrededor de 263 millones de niños que no tenían acceso a la educación y de esos, 130 millones eran niñas. De zonas rurales, que viven en contextos de pobreza, de vulnerabilidad, de machismo e incertidumbre. Un agravante es la falta de herramientas. Ahora en pandemia, si bien se habla de la nueva era digital, queda más claro que nunca la cantidad de personas que no tienen acceso a Internet y que esto es un privilegio. Hay muchos lugares donde esto se junta con otros problemas como narcotráfico y bandas organizadas, y hay niñas que tienen miedo de salir a la calle. He podido trabajar con niñas de todo el globo y me encontré en lugares, por ejemplo de África Central, donde hay niñas que caminan kilómetros y kilómetros para ir al colegio y buscan generar un sistema de radio para que aquellas que no pueden ir puedan al menos escuchar. Estas problemáticas también existen en Latinoamérica.
Nos emociona esta colaboración x la conmemoración del día de la niña con la artista Blanca Quiñónez @laoctavapoesia, de #TremendasGlobal desde El Salvador, quien nos invita a reflexionar sobre la importancia de esta fecha y el reconocimiento de las niñas como sujetos de derecho. pic.twitter.com/T0MB4HDEEF
— TremendasCL (@TremendasCL) October 11, 2021
Las niñas tienen mucho que decir y aportar. En Tremendas uno de mis roles es revisar perfiles de niñas que quieren unirse a la plataforma y a las áreas de acción. Hay niñas que quieren ser astronautas o que están interesadas en la ciencia y la tecnología, las matemáticas, las artes y la cultura. Algunas llegan con proyectos creados que generan un impacto gigante no solo a las niñas de su comunidad, sino también a mujeres adultas. La respuesta es trabajar de forma intergeneracional, interseccional y multisectorial.
-Hace poco, en un programa de la ONU, le pregunté a la Enviada del Secretario General para la Juventud cuál es la mayor problemática que enfrentan las niñas y adolescentes hoy en América Latina y respondió que el femicidio: el temor por sus cuerpos y sus vidas. Es una preocupación que quizás no habíamos conceptualizado en generaciones anteriores. ¿Cómo crees que esas percepciones van cambiando de mano del feminismo?
Hace poco tuve una de las conversaciones más delicadas que he tenido sobre feminismo en mi casa, con mi abuela de 93 años. Le compartí el libro Todos deberíamos ser feministas de Chimamanda Ngozi Adichie, uno de los que más me ha formado en el feminismo y le dije léetelo y me cuentas qué te parece. Se lo leyó ese mismo día y me dijo «esto no es nada más que la realidad, mi realidad. Solo que a nosotras no nos hablaban del tema». Me quedé pensando en eso. Pienso en su generación o en la de mis padres, que crecieron en dictadura, para quienes la idea de levantar la voz o tener un espacio para hablar de los temas que les afectaban no era una posibilidad. Y también el tema del acceso a la educación y la información… Si hoy hablar de los derechos sexuales y reproductivos, por ejemplo, sigue siendo un tema tabú, no puedo imaginarme lo que era años atrás. Las nuevas generaciones tenemos otras formas de levantar la voz, como el ciberactivismo. Creo que esta generación está muy empoderada, se moviliza y trae soluciones. Viendo la historia, en muchos movimientos la juventud siempre ha tenido un rol fundamental.
No hace mucho la mujer pudo votar por primera vez, hace poco logramos que la mujer esté representada en la Constitución (chilena). Son cambios que demuestran que las cosas pueden cambiar y mejorar. El movimiento feminista ha logrado mucho y espero que en algunos años no exista, pero porque espero que deje de ser necesario. Hoy, gracias al feminismo hablamos del femicidio, pero es importante que en la discusión no se hable de un número más.
-Antes mencionaste la palabra privilegio. ¿Qué significa esto para ti y cómo lo utilizas para no replicar patrones de opresión como los que identifica el feminismo en el patriarcado?
Cada vez que hablo de la suerte de tener acceso a la educación, de informarme, es porque sé que soy parte de un pequeño porcentaje, de una minoría dentro del sistema desigual de mi país, de Latinoamérica, de prácticamente todo el mundo. Cuando pienso en el privilegio vuelvo al inicio de mi activismo, cuando estaba empezando a expandirme de mi burbuja. Cuando tenía 12 años fui a mi primera marcha y pensaba lo fuerte que estaban sonando las cacerolas en mi oreja, estaba un poco perdida. Pero de regreso a mi casa pensaba «yo estaba ahí parada, en esa calle, con toda esa gente desconocida, con realidades e historias totalmente distintas, pero con un objetivo en común: mejorar la calidad de vida de todas las personas que están viviendo una realidad parecida y que quizás no tienen las mismas oportunidades». Fue la primera vez que me pregunté qué significa tener un privilegio. Esa marcha tenía que ver con la diabetes, mi condición, me preguntaba por qué yo tenía algunas oportunidades y muchos niños diabéticos en Chile no. Y en mi rutina empecé a ver personas que tenían las mismas oportunidades que las mías, pero que nunca demostraban interés en salir de esa zona de confort. Había algo que la Julieta de 12 años no entendía. Me pregunté, si hay personas que tenemos tantas cosas y herramientas a la mano, ¿por qué nos quedamos con ellas y no las aprovechamos? Eso fue lo que me movilizó: saber que debía utilizar esas herramientas, esos privilegios, pero no de forma asistencialista, sino para hacer cambios reales e impactar en las personas. Abrir camino para que las y los demás tengan su propia voz y que podamos trabajar por el desarrollo sustentable, sostenible y en igualdad.
-En tus redes sociales muestras una postura abierta a favor del aborto legal. ¿Por qué esta lucha es prioritaria para una mujer tan joven como tú?
Como me inicié muy pequeña en el activismo tuve exposición muy pronto y ya a los 16 años empecé a ver haters. Eso me hizo cuestionar sobre ciertos temas delicados y preguntarme si realmente debía meterme en ellos. Pero cuando empecé a informarme sobre lo que significa aborto libre, seguro y gratuito, mi vida cambió. Entré en talleres feministas donde se tocaban cifras y datos, y me di cuenta de que no solo hablamos de un proceso médico, sino de decidir.
Muchas mujeres se están muriendo por abortar clandestinamente. Eso me hizo volver a lo que significa tener un privilegio.
Y entendí que penalizar el aborto solo hace que se ponga en riesgo la vida de las mujeres y niñas que viven en vulnerabilidad extrema. Cuando empecé a exponer mi posición sobre el aborto en redes sociales comencé a recibir comentarios, como gente que me llama directamente asesina.
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Yo crecí en un colegio católico, pero me fui en el último año. En ese espacio no me enseñaron sobre sexualidad, sino sobre abstinencia. Había conversaciones como que las mujeres son más sensibles y los hombres más centrados. Pero tuve la oportunidad de meterme en el mundo del feminismo con una mirada interseccional, que me movilizó a conocer otras realidades y a darme cuenta de que mi visión no es la única.
Tuve una experiencia en el colegio con mi hermana menor, de 14 años, que finalmente me llevó a dejarlo. Fue el 8 de marzo de 2021. Ella había ido con un pañuelo verde y se lo quitaron. Le dijeron: ¿a ti te gustaría que yo estuviera afuera de tu casa con un cartel que diga ‘mátenlos a todos’? Eso me hizo clic, me di cuenta de que ese no era el lugar, de que tenía que tomar acción. Sé que no se trata solo de mí, sino de todas las mujeres, con Tremendas dejé de hablar de Julieta Martínez y empecé a hablar en plural en todo lo que hago. Esta es una lucha necesaria, basta ver lo que está pasando en Texas.
-¿Quiénes son tus referentes además de Chimamanda Ngozi Adichie?
A Chimamanda siempre la menciono porque la primera vez que escuché su charla Todos deberíamos ser feministas —que luego se convirtió en libro— me fascinó. Aunque hablaba de una realidad de las mujeres en Nigeria la puedo ver en todos lados del planeta. Otro referente es Malala (Yousafzai). La primera vez que la escuché fue en un trabajo del colegio. Nos pidieron que escuchemos uno de los discursos que dio en la Asamblea General (de la ONU) y me llamó la atención su famosa frase: «un niño, un profesor, un libro y un lápiz pueden cambiar el mundo». Gracias a Malala entendí que la educación tiene un rol fundamental. Y eso me llevó a algo con lo que trabajo ahora, la educación de las niñas como solución climática, en lo que también trabaja la Fundación Malala. Por otro lado, me di cuenta de que no tenemos una diferencia etaria muy grande. Me pregunté si yo también podría generar un impacto, me dio esperanza, pensé que yo podía convertirme, al igual que ella, en una persona no solo espectadora del cambio, sino protagonista. Y mi más grande referente es mi mamá. Aunque tenemos muchas diferencias, ella fue la que me metió en el mundo de la innovación, la que me llevó a marchar por primera vez, la que me ayudó a crear mi primer proyecto, con quien pensé el nombre de Tremendas. Mi mamá ha estado en todo.
A las mujeres nos faltan referentes, muchas niñas crecen sin referentes femeninos y por eso hay muchas áreas que están completamente masculinizadas.