En este ensayo, el académico Eduardo Muñoa nos invita a reflexionar sobre nuevas formas de pensar la masculinidad y por qué deberíamos empezar a hablar de una masculinidad contrahegemónica.
¿Qué es la masculinidad?
Cualquier intento por encontrar nuevas maneras de definir algo tan asentado en la cultura, tropieza con los escollos que suponen ideas preconcebidas, arraigos y una evolución ‘semi invisible’ del concepto.
La masculinidad, como otros tantos conceptos de la cultura, se desarrolla en una línea que tiene dos caras. En una de ellas vemos una suerte de inacción simbólica, que tiende a ver la masculinidad como un constructo de límites rígidos, que no permiten modificaciones sobre lo convenido y aceptado por una ‘mayoría’ que se atribuye el rol de generador, transmisor y conservador de la norma. En la otra cara, se produce una evolución diacrónica que flexibiliza y diversifica el concepto, proponiendo la pluralidad como verdadera identidad de lo masculino.
De este lado de la línea, se sustituye ‘masculinidad’ por ‘masculinidades’.
Sin embargo, mientras la segunda línea gana espacio, la primera se aferra a una dominancia histórica que trata, cada vez más infructuosamente, de salvaguardar a toda costa.
Corresponde, para entender este complejo entramado de relaciones, fragmentar y comprender los dos componentes esenciales del concepto masculinidad hegemónica. Propuesto por la socióloga australiana Raewyn Connell en 1995, el concepto de masculinidad hegemónica refiere a ciertas formas sociales y culturales de expresar la masculinidad como un conjunto de atributos que garantizan el dominio de los hombres definidos como esencialmente masculinos, sobre sus opuestos subordinados: mujeres y otros hombres, no portadores de los rasgos de la masculinidad ‘esencial’.
En una mirada básica entonces lo masculino es todo lo que se define en su oposición a lo femenino. Son binarios opuestos que se complementan: precisan del otro para definirse. Sin embargo, estas lógicas binarias son relativamente recientes. Tienen su punto de arranque en la Edad Media, con la absolutización del cristianismo como referencia ideológica esencial del mundo occidental y, posteriormente, racionalizadas como parte de los supuestos duales del pensamiento moderno, fruto de la Ilustración y de las grandes revoluciones iniciadas en Occidente a fines del siglo XVIII.
De este modo y, paradójicamente, la modernidad acarrea consigo una idea de masculinidad rígida y, sobre todo, normativa. Y la norma, encuentra un recurso invaluable para perpetuarse: el pecado.
Entonces, la masculinidad hegemónica no es el resultado de una evolución natural del concepto, sino de una estructura de imposiciones sociales que legitimizan desde el poder, ejercicios de violencia simbólica. En 1994, Pierre Bourdieu pone a circular el concepto de violencia simbólica para referir a relaciones sociales asimétricas, en las que un grupo de dominio ejerce la violencia —no en el plano físico— sino en el plano de la construcción de significados, sobre el grupo dominado. Esta situación hace que el grupo sometido no sea consciente de su condición de víctima de violencia y termina legitimando o aceptando como naturales las prácticas simbólicas en su contra.
Estas prácticas de violencia simbólica son, al mismo tiempo, generadores y resultantes, de la hegemonía cultural, tal como fue definida por Antonio Gramsci a inicios del siglo XX. El concepto refiere al conjunto de creencias, moral, el conocimiento aceptado y justificado como verdad y el conocimiento derivado de creencias comunes u opiniones. Incluye además valores y costumbres, que se convierten en la norma cultural aceptada y en la ideología dominante, válida y universal. De esta forma, la hegemonía cultural sustenta el orden establecido, desde los intereses de un grupo de poder.
Podríamos concluir, que la masculinidad hegemónica es el modo en que las estructuras de poder económico normalizan lo que se espera sea la masculinidad.
El hombre, hegemónicamente masculino, es heterosexual, clase media con sus aspiracionales y, por supuesto, participante activo de las estructuras de producción, circulación y capitalización de bienes materiales y de consumo. Pareciera que es un orden destinado a no cambiar, pero está cambiando.
Los últimos tiempos han hecho visibles otras formas de la masculinidad que son definidas mediante una variedad de adjetivos, entre los que se incluyen: nuevas, emergentes o alternativas. Lo cierto es que, independientemente del modo en que se les llame, se trata esencialmente de masculinidades contrahegemónicas.
Lo contrahegemónico es el signo de estos tiempos. Lo interesante es el modo en que estas nuevas formas abren el espectro de posibilidades a nuevas formas de vivir la masculinidad.
Van apareciendo nuevas prácticas culturales asociadas a nuevas formas de ser hombre y, con ellas, se redefinen los componentes simbólicos de la masculinidad. La paternidad afectiva gana terreno por encima de la paternidad autoritaria y restrictiva. La preocupación por el cuidado personal deja de ser patrimonio de ‘lo femenino’. El nuevo hombre no teme estar en contacto con sus emociones y expresa sus sentimientos libremente, se pone en contacto con su lado femenino y lo potencia.
La masculinidad contrahegemónica propone un conjunto de identidades diversas, dialogantes, que se apropian de nuevos espacios socioculturales. La diversidad va ganando y las masculinidades plurales ya se perciben como la apuesta ganadora.