Esta es la historia de una feminista que deseaba ser mamá y hoy, en el Día de la Madre y después de dos abortos naturales, cuenta cómo cumplió su deseo de maternidad en un proceso marcado por el dolor, la sanación y el aprendizaje.
MARÍA CRISTINA PEÑAHERRERA ROMÁN
Hoy se cumplen 14 semanas desde que me convertí en madre. Hoy se celebra mi primer Día de la Madre y escribo estas palabras con paz y alegría; pero llegar a este momento ha sido maravillosamente caótico.
Maravilloso, porque mi maternidad siempre fue anhelada. Caótico, porque viví momentos muy dolorosos en el camino.
En el proceso hacia finalmente convertirme en mamá, viví dos abortos por causas naturales, de bebés deseados. Siendo feminista, reconozco que lo hice desde una situación privilegiada y acompañada, pero al mismo tiempo puedo decir que mi camino a la maternidad estuvo marcado por el dolor y la discriminación laboral.
El 28 de abril 2021, la Corte Constitucional del Ecuador falló a favor de la despenalización del aborto en casos de violación. Soy feminista, activista desde los 19 años y lo seguiré siendo. Así, desde mis posiciones políticas y personales, esto me hizo muy feliz: significó un avance hacia una ley que proteja y repare la situación que viven muchas niñas, adolescentes y mujeres en Ecuador.
Ese mismo año, dos meses después, tuve mi primer embarazo fallido. Esto implicó entrar al quirófano para que me practiquen un aborto, uno que yo no quería: yo deseaba dar a luz a esx bebé, por lo que el dolor físico y emocional fue brutal.
Sentí una variedad de emociones. Tristeza, ansiedad, culpa, vergüenza, ira y confusión; y todos esos sentimientos me han acompañado cada día en este camino. Llegué a experimentar síntomas de estrés postraumático como flashbacks, pesadillas, y largas noches de insomnio.
Sin embargo, en ese momento, 40 minutos después de haber sido sometida al traumático proceso de tener un aborto de un embarazo deseado, decidí conectarme a una reunión de trabajo. Lo hice desde la sala de recuperación y con ayuda de mi doctora, porque tenía miedo de perder una consultoría en una empresa que se especializa en temas sociales con la que apenas llevaba un mes trabajando. Les conté lo que estaba pasando y, dos días después, me dijeron que debía tomarme tiempo para sanar y que me concentre en ello, que ya no requerían mis servicios profesionales.
Estaba en shock. Era yo quien debía escoger cómo sanar mi dolor. Además, eso era parte fundamental para mi sanación: trabajar en ese proyecto me tenía muy motivada y necesitaba ese sustento económico.
Pero ellos decidieron por mí, por haber perdido un embarazo. Un sistema patriarcal.
Además, mi postura a favor de decidir, que siempre ha sido pública, tuvo implicaciones. Empecé a recibir comentarios de personas que no me conocen, pero también de personas muy cercanas a mí y hasta de mi círculo familiar, que me causaron demasiado dolor. “Pero tú eres feminista y estás a favor del aborto…”. “Espero que con lo que acabas de vivir sea un despertar de tus ideas a favor del aborto”. “Dios castiga a las personas que van en contra de su voluntad”. “Piensa bien qué haces público y qué no.”
Suficiente dolor sentía como para cargar con el sentir de personas ajenas a mí. Esto lo puedo decir ahora, que lo entiendo con mayor claridad, pero entonces simplemente me tragué mis sentimientos e intenté seguir.
Aprendí a vivir con un diagnóstico de depresión y ansiedad crónica desde los catorce años. 19 años después de ese primer diagnóstico, agradezco haber recibido la ayuda adecuada. Según la Organización Mundial de la Salud, 350 millones de personas en el mundo sufren de depresión. En América Latina y el Caribe, la sufre el 5% de la población adulta, pero seis de cada diez no reciben tratamiento.
La segunda vez
15 de enero de 2022.
—“¿A qué quirófano llevo a la paciente Peñaherrera Román?”, preguntó el enfermero que empujaba la camilla que me trasladó de emergencias al quirófano.
—“A la sala de maternidad”, le respondió la enfermera mientras me veía fijamente.
No era mi primera vez en esa situación, pero esta vez estaba más consciente —más presente— y al escuchar la respuesta de la enfermera, se me rompió el corazón.
Entré al quirófano, y con un pequeño esfuerzo me ubiqué en la camilla donde me iban a realizar el procedimiento. Me quedé mirando fijamente a la cuna/incubadora al lado mío. Se me salieron las lágrimas; la anestesista y mi doctora trataron de confortarme: “tranquila Cris, no te va a doler, ya conoces el procedimiento, no vas a sentir nada.”
Sonreí y les dije que estaba bien y lista para empezar. Mis lágrimas no eran por dolor físico: sentí un dolor inexplicable al ver la incubadora, que me recordaba que ahí no iba estar mi bebé. Para esa fecha, ya eran dos embarazos fallidos en menos de un año. Esos bebés que tanto anhelaba.
Esta vez, en la sala de recuperación, solo me permití sentir y dejar que las lágrimas salgan de mi cuerpo. Mi estadía en esa sala fría se sintió eterna.
Finalmente, subí a la habitación, tuve que dormir esa noche en el hospital porque no fue posible culminar el aborto, este tenía que ser terminado con medicamentos. Me acompañó mi hermana y siento que no pude haber escogido mejor acompañante, ella estuvo conmigo, me mimó, me dejó llorar, sentir. Salí del hospital después de 36 horas con tratamiento farmacológico para completar la expulsión de restos en casa.
Esta vez no quise contar en el trabajo lo que acababa de vivir, tenía miedo a las represalias. Para esas fechas estábamos atravesando la ola de la variante ómicron del Covid-19 en Ecuador, por lo que mi plan era inventarme otra historia y decir que estaba contagiada de la enfermedad, tenía mucho miedo y, sinceramente, incluso vergüenza.
Vivir el proceso de dos abortos desde una situación privilegiada —porque desde el primer día tuve acceso a una prueba de embarazo, a controles, ecografías, exámenes físicos y de laboratorio, todos los procedimientos se realizaron en un hospital privado y siempre estuve acompañada de mi esposo, quien desde su propia trinchera vivió este proceso— significó un alivio.
Pero conozco la realidad de Ecuador, y me duele saber que diariamente mueren niñas, adolescentes y mujeres por haber nacido en un país en donde el estado nos ha fallado y sigue fallando.
Según el Consorcio Latinoamericano contra el aborto inseguro (Clacai), “un aborto espontáneo (también conocido como pérdida) es cuando un embrión o feto muere antes de la semana 20 de embarazo. El aborto espontáneo usualmente ocurre temprano en el embarazo. Aproximadamente 8 de cada 10 abortos espontáneos suceden durante los primeros tres meses”. Sin embargo, en esta descripción no se cuantifica el peso, la soledad, la culpa y el dolor físico que conlleva esta experiencia.
Esta segunda vez, mi depresión y ansiedad eran más fuertes que yo, funcionaba en modo zombie, cumplía con mis responsabilidades, pero cargaba con un dolor muy grande. Por recomendación de mi mamá y una de mis mejores amigas, conocí a un excelente médico, con un gran corazón y una enorme empatía, que me dio esperanza y me acompañó durante más de un año en mi camino hacia la maternidad.
Era junio de 2022 y el país estaba atravesando una conmoción sociopolítica, estábamos viviendo un Paro Nacional. En medio de esos días de angustia, tuve la sospecha de estar embarazada. Cuando llegó la prueba, recuerdo que le dije a mi esposo que se la hiciera él, que yo no quería; y él, muy paciente y riéndose, me dijo que él no podía, pero que tenía un buen presentimiento.
La prueba dio positiva, pero no queríamos ilusionarnos hasta confirmar que no se trataba de un falso positivo o de otro embarazo fallido. Vivo en Quito y era imposible salir de las casas durante esos once días de Paro Nacional, incluso volvimos al teletrabajo en ese período. Así, tuvimos que esperar dos semanas antes de ir al médico y confirmar la viabilidad del embarazo.
Escuchamos el latido de su corazón por primera vez el 4 de julio de 2022, y desde ahí mi embarazo progresó tranquilamente hasta el cuarto mes, cuando fui diagnosticada con depresión perinatal. Ahora entiendo que esto tuvo que ver con el síndrome de estrés postraumático y un historial de depresión y ansiedad mal tratada.
Acepté ayuda farmacológica, con miedo de hacerle daño a mi bebé, pero confiando en los profesionales. Saqué fuerzas y llegué al octavo mes. Faltaba un mes para conocer a Gonzalo Sebastián.
Faltando cuatro días para terminar 2022, y con ocho meses de embarazo, recibí la llamada del gerente de Recursos Humanos de la empresa en la que laboraba, quien me notificó verbalmente mi despido. No podía creerlo. No solo había trabajado ahí por casi tres años, sino que además fui cofundadora del medio digital feminista Manifiesta Media Ecuador.
Me costó procesar una decisión tan inhumana. Despidieron a una mujer embarazada, algo que además de ser ilegal es inexplicable e incoherente con los valores feministas.
Me sentía sin norte. Acudí a mi mamá quien me confortó con su amor de madre y me dijo que si bien era un atropello a mis derechos, lo más importante en ese momento era estar tranquila por mi bienestar y el de mi bebé.
El 29 de enero de 2023, el día más feliz de mi vida, me convertí en madre. Y me atrevo a decir que también renací.
Ese domingo de enero no era el día que Gonzalo Sebastián tenía que llegar al mundo, se adelantó un mes. Tuve que someterme a una cesárea de emergencia y mi bebé pasó 12 horas en cuidados intermedios.
Hoy escribo estas palabras con paz y alegría, me celebro por todo lo que aprendí, maduré y sané en estos tres años. Hoy abrazo más que nunca a mi madre y a mi abuela porque vivo la responsabilidad y ese amor único que puede con todo.
Hoy tengo presente más que nunca a todas las mujeres en Ecuador que no pueden ser madres, las que han sido madres a la fuerza, las que son víctimas de un sistema que todos los días nos sigue fallando. Hoy, en mi primer Día de la Madre, me atrevo a compartir mi historia porque creo fielmente que debemos tocar estos temas en la esfera pública para lograr un cambio para todas, todxs y todos.
La idea de este texto se concibió durante el taller Cuerpos que cuentan, realizado por Indómita Media, Revista Late y La Barra Espaciadora en Quito, en 2022. Hoy, por fin ha visto la luz.