Maternidades otras, hacia una crítica a los mandatos

Es indispensable implosionar el modelo de la “madre santa”, así como la idea de que la maternidad se trata de una experiencia homogénea, absolutamente plácida y armónica. La creación de otras maternidades es posible y deviene urgente.

YBELICE BRICEÑO LINARES

Pocos mandatos están tan férreamente instalados en nuestra sociedad como el de la maternidad. Resistirse a ella implica para las mujeres condenarse a ser tratadas como parias. Habitarla de maneras críticas o disidentes es exponerse a todo tipo de señalamientos y sanciones sociales. A su vez, pocas decisiones marcan tanto la experiencia humana como la de maternar.

Es difícil encontrar momentos de la vida tan complejos, ambivalentes y demandantes como los primeros años de crianza de lxs hijxs, y sin embargo, jamás se habla ni se debate sobre estos asuntos con franqueza y profundidad. La vivencia de la maternidad, sus temores, sus dificultades, las emociones encontradas que supone, las exigencias sociales que pesan sobre ella, son un gran tabú en nuestra sociedad.


En este texto me propongo recorrer algunos de los mandatos y tópicos que circulan en torno a esta experiencia. Me planteo revisar las normas sociales que pesan sobre ella, pero también esbozar caminos posibles para avanzar hacia maternidades más libres y plenas, enfatizando el trabajo en el plano de lo simbólico, que es el campo en el que se inscribe la producción artística.

Realización, abnegación y culpa

Cuando a mis 30 años de edad decidí ser madre muchas cosas cambiaron en mi vida, y entre ellas, la manera en que era valorada socialmente. Las secretarias de la oficina donde trabajaba, por ejemplo, comenzaron a tratarme de otro modo, como expresando un cierto alivio (¡por fin!), como si hubiera cambiado de estatus.

Inicialmente no entendía a qué obedecía el cambio, hasta que logré atar cabos y verlo con claridad. Ante sus ojos, y los de buena parte de la sociedad, ya era una ‘mujer completa’. Esto me salvaba de ser vista como una persona frustrada, no realizada o como una solterona –calificativos que no se aplican del mismo modo en el caso de los hombres, porque estos tienen otros campos de realización personal, como la política, lo profesional, lo económico, lo académico, en suma, lo público–.

Esta percepción se deriva de una matriz de pensamiento patriarcal que establece como función primordial de la mujer el ejercicio de la maternidad. Este es uno de los pilares en los que se sostiene nuestra cultura, de allí la resistencia y la virulencia de las reacciones cuando se pone en duda, cuando se defiende el derecho al aborto, o cuando una mujer que no ha tenido hijxs opta libremente por la esterilización.

Desde mi experiencia puedo decir que las primeras semanas de la crianza son de los momentos más difíciles que una mamá primeriza puede vivir. El trauma posterior al parto -bien sea natural o por cesárea–, las molestias en los senos antes o después de amamantar, las pocas horas de sueño, el temor a la muerte súbita del bebé, los cólicos, los cuidados de la dieta, las demandas que aún no sabes descifrar, y el sinfín de situaciones que van apareciendo cada día te hacen vivir en una tensión permanente, bastante alejada del estado de armonía y de placidez emocional que nos cuentan las narrativas sobre la maternidad.

Estas situaciones se complejizan, obviamente, dependiendo de las condiciones económicas y sociales de la madre. Por ejemplo, tener un empleo estable y disfrutar de permiso posnatal garantiza unas condiciones muy diferentes a estar desempleada o con un trabajo precario a la hora de maternar. Pero también se hacen más difíciles cuando no existen redes de ayuda que acompañen en este momento.

Personalmente, al poco tiempo de haber pasado por esta experiencia, intenté conversarlo con mujeres que atravesaban situaciones similares, pero me sorprendió la gran resistencia que tenían a hablarlo con sinceridad. Nomás comenzaban a confesar algunas de las dificultades que habían vivido y algo ocurría que las hacía detenerse. Luego, daban por cerrado el tema con un «mi hijo es lo mejor que me ha pasado», como para convencerme (o convencerse a sí mismas) de borrar imaginariamente las dificultades y la angustia que habían expresado con anterioridad.

En la sociedad en que vivimos la idea de que la maternidad es un momento feliz, de realización total y de amor absoluto tiene un peso tan fuerte como para siquiera permitirnos reconocer que hemos sentido miedo, agotamiento, rabia o agobio en nuestra experiencia. No nos es posible hablar de todas esas situaciones en las que nuestros hijes no nos inspiraron amor, sino indiferencia o rechazo; de los momentos de cansancio o desesperación en los que quisimos ‘tirar la toalla’, ni de la frustración que nos causó no poder hacerlo. Tampoco de los momentos de tedio o sinsabor que sentimos al ver pasar las horas en un parque o al lado de una cuna. De eso no se habla, es el mandato general.

No nos es posible hablar de todas esas situaciones en las que nuestros hijes no nos inspiraron amor, sino indiferencia o rechazo; de los momentos de cansancio o desesperación en los que quisimos «tirar la toalla»

Pero no solo esos son asuntos tabúes. Tampoco se habla del placer sensual de la lactancia, ni de la sexualidad durante el embarazo. Las mujeres, al parecer, perdemos nuestra condición de seres sexuados en el momento en el que nos embarazamos. Pareciera que maternidad y crianza van asociadas a una idea de pureza que no encaja con la búsqueda de placer, que es percibido como algo sucio. A pesar de que en muchos casos, durante el embarazo el deseo puede verse potenciado, para muchxs tener sexo en ese momento es algo inconcebible. La imagen de ‘la madre santa’ sigue estando presente en nuestro imaginario, al punto de que cuando una madre soltera o separada entra en una nueva relación es reprobada moralmente, e incluso «desautorizada» por sus familiares o hijxs mayores.

Estas construcciones están articuladas a la culpa cristiana, fuertemente arraigada en nuestro entorno a pesar de vivir en sociedades supuestamente laicas. Cualquier acción que nos «desvíe» de la función principal como madres, de la entrega absoluta y del sacrificio por la familia no solo es sancionada socialmente, sino que supone conflictos internos muy complejos. La simple búsqueda de momentos de placer, el disfrute de espacios propios y la realización de proyectos autónomos nos supone un conjunto de tensiones y emociones contrapuestas que son difíciles de identificar y de desmontar. Sacarse de encima la idea de que estamos siendo egoístas cuando no nos anulamos por nuestros hijxs requiere de un esfuerzo reflexivo muy grande. La culpa cristiana atraviesa nuestras subjetividades, incluso en los casos de personas no creyentes. Por todo esto resulta vital deconstruir ese imaginario que anula el deseo y la autonomía de las personas gestantes.

Para poder avanzar hacia el asentamiento de otras maternidades es indispensable construir y fortalecer comunidades de apoyo y de cuidado. Es importante crear nuevos modelos de paternidad que cuestionen la idea del padre proveedor que está ausente afectivamente en la vida de sus hijxs, pero también es urgente la creación de referentes de maternidades distintas.

Es indispensable implosionar ese modelo de la madre abnegada y sacrificada, así como también la idea de que la maternidad se trata de una experiencia homogénea, absolutamente plácida y armónica. Es necesario nombrar las experiencias diversas y ambivalentes de maternar, ponerle palabras a la madeja de situaciones y emociones que supone la crianza de los hijxs. Es urgente elaborar –simbólicamente– momentos liminales de la vida como el parto (con la sensación del dolor extremo que supone), o como la depresión durante el puerperio; hablarlo con franqueza en espacios de confianza.

Esta es una invitación a quienes trabajamos en el campo del discurso, del arte y de las representaciones; un llamado a hablar y a crear relatos sobre este momento de la vida desde los distintos lugares de enunciación que ocupamos, con los distintos tonos, conflictos, tensiones que supone; a construir, narrar y habilitar la posibilidad de otras maternidades. Hay que comenzar a desmantelar ese pesado imaginario que aplana la experiencia de maternar. Merecemos vivir, sentir y hablar de lo que nos afecta de manera más franca, sin culpa ni constreñimientos.

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    YBELICE BRICEÑO LINARES

    Pocos mandatos están tan férreamente instalados en nuestra sociedad como el de la maternidad. Resistirse a ella implica para las mujeres condenarse a ser tratadas como parias. Habitarla de maneras críticas o disidentes es exponerse a todo tipo de señalamientos y sanciones sociales. A su vez, pocas decisiones marcan tanto la experiencia humana como la de maternar.

    Es difícil encontrar momentos de la vida tan complejos, ambivalentes y demandantes como los primeros años de crianza de lxs hijxs, y sin embargo, jamás se habla ni se debate sobre estos asuntos con franqueza y profundidad. La vivencia de la maternidad, sus temores, sus dificultades, las emociones encontradas que supone, las exigencias sociales que pesan sobre ella, son un gran tabú en nuestra sociedad.


    En este texto me propongo recorrer algunos de los mandatos y tópicos que circulan en torno a esta experiencia. Me planteo revisar las normas sociales que pesan sobre ella, pero también esbozar caminos posibles para avanzar hacia maternidades más libres y plenas, enfatizando el trabajo en el plano de lo simbólico, que es el campo en el que se inscribe la producción artística.

    Realización, abnegación y culpa

    Cuando a mis 30 años de edad decidí ser madre muchas cosas cambiaron en mi vida, y entre ellas, la manera en que era valorada socialmente. Las secretarias de la oficina donde trabajaba, por ejemplo, comenzaron a tratarme de otro modo, como expresando un cierto alivio (¡por fin!), como si hubiera cambiado de estatus.

    Inicialmente no entendía a qué obedecía el cambio, hasta que logré atar cabos y verlo con claridad. Ante sus ojos, y los de buena parte de la sociedad, ya era una ‘mujer completa’. Esto me salvaba de ser vista como una persona frustrada, no realizada o como una solterona –calificativos que no se aplican del mismo modo en el caso de los hombres, porque estos tienen otros campos de realización personal, como la política, lo profesional, lo económico, lo académico, en suma, lo público–.

    Esta percepción se deriva de una matriz de pensamiento patriarcal que establece como función primordial de la mujer el ejercicio de la maternidad. Este es uno de los pilares en los que se sostiene nuestra cultura, de allí la resistencia y la virulencia de las reacciones cuando se pone en duda, cuando se defiende el derecho al aborto, o cuando una mujer que no ha tenido hijxs opta libremente por la esterilización.

    Desde mi experiencia puedo decir que las primeras semanas de la crianza son de los momentos más difíciles que una mamá primeriza puede vivir. El trauma posterior al parto -bien sea natural o por cesárea–, las molestias en los senos antes o después de amamantar, las pocas horas de sueño, el temor a la muerte súbita del bebé, los cólicos, los cuidados de la dieta, las demandas que aún no sabes descifrar, y el sinfín de situaciones que van apareciendo cada día te hacen vivir en una tensión permanente, bastante alejada del estado de armonía y de placidez emocional que nos cuentan las narrativas sobre la maternidad.

    Estas situaciones se complejizan, obviamente, dependiendo de las condiciones económicas y sociales de la madre. Por ejemplo, tener un empleo estable y disfrutar de permiso posnatal garantiza unas condiciones muy diferentes a estar desempleada o con un trabajo precario a la hora de maternar. Pero también se hacen más difíciles cuando no existen redes de ayuda que acompañen en este momento.

    Personalmente, al poco tiempo de haber pasado por esta experiencia, intenté conversarlo con mujeres que atravesaban situaciones similares, pero me sorprendió la gran resistencia que tenían a hablarlo con sinceridad. Nomás comenzaban a confesar algunas de las dificultades que habían vivido y algo ocurría que las hacía detenerse. Luego, daban por cerrado el tema con un «mi hijo es lo mejor que me ha pasado», como para convencerme (o convencerse a sí mismas) de borrar imaginariamente las dificultades y la angustia que habían expresado con anterioridad.

    En la sociedad en que vivimos la idea de que la maternidad es un momento feliz, de realización total y de amor absoluto tiene un peso tan fuerte como para siquiera permitirnos reconocer que hemos sentido miedo, agotamiento, rabia o agobio en nuestra experiencia. No nos es posible hablar de todas esas situaciones en las que nuestros hijes no nos inspiraron amor, sino indiferencia o rechazo; de los momentos de cansancio o desesperación en los que quisimos ‘tirar la toalla’, ni de la frustración que nos causó no poder hacerlo. Tampoco de los momentos de tedio o sinsabor que sentimos al ver pasar las horas en un parque o al lado de una cuna. De eso no se habla, es el mandato general.

    No nos es posible hablar de todas esas situaciones en las que nuestros hijes no nos inspiraron amor, sino indiferencia o rechazo; de los momentos de cansancio o desesperación en los que quisimos «tirar la toalla»

    Pero no solo esos son asuntos tabúes. Tampoco se habla del placer sensual de la lactancia, ni de la sexualidad durante el embarazo. Las mujeres, al parecer, perdemos nuestra condición de seres sexuados en el momento en el que nos embarazamos. Pareciera que maternidad y crianza van asociadas a una idea de pureza que no encaja con la búsqueda de placer, que es percibido como algo sucio. A pesar de que en muchos casos, durante el embarazo el deseo puede verse potenciado, para muchxs tener sexo en ese momento es algo inconcebible. La imagen de ‘la madre santa’ sigue estando presente en nuestro imaginario, al punto de que cuando una madre soltera o separada entra en una nueva relación es reprobada moralmente, e incluso «desautorizada» por sus familiares o hijxs mayores.

    Estas construcciones están articuladas a la culpa cristiana, fuertemente arraigada en nuestro entorno a pesar de vivir en sociedades supuestamente laicas. Cualquier acción que nos «desvíe» de la función principal como madres, de la entrega absoluta y del sacrificio por la familia no solo es sancionada socialmente, sino que supone conflictos internos muy complejos. La simple búsqueda de momentos de placer, el disfrute de espacios propios y la realización de proyectos autónomos nos supone un conjunto de tensiones y emociones contrapuestas que son difíciles de identificar y de desmontar. Sacarse de encima la idea de que estamos siendo egoístas cuando no nos anulamos por nuestros hijxs requiere de un esfuerzo reflexivo muy grande. La culpa cristiana atraviesa nuestras subjetividades, incluso en los casos de personas no creyentes. Por todo esto resulta vital deconstruir ese imaginario que anula el deseo y la autonomía de las personas gestantes.

    Para poder avanzar hacia el asentamiento de otras maternidades es indispensable construir y fortalecer comunidades de apoyo y de cuidado. Es importante crear nuevos modelos de paternidad que cuestionen la idea del padre proveedor que está ausente afectivamente en la vida de sus hijxs, pero también es urgente la creación de referentes de maternidades distintas.

    Es indispensable implosionar ese modelo de la madre abnegada y sacrificada, así como también la idea de que la maternidad se trata de una experiencia homogénea, absolutamente plácida y armónica. Es necesario nombrar las experiencias diversas y ambivalentes de maternar, ponerle palabras a la madeja de situaciones y emociones que supone la crianza de los hijxs. Es urgente elaborar –simbólicamente– momentos liminales de la vida como el parto (con la sensación del dolor extremo que supone), o como la depresión durante el puerperio; hablarlo con franqueza en espacios de confianza.

    Esta es una invitación a quienes trabajamos en el campo del discurso, del arte y de las representaciones; un llamado a hablar y a crear relatos sobre este momento de la vida desde los distintos lugares de enunciación que ocupamos, con los distintos tonos, conflictos, tensiones que supone; a construir, narrar y habilitar la posibilidad de otras maternidades. Hay que comenzar a desmantelar ese pesado imaginario que aplana la experiencia de maternar. Merecemos vivir, sentir y hablar de lo que nos afecta de manera más franca, sin culpa ni constreñimientos.

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