Después de una larga gira por Europa, Argentina, Colombia y México, la escritora guayaquileña presenta, finalmente, Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, su última novela, en Guayaquil. Esta historia surge de imaginar la consolidación de un futuro violento que hoy se siente presente.
Hace tres años que Mónica Ojeda no vuelve a Guayaquil, la ciudad en la que nació y donde vive toda su familia. Durante ese tiempo terminó de escribir y de imaginar Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, una novela en la que sus protagonistas, Nicole y Noa, huyen de la ciudad por unos cuantos días, para imaginar aquello que la violencia que viven les impide: un futuro posible.
“Nicole y Noa dejan Guayaquil para viajar a la quinta edición del Festival Ruido Solar, un encuentro de artistas sonoros que invitaba a poetas, músicos, bailarines, melómanos, pintores, performers y gente que decía hacerlo todo aunque, en realidad, apenas lo intentaran”, dice la novela en sus primeras páginas.
Las protagonistas dicen que se van “porque el aire pesa, las aves mueren y los mangles tienen un color enfermo”. En Guayaquil, la ciudad de origen de las protagonistas, la misma de la autora, los barrios están tomados por la violencia del narcotráfico, en la ficción y en la no-ficción.
Sin embargo, las protagonistas no solo huyen de la ciudad y la posibilidad de desconectarse de las distintas formas de violencia que se gestan, también se aventuran hacia otro tipo de riesgos y dolores permeados por lo irracional, por búsquedas descabelladas que intentan construir sentidos múltiples ante la ausencia de respuestas y de caminos.
En Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, Ojeda trabaja cómo el miedo tiene una geografía y cómo esa violencia se radicaliza a través de las armas, especialmente, para ciertos cuerpos. Hice esta entrevista a inicios de este año, pero como la novela que nos presenta la escritora, hoy se siente como la consolidación de un hecho que se pensó a futuro.
¿Podríamos decir que Chamanes eléctricos en la fiesta del sol resuena con aquello que has definido como el gótico andino? ¿Cómo se configura este género?
Esta no es una novela que tenga tanta influencia del género de terror como sí ha sucedido en algunos de mis trabajos. Tampoco me atrevo a decir que el género de terror y el género gótico han estado presente en todos mis trabajos. Cuando escribí Las Voladoras tenía ganas de trabajar con una mixtura entre el terror y el género fantástico. Eso bebía de la cultura, la geografía y la historicidad andina, pero a un nivel simbólico y metafórico.
Esta novela (Chamanes eléctricos en la fiesta del sol) está situada en los Andes, pero empieza con unas chicas de Guayaquil que suben a la Sierra, a un festival de música experimental en las faldas del Chimborazo. Las montañas y los volcanes son un escenario, no solamente físico, sino espiritual, metafórico y mitológico de todo lo que sucede en la novela. No está el género de terror como centro, de hecho para mí es una novela que en realidad no da miedo. Es una novela donde los personajes están asustados, sí, pero por la fragilidad, por no poder imaginar un futuro. Son personajes jóvenes que están en Ecuador en un contexto unos diez años (más o menos) por delante del tiempo en el que estamos; y aunque lo pienso como futuro, en realidad se describe el contexto que ya estamos viviendo en Ecuador: un narcoestado.
¿Cómo el ascenso de Noa y Nicole, de la Costa a la Sierra, termina afectando sus cuerpos y todo lo que sienten?
Creo que, al final, la novela es justamente ese viaje, con todo lo que implica en un plano simbólico. La montaña siempre es el ascenso, pero es a la vez un trozo de tierra que se levanta para tratar de tocar el cielo; nunca deja de ser tierra, nunca deja de ser suelo, pero es como si quisiera tocar lo etéreo, o lo celeste, y desapegarse de la planicie de abajo. Estas chicas están tratando de ser jóvenes en un país que no les deja ser jóvenes, porque para ser joven tienes que tener un futuro. El centro de la juventud es tener futuro por delante, si no lo tienes ya no eres joven, da igual la edad que tengas. En Ecuador le están quitando la juventud a la gente, le están quitando la posibilidad de imaginar un futuro.
El ascenso de la Costa a la montaña es la posibilidad de conectarse con el arte para las protagonistas…
Hay una especie de rebelión (o de revuelta) en el cuerpo de estas jóvenes que están tratando de bailar, de escuchar música, de escribir, de entregarse al arte en cualquiera de sus facetas, en medio de la mutilación del futuro. Es como si estos cuerpos, que están tratando de relacionarse con el arte, estuviesen tratando de encontrar la posibilidad de imaginar una tierra donde el futuro sea posible. Ese es el espíritu de la novela.
Para mí es importante que los personajes salgan de Guayaquil y vayan hacia ese territorio, porque no se van a cualquier lugar andino, no se van a otra ciudad, se van a las faldas de un volcán donde se está creando otra espacialidad, un universo alternativo que se monta y se desmonta, que no permanece, que es evanescente. Es la fiesta en medio de la muerte. Que salgan de la costa es fundamental, porque la situación en la que estamos actualmente afecta principalmente a los territorios costeros, que están muy cerca del mar y de las salidas portuarias. Esos son justamente los que están más azotados por la violencia.
Hay una geografía de la violencia muy clara. En nuestro país ahora mismo es verdad que la violencia está en muchos sitios: en la Amazonía, en la zona andina, pero especialmente se está geolocalizando en los lugares con acceso a cuerpos de agua, en los espacios marítimos; y, luego, también, en la selva amazónica con las mineras que están ahora aliadas con el narco, pero eso es otra historia…
Las mujeres-niñas de Mandíbula (2018) están marcadas por la irreverencia. Son personajes a los que no les importa nada, pero acá hay otro tipo de miedo y otro tipo de irreverencia, tal vez porque a pesar de que las protagonistas vienen de una ciudad peligrosa, no temen resolver desde lo mítico aquello que buscan en la montaña, como el encuentro de Noa con su padre. ¿De dónde viene el miedo de los personajes de Chamanes eléctricos en la fiesta del sol?
No existe nadie que no pueda hablar del miedo. El miedo es masivo, es humano, pero es verdad que según la geografía tienes una experiencia del miedo totalmente distinta. No es lo mismo cuando los finlandeses hablan del miedo que cuando lo hacen los españoles. Yo, que vivo en España, no siento el mismo miedo que sienten los españoles siendo migrante ecuatoriana; pero tampoco es el mismo miedo que siente una persona que vive en Esmeraldas, o el de alguien que vive en Guayaquil o en Quito. El miedo es una experiencia de la carne. Es eso lo que se termina palabrando, la experiencia del cuerpo. El miedo es geográfico, es territorial, es algo histórico, está atravesado por la historia de los pueblos.
Sí que creo que el miedo viene siempre de cuerpos fragilizados. Digo fragilizados, no frágiles, no necesariamente porque seamos endebles —no es lo mismo ser endeble que ser frágil—. No somos frágiles en el sentido de que cualquier cosa te pueda tumbar, sino porque las situaciones nos fragilizan, nos ponen en un lugar de desamparo. Entonces hay cuerpos históricamente fragilizados, ya sea por la raza, por la geografía, por el lugar de donde vienen, por el sexo, género, la elección de su identidad. Los cuerpos fragilizados tienen un contacto con el miedo muy vivo.
Un miedo que a veces se intenta borrar desde un Otro que tiene un lugar de poder…
Sí, que se trata como si no existiese, pero a mí también me parece que es valioso decir que, aunque vemos el miedo como una experiencia negativa, también es gestador de la revuelta —y ya no estoy hablando solamente de la revuelta social, masiva, estoy hablando de la revuelta del cuerpo—. El miedo es capaz de conectarte con esa fragilidad bella y terrible que es la de estar vivo, y te permite, por lo tanto, empatizar con otros cuerpos fragilizados. Por eso los fuertes no son tiernos. En realidad, la ternura siempre está ligada a la fragilidad, a la evanescencia, al hecho de que podemos morirnos mañana. La ternura está ligada a lo momentáneo, tú no sientes ternura por lo fuerte ni por lo eterno. En ese sentido, el miedo tiene un potencial de rebelión.
Los personajes de esta novela son cuerpos fragilizados, aunque cada uno reacciona a esa fragilización de una manera distinta. Hay algunos que la abrazan y se sienten fuertes a través de ella. Hay otros que están atemorizados y están temblando, pero todos, de alguna manera, están tratando de escribir el cuerpo en una geografía que está herida y dañada; y aún así, pese a la herida y al daño, están tratando de imaginar una posibilidad de existencia.
En cuanto a lo que está pasando en Ecuador, ¿qué tan lejano está ese futuro que pensaste para esta novela distópica y que se siente tan presente?
Yo empecé a escribir esta novela a finales de 2018. Llevaba un año viviendo en Madrid y las cosas no estaban como ahora. Aunque yo migré por la violencia, todo era muy distinto, todavía se hablaba del narco con distancia, por ejemplo. Comencé a escribir sin pensar siquiera que la novela tendría el giro que tuvo en la realidad. Quería hablar de la violencia de mi territorio, de Guayaquil.
He vivido todo el cambio en Ecuador desde la distancia y desde la cercanía con mi familia, que vive en Guayaquil. Yo no tengo a ningún familiar viviendo en España. Toda mi familia está en Ecuador, entonces mi cabeza, mi cuerpo, toda mi atención están puestas allá, pese a que vivo acá, lo cual hace que esté un poco disociada mental y físicamente, pero así es la vida de la migración. Entonces cuando estaba escribiendo la novela el contexto cambió y eso empezó a colarse en la escritura, como todo lo que vivo.
En 2022 asesinaron a Jaime Villagómez, uno de los mejores amigos de mi hermana de toda la vida. Para ella fue un golpe muy fuerte. Cuando escribía hablaba con mi hermana mientras ella lloraba. Mi madre me llamaba y también lloraba. El panorama comenzó a cambiar porque había militares en las calles, estado de excepción, toques de queda. La novela siempre había estado ubicada en una especie de futuro, pero no en un futuro muy distante, no soy una autora de ciencia ficción. No me interesa el futuro lejano que ya no nos habla del presente, sino un futuro que nos hable de una consolidación del presente, algo que tenemos todavía más palpable.
¿Sientes que la violencia que vivimos ahora en Ecuador, a pesar de estar presente, también es negada, un miedo que intenta ocultarse o silenciarse desde el poder?
Creo que en Ecuador se vive una especie de paradoja absolutamente entendible, pero a la vez peligrosa. La paradoja de la existencia en Ecuador es efectivamente la idea de que hay que sobrevivir y hacer la vida; y, por lo tanto, una táctica psicológica para sobrevivir es ‘tirar para adelante encima de los muertos’. La Tierra baldía de T. S Eliot: “Abril es el mes más cruel, hace brotar lilas en tierra muerta…”. Continúa la vida pese a la muerte. Eso lo comprendo porque si no, nos echamos todos a morir, pero la paradoja es que cerrar los ojos a lo que está pasando con los cuerpos en Ecuador es una forma de tirar para delante huyendo.
Lo que pasa con la huida es que hay sacrificios humanos de por medio. ¿A quiénes dejas? Tirar para adelante, no con indolencia, ni con crueldad, ni con odio, ni con despolitización, sino con compromiso político, con dolencia, con empatía, esa es la pregunta. Cómo poder reaccionar a la violencia con todo lo que la violencia hace: volverte, cada vez, menos empático.
Hay una mentira. Los medios decían que Ecuador era un país pacífico. Yo migré en 2017 con índices más bajos de violencia, pero poner el pie en la calle ya era complicado. Desde que tengo memoria nunca he conocido la justicia social en Ecuador. No ha existido. Siempre ha habido una división de clases atravesada por la racialidad. Ecuador es un país neocolonial establecido en determinados parámetros de extractivismo y de expolio. Todo esto está conectado para hablar de una violencia en Ecuador que va más allá del narco. Mañana se va el narco y seguiremos teniendo una sociedad neocolonial extractivista, que además es capaz de prescindir de determinados cuerpos en dos segundos, con tal de que una pequeña y reducida clase media pueda poner Netflix por la noche y olvidarse de que están muriendo niños en sus ciudades.
Es muy complicado. Entiendo que uno necesita evadirse cuando el horror está rodeándolo, el problema es hasta cuándo esa va a ser la solución. Existen salidas posibles, pero hay que tejerlas —comunitariamente—, aunque la solución no llegue de un día para otro.
En Chamanes hay una juventud que se recupera a través del arte, que intenta tejer…
Hay un proyecto de invención de futuro. Es un proyecto de supervivencia de jóvenes que, a través del arte y la poesía, buscan un alimento para continuar existiendo. Entienden que dentro del arte hay una especie de resurrección de los muertos, porque el arte bebe de toda una tradición que se alimenta, incluso, de voces orales que a veces no tienen autoría, pero es todo un movimiento de la cultura que está vivo, que es histórico y que tiene mucho de la producción de los pueblos. Hay un intento de imaginar que los cuerpos pueden volver a entusiasmarse y emocionarse por algo. Crean un refugio para poder elaborar algo diferente a la violencia.
En la violencia no hay espacio para el pensamiento ni para la creación, es muy rápida y veloz. Lo que hace es imposibilitar el pensamiento y tiene que haber refugios donde, en cambio, sí sea posible pensar, imaginar, sentir, conmocionarse en un sentido creador, no en un sentido destructor.
Saliendo un poco del libro, en la última FIL de Guayaquil en la que estuviste (2021) decías en una conversación con Giovanna Rivero y Fernanda Trías que las escritoras “no son un boom”. Lo decías porque a pesar del movimiento que existe, aún se sigue categorizando su escritura, en un paralelismo con el realismo mágico o desde la sorpresa. ¿Sientes que después del camino que has hecho con tu trabajo esto sigue pasando?
Sigue siendo un tema. Siento que todavía hay un intento de meternos en los temas fáciles, de pedirnos el eslogan. Yo estoy a favor de dar el eslogan en una marcha, en una manifestación, incluso si quiero hacer un fanzine político. Allí estoy a favor de dar el eslogan, porque se vuelve útil y necesario.
En cambio, la literatura no es un eslogan. El ejercicio de la escritura es un poco más impredecible y utiliza un lenguaje que refunda la posibilidad de pensar y de imaginar. Los libros le hacen algo al lenguaje, le hacen una revuelta, por eso, a veces, cuando terminas de leer un libro dices “no sé qué carajo ha pasado aquí, ni qué está diciendo” y eso es genial. Significa que lo que está ocurriendo ahí responde a otro orden del sentido, a una razón poética, como decía María Zambrano, y no a la razón común o la de los eslóganes.
Creo que por eso a las escritoras nos están tratando de llevar a veces por el territorio del eslogan: para que seamos claras, para que digamos determinadas cosas que a veces son simples, pero que están vaciadas de contenido y de sensibilidad, porque ya no dicen nada, se han repetido tantas veces que ya no dicen nada.
Al final, la tarea de la escritura es tratar de hacer que el lenguaje haga sentir cosas, pero si ha perdido toda la sensibilidad ¿ya para qué? Creo que las escritoras —y muchas escritoras latinoamericanas— son mucho más inteligentes que esto, y se nota. Pienso en grandes escritoras que yo admiro, como Cristina Rivera Garza, a quien la tratas de reducir al eslogan y no se deja, no necesariamente porque se esté resistiendo, sino porque su propia elaboración del lenguaje va más allá de eso.
Has dicho que en tu escritura se resucitan muertos, ¿cuáles son esas voces con las que dialogas?
Raúl Zurita tiene un texto que se llama Los poemas muertos y habla de cómo escribir poesía es, de cierta manera, escribir con las voces de los muertos, es decir, con todas las voces que se han metido en tu voz poética. Al final creo que Cristina Rivera Garza también trabaja eso cuando habla de las escrituras geológicas y de ir trabajando los estratos de la tierra para excavar los cuerpos que ya no están o de los que ya quedan solo huesos inidentificables.
Cuando hablamos de la voz en el proceso escritural hablamos de una metonimia, porque esa voz es una infinidad de voces. Construir la voz escritural es una amalgama masiva de voces. No hay tal cosa como una voz que nazca en soledad. La voz se construye en comunidad. Nos insertamos en una historia de las voces.
Cuando pienso en las voces que habitan mi escritura es una fiesta de los fantasmas, un baile de los vivos y los muertos. Las poetas que he leído son las que entran en mi prosa con más fuerza. Tengo una gran influencia de la poesía y entonces noto la presencia de voces como Marosa Di Giorgio, Blanca Varela, María Auxiliadora Álvarez, Edmond Jabès, Ernesto Cardenal. Ahí hay una fuerza a la que yo siempre vuelvo cuando estoy escribiendo.
A su vez, esas voces están nutridas por otras miles de voces. También me nutro de la voz de mi madre, de mi padre, de mi hermana. A veces tenemos formas gramaticales de construir las oraciones que vienen de nuestra familia. Eso era algo que decía mi abuelo y que, de repente, entra en la escritura. Las personas se van, pero queda la lengua, la palabra que no necesariamente tiene que ser escrita, pero que queda eternizada en la historia de los pueblos. Me parece que de ahí viene la literatura.
Leíste Lo que fue el futuro de Daniela Alcívar. Allí, ella describe Guayaquil como un ejercicio de repetición, una ciudad en la que se hacen planes, pero siempre son los mismos, rutinarios, y hacer plan no es hacer plan, porque siempre se está repitiendo todo. “¿Cómo se puede planificar algo que siempre se repite? ¿no es la repetición la supresión de los planes?”, se pregunta Alcívar, quien además considera que “las geografías elaboran y convocan sus propias formas de vida y esa, la de la inercia más obstinada, es la forma de la ciudad en la que nací”. ¿Reconoces a tu Guayaquil en ese libro?
La forma en la que Dani describe a Guayaquil es muy interesante, porque está atravesada por la biografía, por una experiencia única y personal. Es el recuerdo de ella, de cómo vivió la infancia en Guayaquil. Entonces yo no sé si encaja en una posible descripción generalizable, es una experiencia personal, intransferible.
Para mí, Guayaquil no es la repetición, para mí es el encierro, el tener miedo a pisar la calle por todas las cosas que te pueden pasar, —donde además, siendo mujer, si te pasa algo, es tu culpa—; o la violencia de los espacios públicos (todo lo que te puede pasar, desde subirte al bus o en una bicicleta).
Yo tengo ansiedad y siempre imaginaba lo peor que me podía pasar, sin darme cuenta me privaba de hacer cosas que otras personas sí se animaban a hacer en Guayaquil. Por eso decía antes que es muy importante hacer la vida pese a todo. Cada cuerpo vive las violencias de maneras distintas y yo no lo hice muy bien.
Cada vez los espacios públicos están más limitados, las urbanizaciones cerradas. Me parece increíble que para la gente eso sea vivir bien y no lo contrario: una ciudad donde las calles no sean peligrosas, donde no se necesiten guardias armados afuera de la urbanización para vivir bien. No aspiran a una ciudad diferente y, como no existe esa aspiración, cada quien vive encerrado en su propia burbuja.
Esa cuestión también implica un encierro entre quienes viven bien y quienes viven en otras condiciones. Están encerrados quienes creen que viven bien. La forma en la que está diseñada la ciudad propicia la violencia. Lo que yo extraño de Guayaquil son las personas y, además, tengo la suerte de que son personas que tratan de imaginar Guayaquiles distintos, gente que siempre está creando pese a la violencia.
¿Cuál sería tu Guayaquil distinto?
Yo la volvería a construir toda y la volvería a diseñar de una manera distinta: con parques, con respeto a los manglares, una ciudad que respete al río. Porque es una ciudad que podría ser hermosa.