Esther Landetta y Raquel Silva visibilizan las historias de cientos de defensoras de los derechos humanos y la tierra que tratan de ser silenciadas en Ecuador. El Acuerdo de Escazú, firmado por Ecuador en 2020, podría representar una posibilidad para acceder a la justicia ambiental.
THALÍE PONCE e ISABEL GONZÁLEZ RAMÍREZ
Espesa, rojiza, oscura, casi café, como la sangre cuando se oxida. Así fue el agua que corrió el 9 de junio de 2021 por río Chico, en San Rafael, uno de los siete recintos de la parroquia rural Tenguel, en la costa ecuatoriana.
—Bajó un agua roja, roja, roja— recuerda Marilú Ramírez, presidenta del recinto.
Hasta hace algunos años, los 350 habitantes de San Rafael lavaban su ropa en ese río, se daban chapuzones, las familias se bañaban y pescaban. Era, además, un atractivo turístico y uno de los principales puntos de encuentro en Carnaval. Decenas de visitantes llegaban de cantones vecinos a disfrutar del feriado.
Entonces, el río era cristalino, como se supone que deben ser los ríos. Limpiecito, en palabras de Ramírez. Aprovechando la presencia de los turistas, los sanrafaelinos vendían maduro asado, pescado y otros alimentos, a las orillas del río y en las veredas. De esa manera generaban ingresos para sostener a la comunidad.
Ahora, el agua es café. Más que agua, parece lodo.
—La verdad, le tenemos miedo.
Marilú Ramírez tiene claro desde cuándo y por qué el río ha cambiado de color, de densidad y hasta de olor:
—Desde 2006 que llegaron las mineras aquí, hay contaminación.
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Tener esa claridad frente a la relación entre contaminación y actividades económicas basadas en el extractivismo es muy peligroso. Desde 2012, la organización Global Witness ha reportado no solo que América Latina es la región del mundo en la que más amenazan, agreden y asesinan a personas que defienden la tierra y el territorio, sino que los crímenes van en aumento sin que haya protección o acceso a la justicia.
Front Line Defenders explica en su Análisis Global de 2019 que esta situación se debe “a la explotación de los recursos naturales con fines lucrativos, combinada con una corrupción desenfrenada, unos gobiernos débiles y una pobreza sistémica”. Y señala que, contrario a lo que se cree, las mujeres defensoras tienen la misma probabilidad que los hombres de recibir agresiones, además de que reciben más agresiones verbales, son blancos de vigilancia y de hechos que no son públicos como el acoso y la violencia sexual.
Frente a esta situación, las organizaciones y activistas ambientales de la región están a las expectativa sobre los alcances reales del Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe, conocido como Acuerdo de Escazú. El acuerdo —ha explicado Aida Gamboa, coordinadora del programa Amazonía de Derecho, Ambiente y Recursos Naturales de Perú— está sustentado en validar el derecho de acceso a la información, a la participación pública y al acceso a la justicia. Pero también sobre un cuarto pilar: garantizar los derechos humanos de las y los defensores ambientales.
Este acuerdo fue ratificado por 12 países, incluido Ecuador, que lo firmó el 21 de mayo de 2020, un año antes de que las aguas del río Chico corrieran rojas por Tenguel, atemorizando a sus moradores.
Tenguel está ubicada en la provincia del Guayas, a 140 kilómetros —dos horas y media en carro— de Guayaquil, la ciudad más grande y poblada de Ecuador. Tiene siete recintos: San Rafael, Conchero, La Esperanza, San Francisco, Buena Vista, Pedregal e Israel. En este último vive Esther Landetta, una mujer que ha denunciado que la minería está causando contaminación, enfermedades e intranquilidad para quienes se atreven a cuestionarla.
Diversas investigaciones evidencian que los ríos Gala, Siete, Chico y Tenguel —que atraviesan la parroquia— tienen una contaminación severa. Algunos de los metales pesados hallados en ellos son cobre, cromo, cobalto, níquel y mercurio. Se calcula que, por el grado de contaminación del río Tenguel, su recuperación podría tardar por lo menos 20 años.
Lo que ocurre en Tenguel es la muestra de la paradoja que vive Ecuador desde 2008. “En el mismo momento en que se hizo una constitución tan garantista que habla de la protección de los ecosistemas y los ciclos de vida —como el río y el páramo—, se inauguró un gobierno desarrollista en el que la explotación de recursos naturales estaba en la agenda principal”, explica Adriana Rodríguez, coordinadora de la Maestría en derechos de la naturaleza y justicia intercultural de la Universidad Andina.
Dicha paradoja tiene efectos concretos no solo en los recursos naturales sino en la vida de quienes los defienden y particularmente en la de las mujeres, a quienes históricamente se les han endilgado las labores de cuidado. Por ejemplo, las más perjudicadas cuando se contaminan las fuentes de agua, son las niñas y las mujeres pues son las que usualmente deben ir cada vez más lejos a recolectarla.
¿Qué necesita la naturaleza si no es cuidado? Se pregunta Rodríguez sonriendo, como quien plantea una obviedad y al mismo tiempo una ironía: “quienes mejor saben de esto son las mujeres, pero cuando salen del cuidado familiar a un lugar político hay consecuencias porque también los liderazgos están masculinizados”, señala.
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—El otro día alguien me dijo que soy una antagonista. ¿Qué es eso?
—Es una persona que se opone o lucha contra el personaje principal en una historia.
—Ahhh, con razón— responde riendo.
Esther Landetta, de 45 años, es antagonista de las concesionarias mineras que operan en Tenguel.
En 2007 lideró la creación —junto a varias personas de las comunidades— de la Asamblea Pro Defensa de los Ríos. La organización presentó una queja ante el Municipio de Guayaquil por la contaminación y a partir del 27 de diciembre de ese año —bajo la orden del entonces alcalde de la ciudad, Jaime Nebot— se realizaron los primeros monitoreos.
Los estudios comisionados por el cabildo concluyeron que en estos ríos los niveles de contaminación superan hasta 256 veces los límites permitidos, según el reporte Economía del Oro, del Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario. Pero las mineras siguen operando.
Irritaciones en la piel, problemas hepáticos, degeneración de los riñones, alteraciones en el sistema nervioso central, gastritis, afecciones respiratorias. Esas son algunas de las enfermedades asociadas a la exposición constante a metales pesados como los hallados en los ríos de Tenguel. En los peores casos, cáncer.
Una tesis doctoral de la Universidad Andina Simón Bolívar, realizada en 2018, exploraba ya el impacto que tiene la minería en la vida de los habitantes de este sector. Según el documento, los trabajadores vinculados a la extracción minera viven una dualidad: «La actividad que les representa una fuente de ingresos familiares a la vez es su fuente de enfermedad y deterioro de su vida, e inclusive puede provocar su muerte».
De acuerdo con el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos (CDH), en el pueblo existen casos de habitantes con problemas de la piel y «otros se quejan por problemas de gastritis e incluso hablan de ceguera».
En 2020, en plena pandemia por Covid-19, mientras muchas actividades económicas estaban paralizadas, la minería en la parroquia y en la aledaña Ponce Enríquez, continuaba. Y en julio de ese año hubo un derrame: cerca de 3.000 metros cúbicos de desechos químicos y auríferos de la compañía Austrogold C. Ltda. se regaron en el río Tenguel. Es decir, tres millones de litros: como si 150.000 botellones de material tóxico hubiesen sido vertidos allí.
Ese derrame —reconocido en un informe técnico del Ministerio del Ambiente y Agua— fue denunciado por la Asamblea Pro Defensa de los Ríos, la organización que preside Landetta.
Respondiendo a esa denuncia, el 19 de octubre de 2020 se conformó la Mesa Técnica para el caso de contaminación en Tenguel, constituida por el CDH, la Fundación Regional de Asesoría en Derechos Humanos (INREDH), la organización Activismo Ambiental y la Defensoría del Pueblo del Ecuador.
Y finalmente, a inicios de 2021, el 21 de enero, una misión de verificación coordinada por esas organizaciones, recorrió Tenguel para tomar muestras, contactar a las autoridades locales y gestionar acciones de monitoreo con la comunidad.
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Ha pasado casi un año de aquel derrame, y Landetta se sienta en una banca de madera al pie del río Chico. Tiene la piel color canela, los ojos grandes y el pelo castaño le llega un poco más abajo de los hombros. Viste un jean gris, botas de caucho negras hasta las rodillas, una gorra oscura de Mickey Mouse y una camiseta azul con el escudo de Emelec, su equipo de fútbol.
Landetta habla con un cubrebocas por delante, y a ratos su mirada se pierde mientras cuenta cómo ha entregado su vida a defender a su tierra y a su gente.
Decirlo de esa forma no es exageración. Ha estado a punto de morir por lo que considera su lucha. Por no quedarse callada, por movilizar a sus vecinos, por denunciar ante las autoridades.
La primera vez que intentaron matarla fue en junio de 2008.
—Uno de los sicarios de la banda que contrataron era amigo mío y me llamó ese día. Me dijo: «Esther, te vamos a matar, tienes 10 minutos para salir de tu casa».
Cuando la casa quedó vacía, cruzó la calle corriendo con su hermana y se escondieron en una construcción abandonada. Con los latidos acelerados, vio desde allí el momento en el que una furgoneta se estacionó al pie de su casa.
—Era un grupo de hombres disfrazados de policías.
Ingresaron a la vivienda, la inspeccionaron, pero no encontraron a nadie. Esperaron unas horas y finalmente desistieron. La defensora y su hermana seguían al frente viéndolo todo, gracias a esa llamada que le salvó la vida.
Su amigo se llamaba Fernando Lozano y lo apodaban ‘Cuerito’. Fue asesinado unos días después. яндекс
Mientras Landetta narra lo que sucedió hace 13 años, al otro lado del río pasan volquetas. Son vehículos de las actividades mineras. De aquellas concesionarias que han intentado silenciar su lucha.
Además del intento de asesinato, Landetta tiene múltiples demandas en su contra. Un informe de INREDH señala que “una de las formas que han sido empleadas para evitar la labor de la defensora es involucrarla en procesos penales”. Por ejemplo, fue denunciada —junto a otros líderes comunitarios y defensores de los derechos humanos, como Gloria Chicaiza— por terrorismo y sabotaje, por parte de la empresa minera Curiminig S.A.
Debido a este acoso y a las múltiples amenazas de muerte que ha recibido, la Relatoría de Defensores de las Naciones Unidas recomendó al Estado ecuatoriano otorgar medidas cautelares a Landetta y a su familia. Así lo asegura INREDH en el documento Criminalización de los Defensores y Defensoras de Derechos Humanos en Ecuador.
Pero nada de eso la detiene, de hecho, ha alimentado un sueño: ser abogada. Para defenderse a ella misma sin depender de terceros, para pelear por los suyos.
—Yo vivo de la agricultura, no de otra cosa. Esta es mi vida y no puedo hacerme la ciega viendo la realidad de lo que está pasando en el pueblo.
Hoy, está estudiando Derecho a distancia.
La decisión de Landetta no es casual. Rodríguez cuenta que las y los defensores son quienes más tienen interés en estudiar la maestría que ella coordina. En cambio, los jueces del país tienen la deuda de capacitarse en derecho ambiental. Esto explica, en parte, por qué se niega una acción de protección cuando la Constitución plantea que cualquier comunera puede interponerla sin necesidad de abogado.
Según Rodríguez, estos procesos deben ser más rápidos y eficaces. Basta que haya una persona afectada para aceptar una acción de protección pero los jueces la niegan basándose en que no está bien fundamentada jurídicamente. “Seguimos en un positivismo jurídico lleno de formalismos: se le da lugar al derecho y al abogado pero no se comprende el daño a la naturaleza y los derechos humanos”.
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Raquel Silva y Esther Landetta no se conocen, pero tienen una lucha similar: lideran procesos para proteger su tierra.
Silva es campesina, arrocera y vive en el cantón Durán. Es la secretaria ejecutiva de Tierra y Vida, una unión de organizaciones de agricultores autónomos de la costa ecuatoriana. Desde allí trabaja en la defensa de los derechos del gremio y de sus terrenos como un bien, pero sobre todo como fuente de vida.
Es una mañana de julio de 2021 y Raquel Silva camina por sembríos de arroz en la Hacienda Las Mercedes, en el kilómetro 14 de la vía Durán-Boliche, a unos treinta minutos de Guayaquil. Conoce exactamente por dónde andar para no tropezar ni hundirse, va sorteando restos de caracoles muertos, y avanza rápido a pesar del intenso sol.
Luego de una caminata de 15 minutos llega a una casa de madera rodeada por huertos de diferentes frutas y vegetales. Señala una plantación de papaya y, más allá, una de tomate.
Viste un jean, zapatos deportivos y una camiseta de mangas largas que ayuda a cubrir su piel del sol. Es alta, tiene las cejas gruesas y los ojos almendrados. No le gusta revelar su edad, dice que ya se olvidó y se ríe, pero sus largos cabellos ondulados —que han empezado a cubrirse de canas— dan una pista. Tiene las manos grandes y fuertes, de agricultora.
—Después de la crisis bancaria muchas haciendas quedaron abandonadas y los campesinos y campesinas no sabíamos qué hacer. Se fueron los dueños, pero nosotros nos quedamos y seguimos sembrando, porque de eso vivimos. Así se creó la unión en la costa, para luchar por la posesión de esas tierras— cuenta.
Desde allí y otras organizaciones, grupos de campesinos e indígenas de todo el país presentaron una propuesta de Ley de Tierras, haciendo uso del mecanismo de iniciativa popular estipulado en la Constitución. Era la oportunidad de crear un marco legal que propicie una agricultura de pequeños productores y garantice la soberanía alimentaria, dejando a un lado la figura latifundista.
Varios años después, en marzo de 2016, entró en vigencia la Ley Orgánica de Tierras Rurales y Territorios Ancestrales. Sin embargo, se trató de una normativa que se alejaba de la propuesta inicial.
En enero de ese año, varios gremios y organizaciones campesinas, entre ellas Tierra y Vida y la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie), se reunieron para presentar su punto de vista sobre la normativa aprobada. Entonces, se insistió en que la redistribución de tierras representaba la continuidad del mercado de la tierra administrado por el Estado.
Es justamente esa dinámica mercantilista —que afecta a la gente del campo— contra la cual luchan Raquel y la organización a la que representa.
Si la lucha por la defensa de la tierra y el territorio no es fácil de por sí, es aún más desafiante siendo mujer. Isabel Dávila Pereira, abogada ecuatoriana en la firma canadiense Major Sobiski Moffatt, dice que aunque las mujeres en Latinoamérica suelen ser las encargadas de recoger el agua y manejar los recursos forestales, luego no tienen participación activa en la agricultura sostenible o manejo forestal. «Son industrias muy masculinizadas», explica.
Las mujeres que lideran estos procesos se encuentran con prejuicios y machismo no solo de los grupos contra los que se enfrentan, sino incluso de sus propios compañeros.
Raquel Silva lo sabe muy bien.
—En las organizaciones campesinas mayoritariamente son hombres. Ellos son los que dicen qué y cómo se tienen que hacer las cosas— dice.
Así era al principio, cuando asistía a las reuniones acompañando a su hermano, también campesino. Entonces solo escuchaba, no opinaba.
—No dejan que las mujeres se expresen en una asamblea y cuando te dejan hablar, no te escuchan, te dan la palabra pero lo que tú dijiste se lo lleva el viento. Lo que ellos dicen es lo que tiene que ser. Pero yo me dije ‘no, no, no. Hasta aquí’.
Se hartó y un día tomó la palabra, les dijo que tenían que organizarse para legalizar los predios. Y así, empezó a asistir a la subsecretaría de Tierras con otros compañeros. Era la única mujer del grupo.
La ecofeminista Amelia Arreguín, que ha trabajado durante años en la causa ambiental, sabe bien que los roles y estereotipos de género afectan de manera diferencial las luchas de las mujeres por la tierra y el territorio. “Tenemos menos acceso a la información ambiental, menos tiempo y conocimiento porque vivimos bajo la carga de trabajo, menor titularidad de la tierra y pocos elementos para tomar decisiones sobre el futuro de los territorios”. Arreguín también describe que cuando se trata de conflictos ambientales son las mujeres las que experimentan en su cuerpo estrategias para presionar a las comunidades. Acoso, rechazo, difamaciones y burlas son algunas de las consecuencias para quienes amplían los límites del cuidado por fuera de la familia.
Cuando no estaba en reuniones, Silva estaba en el campo. Pero no abandonaba las tareas del hogar. Todas las mañanas se despertaba a las 4 de la madrugada para lavar la ropa y dejar preparada la comida de todos en casa, para ella y para los trabajadores de la hacienda.
Ese espacio fue otro que le tocó ganarse. Los trabajadores aprendieron a respetarla —dice— porque ella es la que paga el sueldo —abre los ojos, asiente y ríe— pero también porque ‘mete mano’ y conoce todo el proceso.
Para cultivar el arroz hay que realizar un riego por inundación, lo que exigía que pasara tres noches enteras en el sembrío, cada cuatro meses, revisando el funcionamiento de la bomba de agua. Esos días no veía a su esposo y dos hijas. Espera que, con el tiempo, ellos hayan perdonado sus ausencias.
En días normales, regresaba de noche. A veces volvía angustiada, pensando en lo que tenían que pelear, en los abogados, los terratenientes, los conflictos… Se lo guardaba todo para no preocupar a su familia. Igual se preocupaban: Raquel siempre ha estado en marchas y plantones en las primeras filas, y ellos sabían que se enfrentaba a los policías.
No ha dejado de hacerlo. El 12 de julio de 2021, Tierra y Vida se adhirió a otros gremios del sector a nivel nacional y convocó a su gente a un paro «ante la falta de decisión del Gobierno de hacer cumplir el precio justo de la saca de arroz, que mantiene en crisis al sector». En Durán, Silva estaba, otra vez, a la cabeza.
La movilización duró poco. Ese día hubo un diálogo entre representantes arroceros y la Ministra de Agricultura, Tanlly Vera, y acordaron trabajar conjuntamente para revisar los decretos ejecutivos concernientes a este sector.
Dos días antes, el presidente Guillermo Lasso había lanzado una amenaza a los sectores arrocero y bananero. «A aquellos que con apenas 40 días, 45 días de gobierno amenazan con paros y con el cierre indefinido de carreteras, les espera un tiempo indefinido en la cárcel, porque eso es un delito», dijo el mandatario.
A eso se suma el temor por la propia vida. Defender la tierra, el territorio, la naturaleza y la familia, tiene un costo.
Silva ha vivido de cerca los asesinatos de amigos y conocidos a manos de terratenientes, entre 2010 y 2011. Lo recuerda y su voz se entrecorta y sus ojos se humedecen. A uno de sus compañeros de Tierra y Vida lo balearon en frente de su familia. A Marlon Lozano Yulán, —sobrino del abogado que los representa, Milton Yulán— lo asesinaron afuera de las oficinas de la organización, en pleno centro de Guayaquil el 20 de julio de 2011.
Tanto Esther Landetta como Raquel Silva están dispuestas a asumir el costo de vivir con miedo, porque reconocen que hay algo más grande, algo por lo que vale la pena luchar.
Pero no debería ser así. Nadie debería arriesgarse a perder la vida por proteger la vida.
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Para Arreguín, el Acuerdo de Escazú es el mejor intento democrático para que los Estados garanticen acceso, participación y justicia ambiental. La garantía de esos tres derechos protegerían en gran parte a la naturaleza y a quienes la defienden.
“Me gustaría verlo en acción”, dice Arreguín, refiriéndose al Acuerdo. Sin embargo, los retos son muchos. El más importante, la voluntad política para implementarlo.
Rodríguez coincide en que el Acuerdo de Escazú puede servir mucho para proteger a las defensoras y defensores de la naturaleza, porque si existe un debido proceso, claro y con protección, se contribuye a que los hostigamientos bajen. Además, en Ecuador deben iniciarse algunas otras acciones que acompañen la ratificación. Para ella, son necesarias algunas reformas: “El código de ambiente es muy limitado y hay una hegemonía del Ministerio de ambiente. Eso tiene que ampliarse y debe reformarse el código con un enfoque de género porque las mujeres son las que se encuentran en relación con los territorios, las provisiones y tienen legitimidad activa en esta participación”, sentencia.
A esto se suma una imperiosa necesidad de acceder a la información ambiental de forma clara y oportuna, en un país con una tradición de opacidad en materia de datos públicos. A través de la respuesta a un pedido de información, el Ministerio del Ambiente, Agua y Transición Ecológica dice que las dificultades que enfrenta la población para ejercer los derechos de acceso a la información, la participación y la justicia en asuntos y decisiones ambientales, no son neutrales al género. “Por esta razón, resulta fundamental que la aplicación del Acuerdo de Escazú integre una perspectiva de género, considerando también la situación particular de personas y grupos de personas en situación de vulnerabilidad”. En su respuesta resalta que ha puesto a disposición la Plataforma Sistema Nacional de Indicadores Ambientales y Sostenibilidad (SINIAS), así como publicaciones de información ambiental nacional generada por el Ministerio. De igual manera, dice que se ha fortalecido al Sistema Único de Información Ambiental para agilitar el acceso y los procesos de regularización, control, monitoreo y certificación ambiental.
El Ministerio explica que atiende todos los pedidos de información de usuarios en general, sin distinción de edad y sin considerar género. Sin embargo, “entre 2019 y 2021, de un total de 45.662 trámites, el 30,5%, corresponden a la atención brindada al género femenino, es decir 13.925”.
Dávila Pereira enfatiza en que todos los temas del Acuerdo están conectados, porque de la información y la participación depende la posibilidad de tener una voz en las leyes, regulaciones y planes sobre el territorio.
Las voces de Esther y Raquel resuenan todavía en medio del silencio burocrático. Recorren los murmullos de quienes dicen que usurpan un lugar que no les corresponde por ser mujeres.
—Sabemos que debemos andar con cautela— dice Raquel.
El Acuerdo de Escazú tiene elementos formales para impulsar y proteger su liderazgo, el de Esther y el de muchas mujeres que resguardan los recursos naturales de América Latina. Ahora falta que se concrete la voluntad política para que comience a funcionar.
Mientras tanto, la defensa que las mujeres hacen del río y la tierra es también un grito en defensa de sí mismas.
Este reportaje fue realizado en colaboración con: