La poeta Issa Aguilar Jara revela el mal sabor que le queda después de la publicación de Dos tragos de sinestesia, obra con la que ganó el Premio de Poesía César Dávila Andrade, en un evento que la presentó con luz tenue, en el que hablaron todos, menos las ganadoras. ¿Qué pasa con las autoras que ganan premios en Ecuador?
Esta soy yo, en un mundo con ocho billones de habitantes, a punto de destapar un frasquito de veneno y dejarlo abierto en el espacio público. No importa lo que diga o escriba, de cualquier modo, ese frasco se regará, alguien lo beberá por accidente, será ignorado o, con suerte, lo reportarán como un peligro en medio de la vía de una ciudad impoluta. Escribo, entonces, con la esperanza de que esta botella no contamine ningún cuerpo, a menos que, el alma de ese cuerpo tenga alguna culpa por expiar.
«Dura como la vida la tarea poética»
Quisiera decir: nunca se ganen un premio de poesía en este país. O mejor: gánenlo, no se eleven del suelo y sepan que los premios literarios no hablan del trabajo de los escritores, pero sí tienen la capacidad de susurrar al oído. En mayo pasado obtuve el Premio de Poesía César Dávila Andrade con un libro al que llamé —por borracha y por romántica— Dos tragos de sinestesia.
El Fakir, como conocemos a Dávila Andrade, le habló a mi chica de 16 años, la que escribía en un cuaderno que cumplía la función de diario. Le dijo, que recuerde cuando le advirtió que algo bueno sucedería, mientras descansaba en el parque del barrio junto a un libro verde de un poeta francés, con las rodillas peladas por las caídas en la bici, el sudor entre las manos, las manchas de césped recién cortado estampadas en su short blue jean… y una orquesta que tocaba mucho boicot en su cabeza, convenciéndola de que, eso que hacía con un lápiz y un cuaderno no serviría para nada.
El día que anunciaron mi nombre, ese 18 de mayo pensé en una verdad obvia, casi absoluta: vivimos situaciones que escapan a la posibilidad del lenguaje. Las lágrimas, recuerdo, estaban a punto de poner rojos mis cachetes cuando una cámara de celular me enfocó y los ojos las recogieron por inercia.
Los abrazos, los vítores, todo lo efímero fue parte de un presente maravilloso, un sacudón que apartó de mi lado al síndrome de la impostora que había cargado por algún tiempo sobre mi cuerpo. A ese síndrome lo conocí gracias a mis amigos veinteañeros, eso que yo llamaba ser una co-ju-da que no confía en lo que hace, resulta que tenía un nombre medio patológico y, como se leía bonito, aprendí a nombrarlo.
Como buena ecuatoriana la alegría me duró poco: de eso se encarga la burocracia que convierte al oficio de la escritura en cientos de oficios membretados que se encargarán de precarizarla a lo largo de su existencia, como si de una carrera de resistencia se tratara.
El Premio de Poesía César Dávila es uno de los más prestigiosos del país, aunque a Perico de los Palotes le cueste reconocerlo. Este prestigio viene del Encuentro sobre Literatura Ecuatoriana y Latinoamericana Alfonso Carrasco Vintimilla, organizado por la Universidad de Cuenca, sin embargo, poco a poco su reputación ha ido menguando.
Nada tiene que ver con los escritores invitados, las ponencias, las charlas magistrales o el contenido como tal. De eso, más bien, se ha ocupado la organización del Encuentro que se mueve dentro de un círculo que siempre se cierra en un mismo punto de origen.
Era 2000 algo y yo, en calidad de estudiante de Periodismo de la U. de Cuenca miraba con ilusión los rostros de los escritores cuencanos con una trayectoria consolidada. Dejó de ser divertido cuando vi los mismos rostros año tras año; organizando, año tras año el Encuentro; leyendo, año tras año sus poemas; acaparando, año tras año los espacios. Dejó de ser divertido cuando Carla Badillo y Pamela Cuenca, admiradísimas poetas ganadoras del César Dávila 2011 y 2017, denunciaban en sus redes sociales los atrasos con el cumplimiento del premio de poesía en cuanto a lo económico y la publicación de sus obras.
«Y la poesía, el dolor más antiguo»
Creía yo que estaría a salvo de los amargos episodios vividos por la Carlita y la Pame, porque, desde el inicio, Fulanito fue claro al advertirme que el proceso tardaría. No «molesté» a nadie, esperé con paciencia y, finalmente, el premio económico se hizo efectivo en poco tiempo.
Con la publicación el cantar fue otro, entre Zutano y Fulano hubo un acuerdo institucional que se cumplió a destiempo. Empecé a «molestar», a llamar y a preguntar sobre el estado del proceso, a quejarme de los plazos que no se ejecutaban, de las cosas que Zutano decía y resultaban ser mentira; y, en ese preciso momento me convertí en la bruja que debía ser quemada en la hoguera, en la chiflada que seguramente escuchó mal, en la malagradecida que bien podría rendir tributo a quienes hacían su trabajo, en la irrespetuosa que reclamaba cuando algo no le parecía, en la boba a la que le encantaba problematizarlo todo.
Vi mi libro un día antes de su lanzamiento: a lo kamikaze, tras discusiones inverosímiles que, hasta hoy, estoy convencida de que pudieron evitarse. Tuve la alegría —hay que decirlo— de encontrarme con una obra bien cuidada: editada por Cristóbal Zapata, diagramada por Juan Pablo Ortega, con la bellísima portada de Galo Mosquera y la fotografía de Miguel Arévalo, quienes lograron un trabajo impecable que demostró respeto y cariño.

Nunca hice pública mi molestia hasta ahora, me pudo la desidia de asumir que los procesos en el sector público están destinados a algún tipo de fracaso. Luego, se instaló en mi cabeza testaruda el pensamiento recurrente de que, en 2020 la convocatoria del concurso arrancó también con un continuo trastabillar, valga aclarar, con otra organización a cargo.
Allí, mi señora interna reclamó la falta de empatía con los participantes que tuvimos que esperar un año para que nos informaran qué había sucedido con nuestras obras postulantes. Por supuesto, Mengano me acusó de poco empática al no comprender cómo el contexto pandémico había impedido la comunicación con los autores. La verdad, sigo sin entenderlo.
Ahora mismo, un año después de este temblor con levísimas réplicas, quisiera decir que los muertos no hablan, que el Fakir jamás me ha visitado. Pero hay muertos que no son cualquier muerto. Y César Dávila Andrade, quizá, anhelaría hablarnos, pedirnos a gritos que honremos su nombre, que ese premio honre su nombre; que respetemos a los escritores y, sobre todo, a las escritoras. Porque tantas han migrado a otros países y sería una pena que la muerte las alcance en continentes más fríos y más ingratos que este.
Por favor, no vayan a creer que ando montando la de médium y que Dávila Andrade hablará a través de mí, como alguna vez una virgen habló a través de una adolescente en El Cajas. Les aseguro, el engaño no cabe en este manifiesto. ¿He dicho manifiesto? Quiero decir, me queda la duda de lo que habría pasado si Carla, Pamela y yo no seríamos mujeres. Dicho sea de paso, las tres únicas mujeres en ganar el premio, lo aclaro, aunque me cueste muelas aceptarlo, porque flaco favor nos han hecho las falsas modestias. A lo mejor, me acabo de graduar de miss paranoia, pero quién soy yo para creer en las coincidencias.
«No menos que el saber me place el dudar», decía Dante el narigón, y pienso, por ejemplo, en la noche de la premiación en ese teatro fabuloso que es el Carlos Cueva Tamariz. Invitaron a presentarse a tantos grupos artísticos que, cuando nos llamaron al escenario a Ámbar Chica, ganadora del premio Efraín Jara Idrovo; Valeria Guzmán, mención de honor del premio César Dávila Andrade; y a mí, más de la mitad del público había huido de un programa tan extenso que nunca permitió que habláramos siquiera, no estuvimos en el radar de ningún guion, hablaron todos menos nosotras.
Estábamos en esa palestra las tres, recibiendo un diploma de cartulina cada una, con la luz tenue que precede a la finalización de un evento, medio perdidas y concentradas en pisar el lugar correcto para no caernos de bruces y de vergüenza.
Dos mujeres son las ganadoras. @issaguilar del concurso de poesía “César Dávila Andrade”, y @AmbarApoloChica, del certamen “Efraín Jara Idrovo”, en el género relato. pic.twitter.com/WVfGzmrGvs
— UCuenca (@udecuenca) May 18, 2022
«Pero la poesía, como una bellota aún cálida»
Quisiera decir que este reconocimiento fue un regalo, que la burocracia, la falta de tacto y la ausencia de disculpas no han matado ilusión alguna. Pero, he dicho que creé un manifiesto y eso no tendría coherencia. El premio, está claro, fue la red de mujeres y de seres estupendos que inevitablemente se tejió para sostenernos. Mi gratitud infinita con la sensei Ángeles Martínez, la enorme Verónica Andrade y el amical eterno: ustedes y solamente ustedes me han hecho imaginar futuros distintos.
Le pido al cielo no haberme convertido en una doña quejete que no agradece que el proceso de premiación tardara seis meses, un tiempo prudente para haber sorteado los cientos de etcéteras que adornan al sector público.
Señores, señoras, señoros, empatizo con todo lo que pudo suceder off the record. Lo que escapa de mi entendimiento es que los errores del pasado se repitan en una universidad que adoro, en un espacio donde tanto se habla de cuidados, de diversidad, de género, de todas las maravillas que posiblemente no sirvan de mucho si no se contemplan más allá del discurso.
Quisiera decirles que el mundo sería un lugar armonioso si dejáramos de tomarnos personal las críticas, pero primero debería aprenderlo. Quisiera decirles que escribo para encontrar un lugar en el mundo, pero, aunque me asusta no encontrarlo, disfruto de cada escondite, de cada incendio en el pecho, de cada retorcijón en el hígado, de cada lagrimón de alegría que me recuerda que, eso que tanto se escabulle es eternamente mío; que la poesía es el lugar más inseguro que he visitado y en ello radica su belleza. Que esa búsqueda es la que guía mi vida entre aplausos, penas y una necedad absurda que abrazo hasta el cansancio.
Perdonen las manías, son taras que quedan de la universidad pública que nos enseñó a no callar. A que siempre seamos los nadies, quienes marquemos la agenda.
Mi única disparatada pretensión, con una injerencia nula a mi favor, es que los próximos ganadores del premio de poesía lo reciban con dignidad y empatía absolutas, que el trato sea el esperado, que a través del cuidado de todos los detalles se demuestre una apuesta por la literatura como una forma de hacer y entender la vida.
Apostar no significa darle de comer al ego ni taparse los oídos ni agitar el cólera del mundo, porque si hablamos, porque si cuestionamos, nada debería pasar o todo debería reestructurarse.
En este acto final la figura del sauce llorón desaparece, reflexiono sobre la pésima idea de una úlcera, le digo a mi chica de 16 que, efectivamente, el lápiz y el papel pueden no servir de nada, pero es con la escritura que «hacemos el amor con la intensidad de la agonía»; al menos así lo aseguró la diosa Peri Rossi que, hasta hace poco logró pagar el alquiler de su piso con la plata del Premio Cervantes. En cambio, yo, pude reírme de mí misma y comprarme unos Nike Air Jordan Retro. Mucha belleza.