Vivimos en una sociedad adultocéntrica que no reconoce a los niños y niñas como seres completos, que únicamente mira a los sujetos adultos como seres con derecho.
Van a ser tres semanas desde que mis hijas no han podido volver a la escuela presencial. La primera, por disposición del colegio para «evitar contagios por las reuniones de diciembre», la segunda y tercera por decisiones del COE. La última vez que cerraron las escuelas fue comunicado el domingo a la noche, cuando teníamos todo preparado para enviarles al colegio al día siguiente, inclusive una prueba PCR que nos recomendaron hacer para retornar más «tranquilos». Van a ser más de dos años desde que muchos niños y niñas de colegios públicos no han vuelto a tener clases presenciales de manera regular. Lo primero que cierran por la pandemia son las escuelas.
Vivimos en una sociedad adultocéntrica que no reconoce a los niños y niñas como seres completos, que únicamente mira a los sujetos adultos como seres con derecho. Para explicar brevemente a qué me refiero con adultocentrismo, usaré una de las definiciones del sociólogo chileno Claudio Duarte:
“es un imaginario social de lo adulto o de la adultez como punto de referencia para niños, niñas y jóvenes en función del deber ser, de lo que ha de hacerse y lograr para ser considerado en la sociedad […]. Este imaginario adultocéntrico constituye una matriz sociocultural que ordena naturalizando lo adulto como lo potente, valioso y con capacidad de decisión y control sobre los demás, situando en el mismo movimiento en condición de inferioridad y subordinación a la niñez, juventud y la vejez”.
Reconozco que como sociedad hemos pasado por momentos muy difíciles a causa de la Pandemia del Covid-19. Muchos hemos perdido seres queridos, tenemos miedo, nos sentimos deprimidos y sin esperanza en el futuro.
Sin embargo, me molesta que a esta altura del partido, lo primero que se decida hacer en Ecuador sea cerrar las escuelas cuando varios organismos internacionales ya han alertado y comprobado que el daño de cerrar una escuela es mayor al que puede causar el Covid-19 en niños y niñas, además de asegurar que las escuelas no son foco de contagio.
635 millones de niños en todo el mundo siguen afectados por el cierre total o parcial de escuelas, según un reciente informe del @UNICEFenEspanol. pic.twitter.com/XKCNeKiUiK
— CONNECTAS (@ConnectasOrg) January 28, 2022
¡Y que ni se les ocurra sacarse la mascarilla! Los adultos sí podemos sacarnos la mascarilla para comer, chupar, besar; y obvio, hablar pendejadas, mientras estamos fuera de casa. A mis hijas no las dejan sacarse la mascarilla ni en el patio del recreo. Y tengo claro que soy parte de las familias privilegiadas: mis hijas van a un colegio privado, tienen acceso a internet, apoyo de sus padres, comida en sus platos tres y más veces al día, entre millones de otras cosas. Han sido innumerables las explicaciones y pruebas de los daños que los cierres de los colegios provocan en los niños y niñas de bajos recursos.
La extrema pobreza aumenta en todo el mundo pero en #AméricaLatina sube a niveles no vistos en casi 30 años.
Bajo este escenario, los #niños son los más vulnerables.
LEA: Aumento del #trabajoinfantil por la pandemia de #COVID19 https://t.co/20ylWuuFY3 pic.twitter.com/TdfrrKsinc— Human Rights Watch (@hrw_espanol) February 2, 2022
También se ha hablado sobre las consecuencias sicológicas, emocionales, físicas —hay niños y niñas que ya no cuentan con la comida del día por no poder asistir a la escuela—, entre otras. Si fuimos los adultos los que hicimos cenas de navidad, reuniones de fin de año, novenas, fiestas, chupaderas y bailaderas, ¿por qué no cierran nuestros lugares de trabajo o entretenimiento? ¿Por qué lo primero que cierran son las escuelas?
Los adultos, que consideramos tan berrinchudos a los niños, no nos damos cuenta de que los berrinches los hacemos nosotros: «me muero si un viernes no salgo a chupar con mis amigos”, “no pueden cerrarme el restaurante», «no me puedo quedar sin trabajadores», «no vaya a ser que este fin de semana no pueda juntarme con mi novia». Pero de los niños sí esperamos que acepten no ir a la escuela, no estar con sus amigos, no mover su cuerpo en espacios habilitados para ellos, hacer deporte, aprender.
Voy a banalizar un poco la cosa, sin la intención de restarle importancia a este tema —que, créanme, sé muy bien lo serio que es—, con ganas de calmar un poco mi ira pensando en «tonteras».
Estaba recordando un capítulo de Sex and the City, en el que una de sus protagonistas, Samantha Jones, está comiendo en un restaurante de lujo y mientras habla por teléfono escucha a un niño que grita y juega con su plato de fideos súper costoso. Muy irritada, Samantha se acerca a la mesa de la familia del niño, y les pide que se lo lleven a un lugar donde le puedan dar una “cajita feliz” para que ella pueda comer en paz.
El niño termina tirándole los fideos encima de su traje blanco, a lo que ella contesta: yo he expuesto mi punto y él el suyo, y se va. Aunque en ese momento me reí mucho, pues estaba en mis treintas y vivía en NYC, ahora lo recuerdo más bien con molestia, y no porque analice en detalle la escritura o la dirección del show (ese es otro tema), sino porque en estos momentos me suena demasiado real.
Los adultos se ven «incomodados» por las actitudes de los niños y niñas. Como Samantha, sienten que les quitan «su paz», como si la comodidad y tranquilidad de unos valiera más que la de los otros. Si un niño o niña grita en un avión no es porque quiere robarte tu paz, es porque se siente ansioso, le duelen los oídos o quizá sus padres (que son el centro del universo hasta cierta edad) no le dieron la atención y el acompañamiento que necesitaba en ese momento.
Quiero resaltar la palabra acompañamiento porque, a pesar de lo que la mayoría de personas adultas cree, eso es lo que necesitan los niños y niñas, y no un adiestramiento, adoctrinamiento o amoldamiento. No son seres incompletos que tienen que llegar a ser adultos como tú. Son seres que están en el camino junto a ti.
Ahora bien, qué tiene que ver Samantha Jones con el confinamiento, el cierre de colegios, y lo que vivimos ahora. Está claro que al cerrar las escuelas, los organismos responsables de estas decisiones buscan su paz y su conformidad y no la de los niños y niñas, puesto que si lo hicieran, lo primero que tendrían que cerrar son los lugares de trabajo. Claro, eso incomodaría muchísimo al sistema capitalista en el que vivimos porque no se podría producir, comprar y vender, tranzar, dar órdenes. ¡Qué incómodo para un adulto no poder salir por tres semanas!, ¿cierto?
La verdad es que tengo ganas de tirar un plato de fideos encima de los trajes de los señoros y señoras que toman estas decisiones tan hipócritas que vulneran y abusan los derechos de los niños y niñas. Como, desgraciadamente, ya soy adulta (y no precisamente una joven adulta), voy a hacer lo que se espera de mí por ello, voy a pedir con delicadeza y claridad: ¡vea, no sea malito, ABRA YA LAS ESCUELAS!
Estoy calentando el agua, por si no funciona la táctica «supuestamente adulta».