En enero de 2020 escribí «querido cuerpo, aún no te quiero tanto». Lo hice llena de dolor, lloré todo el proceso de escritura, seguí llorando cuando lo publiqué mientras leía los comentarios. A veces, cuando regreso a ese texto aún se me llenan los ojos de lágrimas que me recuerdan que aún no he sanado.
Siempre odié mis brazos. Los odio hasta hoy, aunque he intentado reconciliarme con ellos innumerables veces. Digan lo que me digan, yo siempre los veo gordos. Digan lo que me digan, siempre evito las blusas sin mangas. ¿He intentado ejercitarme? Sí. ¿He intentado comer mejor? También. ¿He intentado amar mis brazos gordos? Una vez, y regresé a mi casa a cambiarme. No es fácil. Y el discurso del amor al cuerpo, mientras en mis redes consumo cuerpos perfectos, me hace ruido a diario.
Es gracioso cuando, a modo de consuelo, entre las amigas decimos cosas como: es que se operó, es puro Photoshop, full filtro. Y es gracioso porque ahí estoy yo subiendo una foto claramente fajada hasta morir, editando mi cintura para verme como quiero.
Pienso si, quizá, alguna vez alguien se comparó con el cuerpo que por supuesto no tengo y que creé para mí y mis redes, o si quizá alguien alguna vez se dio cuenta y se burló porque descubrió que no me amo. Descubrió que no me amo y no hago revolución con mi cuerpo, no desafío al modelo de belleza hegemónica, porque secretamente quiero seguir siendo parte de ese modelo, aunque sea imposible porque tengo la piel canela, el pelo ondulado y mido 1.57. Descubrió que mi speech feminista y de amor propio no es tan real.
Han pasado casi dos años desde ese texto y la lucha del amor propio, las contradicciones, las relaciones con el cuerpo y la comida, continúan.
No sé si en algún momento dejaré de cuestionarme y de revisarme hasta el último detalle en una foto, no sé si algún día deje de hablar con mis amigas sobre mi cuerpo y el de ellas. No sé, pero puedo prometer que intento con todo mi corazón, todos los días, dejar de priorizar ese tema en mi cabeza.
Lo hago a pesar de los comentarios bien —o malintencionados— que a diario recibimos por parte de desconocidos y conocidos. Lo hago a pesar de la contradicción que es gritarle al mundo que dejemos de opinar de los cuerpos porque todos son hermosos mientras en secreto continúo odiando el mío.
Despojarme de mis propios estándares que no son tan propios ha sido un reto. Aún me descubro felicitando a una amiga en cuanto la veo más delgada porque mi cabeza supone que todos lo buscan, que es una meta, que forma parte del éxito. Ni siquiera sé si mi amiga está pasando por algún problema emocional o físico. Y es lo mismo cuando ‘nos llaman la atención’ porque parece que nos hemos ‘descuidado’ y ya no nos vemos tan bonitas en el vestido como antes.
Si tan solo nos pusiéramos a reflexionar sobre el poder de nuestras palabras sobre las otras personas, sin conocer las batallas internas que abarcan relaciones tóxicas con nuestra existencia, desde el cuerpo hasta la personalidad. Si tan solo la empatía nos corriera como la sangre por el cuerpo, dejaríamos de opinar tanto sobre el aspecto del resto. Pero no, es como si de alguna forma disfrutamos de ser jueces, de vivir autorizados a hacer comentarios terribles de los procesos del resto como si no transitamos los propios.
En su ensayo El mito de la belleza, Naomi Wolf dice que cuando somos niñas nos dicen que las vidas emocionantes y las aventuras les ocurren a las mujeres hermosas. Por eso pienso que quizá esta competencia eterna con el resto y nosotras mismas, pareciera de vida o muerte, porque creemos de alguna forma que sin belleza y cuerpo lindo, nadie nos va a querer tanto o por lo menos no suficiente.
Y entonces me río del chiste de que el secreto es enamorarlo hasta que olvide que no soy tan guapa, que no tengo esa nalga o esas tetas que probablemente quiera. Pero entonces me anulo y no debo, no quiero.
Dice la escritora feminista colombiana Catalina Ruiz-Navarro que entonces lo que debemos es redefinir la belleza. Y yo, que quiero tanto a estas autoras, les pido paciencia para que me entre un poco de teoría en los días en los que siento que si alguien debe elegir entre un moco y yo, va a elegir al moco.
Creo que llegaste a este párrafo y piensas, quizás, que no me amo, no tengo autoestima y no estoy aportando soluciones. Pero en realidad, tengo días muy buenos, días en los que creo que Vanessa Hudgens y yo somos fácilmente gemelas (estoy bromeando, pero no tanto) y están esos otros días que provocan extensos textos y análisis en cuentas de Instagram de cirujanos plásticos. Pero esos días malos son poderosos, porque cuestionar lo que el mercado nos vende como amor propio y lo que realmente es amarse sin presión es necesario.
Es fundamental la reflexión sobre lo político y revolucionario que es cansarse de la teoría del cuerpo, y de lo urgente que es pensar en mecanismos sobre el autocuidado, sobre el ponerle un pare a quienes siempre opinan de nuestros cuerpos y del resto. Pero sobre todo, los días de llanto sobre la balanza nos permiten analizar nuestro consumo —¿qué vemos a diario en IG o TikTok? ¿me está haciendo bien?—, nuestros propios límites y nuestra compasión con los procesos. Dice María del Mar Ramón en su libro Tirar y vivir sin culpa, que el amor propio también es un asunto político y todo lo político es colectivo. A todas nos toca redefinir la belleza.