“Esta casa no es mía” escribe Roxana Landívar (Guayaquil, 1997) en uno de los poemas de su tercer poemario, Otro colosal desencanto. Esta imagen, la de la casa ajena, me hace pensar en la desterritorialidad de quienes viven afuera y en la necesidad de crear casas imaginarias. Imaginary Homelands, diría el novelista y ensayista Salman Rushdie. En inglés, la palabra Homeland une casa con tierra y resalta su dimensión afectiva.
hablas de hacer crecer un huerto
de ir a caminar cada tarde al río
arranco la mala hierba
la leña que echaste en la chimenea
empieza a crujir
el fuego suele traer revelaciones
voces murmullos
esta casa no es mía
En el poemario de Landívar las casas son ruinas futuras. Restos de arquitectura humana. Estructuras derruidas por deliberados actos de destrucción. La destrucción es inexorable. El presente transcurre sabiéndose caduco, y cualquier posibilidad se ve truncada desde la raíz. Hay un desencanto primigenio, anterior incluso a que las cosas ocurran. Antes de que todo pase, hay señales del colapso: las monedas no caen a la laguna, el agua está sucia, “ninguno de nuestros deseos se hizo realidad”.
La migración implica una ruptura con el lugar de origen. El país natal —la tierra o la casa— deja de ser accesible de forma directa. Lo que quedan son fragmentos, recuerdos, restos. En el caso de Roxana, esa distancia se traduce en la imagen de una casa en ruinas, que simboliza tanto el pasado derrumbado como la memoria que persiste.
En Imaginary Homelands, una publicación que recopila ensayos y críticas escritos por Rushdie durante más de una década, el autor escribe que los que se van “ven el pasado a través de un espejo roto”. Landívar hace algo similar con la casa: no la habita, la reconstruye poéticamente. Cada poema es un intento de rearmar ese espejo, de nombrar un lugar que ya no existe tal como era. Así, la casa poética se convierte en un país imaginario: un espacio simbólico donde puede volver a pertenecer a través de la palabra. Lo que ella reconstruye no es el país físico, sino una geografía emocional.
En los poemas de Roxana, la casa reconstruida con palabras se erige en un intento de habitar mediante la memoria y la escritura. Al poetizar la ruina, no busca restaurar el pasado, busca aceptar la fisura y crear desde ella. Su poemario transforma la distancia y la pérdida en materia poética: la casa se vuelve un espacio de pertenencia simbólica. En ese gesto, no regresa a su país, busca reinventarlo, y hacer del lenguaje una casa.
Sin embargo, en mi lectura del poemario, la casa rota no solo hace referencia a la migración, alude a una crisis más amplia. Otro colosal desencanto es, como su título anuncia, un texto profundamente posmoderno. Aquí no hay fe en las narrativas que prometían sentido, ni en el amor romántico, ni en la familia, ni en el futuro como destino luminoso. La voz poética no busca restaurar lo que cayó, busca habitar el desencanto, asumir la intemperie como condición.

En ese gesto, el poemario dialoga con la idea de la razón estética de Chantal Maillard. Maillard propone que, ante la fractura de los metarrelatos, la única forma de conocimiento posible es la experiencia sensible, poética, corporal. Esa razón estética se manifiesta en una escritura que no explica: siente y nombra las grietas. La poeta no enuncia verdades. Observa lo que se desmorona, recoge los fragmentos y los dispone en un nuevo orden. Como escribe Maillard, “una razón estética es, en efecto, ante todo, razón poética: hacedora, creadora de realidad”.
El poemario puede también leerse desde una clave feminista, en la medida en que la voz poética se distancia de la noción tradicional del hogar como destino. El amor romántico, esa promesa ilusoria de plenitud, se revela aquí fragmentado, desarticulado, incluso ridiculizado. La afirmación “esta casa no es mía” resuena con la crítica de Emma Goldman al matrimonio, cuando señala que las mujeres, aún dentro del hogar, carecen de un lugar propio.
Goldman escribe: “ella se mueve en la casa de él, año tras año, hasta que su vida y sus relaciones humanas se vuelven tan superficiales, esquemáticas y grises como el ambiente que la rodea”. En Otro colosal desencanto, Roxana retoma ese gesto de negación y escribe: “no, a mí no me gustan los objetos que brillan no me voy a casar a los veintidós no me voy a casar nunca”. Es un rechazo frontal a la institución del matrimonio, pero también a la ficción de completud que este promete.
Otro colosal desencanto no es solamente una elegía a lo que se perdió, es también una forma de resistencia. Resistencia que se expresa desde la lucidez del desengaño y desde una estética de lo fragmentado. Roxana escribe desde el umbral de la ruina, donde la casa se ha deshecho, pero la palabra todavía puede erigir un lugar. Quizá por eso el desencanto, además de colosal, es también posibilitador: porque de entre los restos, de los escombros de los mitos y las certezas, nace una nueva forma de habitar: la del poema.





