En un Ecuador sumido en crisis, dos casos de violencia política de género exponen cómo el poder manipula las luchas feministas y trivializa la justicia para las mujeres en política.
Ecuador es actualmente el epicentro del terror: secuestros, muertes violentas, revelaciones de chats que destapan la delincuencia organizada y una fiscalía que guarda silencio.
Todo esto ocurre en la oscuridad, simbólica y literalmente, porque ni siquiera tenemos luz debido a un gobierno que parece tener otras prioridades, como exiliar a una periodista o perseguir, de forma alarmante, a su vicepresidenta para impedirle asumir las funciones que, por ley, le corresponden.
Y mientras el país atraviesa uno de los momentos más oscuros de su historia, leemos y escuchamos en los medios de comunicación la expresión «violencia política de género».
En agosto de este año, la asambleísta Lucía Jaramillo, ex socialcristiana y ahora ferviente seguidora del partido oficialista, presentó una denuncia ante el Tribunal Contencioso Electoral (TCE) contra el alcalde de Guayaquil, Aquiles Álvarez, por violencia política de género. La razón: Álvarez se refirió a ella como «niña vaga» en su cuenta de Twitter, en el contexto de la creación del Frente Parlamentario de Lucha contra el Tráfico de Combustible. Tras la denuncia, Jaramillo informó a los medios de comunicación que se abriría una investigación sobre una de las empresas en la que el alcalde figura como accionista. El TCE resolvió que la denuncia procedía y sancionó al alcalde.
Hoy, el país conoció que la vicepresidenta, Verónica Abad, fue sancionada por el Ministerio de Trabajo por “abandonar injustificadamente su lugar de trabajo por cinco días”, en lo que parece una persecución tan evidente como desquiciada por parte del presidente de la República, Daniel Noboa, hacia su segunda al mando.
La envió a zonas de conflicto, inició un proceso de investigación contra su hijo, le negó vacaciones y ha intentado enjuiciarla penalmente. Todo esto con el objetivo de que Abad renuncie y no pueda asumir el cargo cuando el presidente, por ley, deba ceder temporalmente la banda presidencial para postularse como candidato.
Nos encontramos ante dos escenarios, con dos mujeres en el centro del debate sobre la violencia política de género, definida como el fenómeno que impide a las mujeres participar libremente en la política. Este tipo de violencia se manifiesta a través de cualquier acción, conducta u omisión, entre otros, que, basada en el género, de forma individual o grupal, tiene como propósito o resultado menoscabar, anular, impedir, obstaculizar o restringir sus derechos.
Esta es una lucha histórica de las mujeres, una que va desde la concienciación hasta la sanción efectiva. Sin embargo, en este país, la justicia parece no seguir protocolos, sino acomodarse a los líderes de turno; es bien sabido que ser mujer en política implica estar bajo doble escrutinio en todo momento.
Actualmente, Lucía Jaramillo es parte del partido oficialista, responsable del corte del presupuesto al Ministerio de la Mujer y derechos humanos y el mismo que no ha descansado en su esfuerzo por hundir a Abad, dedicando a esta persecución un trabajo que bien podría dirigirse a luchar contra la delincuencia, el narcotráfico o, al menos, a encontrar una solución viable al problema de la falta de energía eléctrica. Jaramillo habla de su caso y afirma tener argumentos para demostrar que lo dicho por Álvarez constituye violencia de género; sin embargo, desde una perspectiva objetiva —como debe ser la justicia— e incluso académica, el caso entre Jaramillo y Álvarez no califica como tal.
En cambio, ha dejado un precedente lamentable que trivializa las violencias reales que sufren las mujeres en lo privado y en lo público. ¿Por qué? Porque la política es un espacio de confrontación y la expresión “vaga” no es un estereotipo histórico que busque anular el ejercicio de los derechos políticos de Jaramillo ni califica como violencia política, ni siquiera en términos generales.
Lo que sí ha hecho el gobierno al que pertenece Jaramillo es emprender una persecución sostenida contra Abad, sin miramientos, con el objetivo de que renuncie o de cesarla de su cargo a como dé lugar. Lo que Abad está sufriendo es, definitivamente, violencia política y de género, pues, al negarle vacaciones (tocando incluso su vida privada) y abrir un proceso contra su hijo mientras ella está en una zona de conflicto, estos ataques se convierten en una forma de violencia de impacto diferenciado y desventajoso.
Hoy además, se evidencia a una ministra de trabajo que responde directamente al presidente y no a la ley, ignorando el estado de derecho, poniendo en riesgo la democracia y la participación política de las mujeres. Algo que, en realidad, poco sorprende pues estamos hablando del mismo gobierno que decidió invadir una embajada sin miedo a las consecuencias.
El alcalde de Guayaquil incluso tiene pruebas de que, en su momento, Jaramillo no aparecía en la oficina sin justificación. Yo opino que la gente que cobra un sueldo sin trabajar no es solo vaga; es corrupta. Abad, quien es una mujer que abiertamente rechaza el derecho al aborto y que insinuaba que la violencia de género no existía, hoy, lastimosamente, lo está viviendo en carne propia. Las feministas podríamos dedicarnos a señalar, pero no evidenciar esta situación sería hacerle el juego a quienes han salido impunes de violentar a las mujeres sistemáticamente.
Otro ejemplo que puede ayudar a entender qué es la violencia política de género es cuando, en lugar de rebatir argumentos, nos enfocamos en el aspecto físico de alguna autoridad. Aunque estas críticas también pueden dirigirse hacia los hombres, históricamente han recaído con mayor frecuencia sobre las mujeres en el ámbito público.
¿Es un tema de derechos humanos? Por supuesto. Los derechos de las mujeres son derechos humanos, y sería ideal que el ministerio correspondiente —que parece optar siempre por el silencio— se pronunciara en estos casos, al menos para informar sobre la violencia política de género y señalar estos ejemplos, llamando la atención del Tribunal Contencioso Electoral (TCE) o del gobierno al que responden. No debemos olvidar que la tibieza es una forma de corrupción y que no se puede usar las luchas de las mujeres según convenga, ya que esto da pie a la continua desacreditación y trivialización de los casos que realmente necesitan justicia.
Como feminista y defensora de los derechos humanos, condeno a quienes sostienen a este gobierno que violenta los derechos políticos de las mujeres y a quienes, por ponerse un pañuelo morado durante 15 minutos de una lucha que desconocen, dicen representarnos cuando están del lado de los violentadores.