Hay deudas históricas que merecen reparaciones históricas. ¿La diversificación de los espacios de toma de decisiones es lo mínimo? Sí.
«¡Qué importa el género, lo importante es que hagan bien su trabajo!». Es uno de los comentarios que, de cajón, se reproducen cada vez que se cuestiona la falta de diversidad de género en algún espacio estatal de toma de decisiones.
En el mundo de lo invisible no hay géneros. Tampoco hay razas ni colores ni clases sociales ni edades. Todas las personas somos identificadas bajo una misma categoría igualitaria: la de seres humanos.
Ese mundo —idílico— no existe para muchas personas que deben enfrentarse a recordatorios constantes e indolentes de que su identidad las condiciona dentro de la sociedad: les prohíbe el ejercicio de su autonomía, les niega puestos de trabajo, los mata. Da igual cuánto se insista en negarlo.
¿Qué importa el género? Importa. Mucho. Si no importara, habría diversidad.
Aunque esta diversidad no se debe medir estrictamente en relación al binarismo hombre-mujer, sino que tiene que ser más amplia, con observación de todas aquellas categorías de identidad —no solo de género— que nos atraviesan a las personas, raza y clase (aunque no exclusivamente esas).
Ahora, esto no implica que eso sea lo único que importa.
Es evidente que el hecho de que personas que son parte de grupos sociales que históricamente se han visto imposibilitados de acceder a espacios estatales de toma de decisiones no garantiza realmente transformaciones materiales.
Primero, porque el solo acceso a un espacio de poder no otorga un superpoder de cambio. Segundo, porque puede resultar estéril pretender edificar igualdad sobre la base de desigualdades. Y tercero, porque no todas las personas que son parte de grupos sociales excluidos tienen las mismas motivaciones ideológicas: no somos un monolito.
Cuestionamientos como esos son valiosos aportes a las reflexiones sobre la diversificación de la política institucional. Sin embargo, mientras cuestionamos las estructuras de poder, la vida sigue desarrollándose bajo sus órdenes.
No deja de ser crucial el mensaje que se transmite cuando un gobierno tiene un notable desinterés en aplicar las perspectivas de género, raza, clase, entre otras, en la selección de personas involucradas en los espacios de toma de decisiones. Y es que sin diversidad no hay ni siquiera el intento de encuentro.
La diversidad no asegura cambios profundos y tampoco debe ser usada como un arma de anticríticas porque todas las personas estamos sujetas a críticas, más aún las que están en espacios de poder; pero sí abre la posibilidad de nuevas miradas en esos espacios. Y, aunque no sea así: ver a personas que se nos parecen o con las que compartimos experiencias sociales similares puede resultar un acto simbólico significativo.
Hay quienes, en esa línea, sostienen que «el verdadero problema» (como si hubiese uno solo) radica en que no hay personas que son parte de grupos sociales excluidos dispuestas a participar de forma activa en política institucional. Hay dos cosas que puedo mencionar al respecto.
Primero, no todos los cargos estatales de toma de decisiones se ganan por elección popular o por méritos. Algunos, muy importantes, como los de los ministros, dependen exclusivamente de la voluntad de un servidor público: el presidente.
Segundo, ¿quiénes pueden obtener los méritos a los que hacen referencia? No todas las personas. Y esto no significa un desmerecimiento a los esfuerzos que han atravesado o atraviesan las personas que han obtenido o buscan obtener méritos, sino más bien un señalamiento a fallas sustanciales.
No tiene sentido hablar de un acceso justo a oportunidades por medio de méritos en sistemas desiguales, donde la mayoría de veces esos méritos solo pueden obtenerse gracias a ventajas sistémicas.
Es un círculo vicioso en el que quienes se quedan atrás son, nuevamente, quienes históricamente han recibido la carga negativa de la desigualdad.
¿Cuál es la posibilidad de que alguien obtenga méritos, académicos por ejemplo, si tiene que trabajar más de ocho horas al día para alcanzar lo mínimo para vivir sin tiempo alguno para siquiera poder culminar sus estudios universitarios?
Si le ponemos género y raza a ese alguien, nos encontramos con que «entre las personas de mayor nivel educacional (ocho años y más de instrucción) el extremo superior de la escala de ingresos es ocupado por los hombres no indígenas ni afrodescendientes, seguidos por los hombres afrodescendientes, las mujeres no indígenas ni afrodescendientes, las mujeres afrodescendientes, los hombres indígenas y, finalmente, las mujeres indígenas», según el informe Mujeres afrodescendientes en América Latina y el Caribe: Deudas de igualdad, de CEPAL. Acceso justo a oportunidades, pero ¿con qué oportunidades?
Es decir que, por un lado, se continúa negando la posibilidad de acceder a espacios de toma de decisiones a quienes, siendo parte de grupos sociales excluidos, tienen actual disponibilidad para aportar en esos espacios.
Por otro lado, se continúa negando la posibilidad de alcanzar esa disponibilidad a tantas otras personas que son parte de esos grupos, a causa de la falta de garantía de derechos fundamentales, como el de la educación integral o el del trabajo justo.
Hay deudas históricas que merecen reparaciones históricas. ¿La diversificación de los espacios de toma de decisiones es lo mínimo? Sí. Y lo mínimo no debe ser lo aspiracional, pero hay un problema gravísimo cuando ni siquiera a lo mínimo se puede llegar.