El derecho a envejecer

¿Por qué el sistema nos empuja a las mujeres a lucir siempre jóvenes mientras que a los hombres los exalta por su belleza madura?

CARLA V. PATIÑO

Hace poco cumplí 31 años y empecé a notar las arrugas que tengo debajo de los ojos. Casi al mismo tiempo y sin darme cuenta, en los últimos años, me he visto rodeada de publicidad recomendándome una serie de productos para mantener mi rostro joven.

Hay productos coreanos, japoneses, naturales. Ácidos, fillers, bótox. El 90% de quienes me recomiendan esta versión contemporánea del elíxir de la juventud en TikTok, Instagram, Facebook y hasta en Twitter, son mujeres. Algunas al menos una década más jóvenes que yo recomiendan tratamientos preventivos de bótox. La meta: no verme a los treinta como una mujer de cuarenta, cincuenta, sesenta.

Es empoderamiento, es salud, se nos dice. Es parte de un discurso que posiciona que el amor propio también puede comprarse en una botellita en la tienda más cercana a un no-tan módico precio. El amor propio se capitaliza y es una inversión para el futuro. 

Foto: Pexels

Y con los últimos años ha resultado más evidente que somos las mujeres las principales receptoras de ese mensaje de supuesto empoderamiento reflejado en autocuidado estético. No he visto este mismo discurso replicado en un público masculino.

Mi cara siempre ha tenido ojeras. Es algo con lo que nací y con lo que moriré. Siempre estarán ahí. En algún momento de mi vida traté de romantizarlas en un vano intento por seguir los trends de amor propio que me decían que soy perfecta como soy. Pero siento que es revolucionario tratarlo como algo neutral: están ahí y no se van a ir, no importa cuántas cremas utilice. A medida que pasan los años, siento que se me pone una presión aún mayor por esconder el paso del tiempo en mis manos, mi rostro y mi cuello.

Y es difícil olvidar que yo también tengo el derecho a envejecer.

No creo que sea útil, sin embargo, juzgar a las mujeres que sí recurren a estos métodos y rituales de belleza para sentirse más a gusto consigo mismas. Todas, absolutamente todas, vivimos en un sistema patriarcal, y cada una escoge la manera de afrontarlo. Sería ingenuo pensar, por ejemplo, que a las mujeres de todas las edades se nos trata igual. Casi como si nosotras tuviéramos fecha de caducidad a los 35, quizás 40. De la misma forma, hay una presión constante por mantener cierto grado estético frente a la sociedad.

Cuántas veces he escuchado críticas a mujeres por no pintarse las canas o por llegar sin maquillaje a la oficina. Al contrario, existe una categoría denominada silver fox para describir a un hombre con canas. Y también está ese término popular en la década pasada para describir a un hombre que se preocupaba por su presentación estética: metrosexual. Es como si ser mujer y ser humano fuesen dos clasificaciones distintas. O, más bien, como si ser mujer tuviese intrínsecamente más dificultades a la hora de poder mostrarse frente al otro. De piel inmutable y perfecta, juvenil y bonita. Sin una sola cana a la vista.

Creo que el culpable es el sistema en el que vivimos. Creo que debemos preguntarnos qué es lo que nos hace evadir la vejez y de dónde nació esa urgencia por tapar los años. Por qué ese mercado busca alimentarse de mujeres cada vez más jóvenes con el discurso de empoderamiento y salud cuando probablemente el bloqueador solar, una buena alimentación y evitar el cigarrillo sean alternativas más razonables (y baratas) para mantener la piel saludable. 

En uno de sus ensayos en Trick Mirror: Reflections on Self-Delusion, la escritora canadiense-estadounidense Jia Tolentino medita acerca de lo mucho que le cuesta a nuestra sociedad despegarse de estándares estéticos para juzgar a las mujeres. Actualmente, menciona Tolentino, es políticamente importante autodesignarnos como hermosas. Todas somos bellas, se nos dice en la publicidad, sin cuestionar por qué este factor es el que hemos escogido democratizar. Y es que políticamente este rebranding al que se ha tenido que ajustar el feminismo mainstream hace que la veneración a la belleza sea transformada en autocuidado y amor propio.

Ignorar esa obligación implícita de ser that girl y tener una rutina de autocuidado en contra de arrugas, ojeras y manchas en la piel a las cinco de la mañana todos los días porque se nos la presenta como una extensión de cuánto nos amamos. Al final, habitar el propio cuerpo y la piel también se convierte en un acto de rebeldía, porque después de todo, ¿qué hay de malo en verme como una mujer de treinta y cinco cuando tenga treinta y cinco años?

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    Hay productos coreanos, japoneses, naturales. Ácidos, fillers, bótox. El 90% de quienes me recomiendan esta versión contemporánea del elíxir de la juventud en TikTok, Instagram, Facebook y hasta en Twitter, son mujeres. Algunas al menos una década más jóvenes que yo recomiendan tratamientos preventivos de bótox. La meta: no verme a los treinta como una mujer de cuarenta, cincuenta, sesenta.

    Es empoderamiento, es salud, se nos dice. Es parte de un discurso que posiciona que el amor propio también puede comprarse en una botellita en la tienda más cercana a un no-tan módico precio. El amor propio se capitaliza y es una inversión para el futuro. 

    Foto: Pexels

    Y con los últimos años ha resultado más evidente que somos las mujeres las principales receptoras de ese mensaje de supuesto empoderamiento reflejado en autocuidado estético. No he visto este mismo discurso replicado en un público masculino.

    Mi cara siempre ha tenido ojeras. Es algo con lo que nací y con lo que moriré. Siempre estarán ahí. En algún momento de mi vida traté de romantizarlas en un vano intento por seguir los trends de amor propio que me decían que soy perfecta como soy. Pero siento que es revolucionario tratarlo como algo neutral: están ahí y no se van a ir, no importa cuántas cremas utilice. A medida que pasan los años, siento que se me pone una presión aún mayor por esconder el paso del tiempo en mis manos, mi rostro y mi cuello.

    Y es difícil olvidar que yo también tengo el derecho a envejecer.

    No creo que sea útil, sin embargo, juzgar a las mujeres que sí recurren a estos métodos y rituales de belleza para sentirse más a gusto consigo mismas. Todas, absolutamente todas, vivimos en un sistema patriarcal, y cada una escoge la manera de afrontarlo. Sería ingenuo pensar, por ejemplo, que a las mujeres de todas las edades se nos trata igual. Casi como si nosotras tuviéramos fecha de caducidad a los 35, quizás 40. De la misma forma, hay una presión constante por mantener cierto grado estético frente a la sociedad.

    Cuántas veces he escuchado críticas a mujeres por no pintarse las canas o por llegar sin maquillaje a la oficina. Al contrario, existe una categoría denominada silver fox para describir a un hombre con canas. Y también está ese término popular en la década pasada para describir a un hombre que se preocupaba por su presentación estética: metrosexual. Es como si ser mujer y ser humano fuesen dos clasificaciones distintas. O, más bien, como si ser mujer tuviese intrínsecamente más dificultades a la hora de poder mostrarse frente al otro. De piel inmutable y perfecta, juvenil y bonita. Sin una sola cana a la vista.

    Creo que el culpable es el sistema en el que vivimos. Creo que debemos preguntarnos qué es lo que nos hace evadir la vejez y de dónde nació esa urgencia por tapar los años. Por qué ese mercado busca alimentarse de mujeres cada vez más jóvenes con el discurso de empoderamiento y salud cuando probablemente el bloqueador solar, una buena alimentación y evitar el cigarrillo sean alternativas más razonables (y baratas) para mantener la piel saludable. 

    En uno de sus ensayos en Trick Mirror: Reflections on Self-Delusion, la escritora canadiense-estadounidense Jia Tolentino medita acerca de lo mucho que le cuesta a nuestra sociedad despegarse de estándares estéticos para juzgar a las mujeres. Actualmente, menciona Tolentino, es políticamente importante autodesignarnos como hermosas. Todas somos bellas, se nos dice en la publicidad, sin cuestionar por qué este factor es el que hemos escogido democratizar. Y es que políticamente este rebranding al que se ha tenido que ajustar el feminismo mainstream hace que la veneración a la belleza sea transformada en autocuidado y amor propio.

    Ignorar esa obligación implícita de ser that girl y tener una rutina de autocuidado en contra de arrugas, ojeras y manchas en la piel a las cinco de la mañana todos los días porque se nos la presenta como una extensión de cuánto nos amamos. Al final, habitar el propio cuerpo y la piel también se convierte en un acto de rebeldía, porque después de todo, ¿qué hay de malo en verme como una mujer de treinta y cinco cuando tenga treinta y cinco años?

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