La edad de plata

¿Cómo una mujer decide que el color de su cabello lo definan sus canas?

ADELAIDA JARAMILLO

El cabello de mi abuela era divino. No era blanco, porque ella, como mi tía Colombia, usaba Fancy-full para que quedara plateado. Y así como la plata, sus cabellos brillaban. A veces me parecía que eran como los hilos del algodón de azúcar que confabulan nubes. Verlas fue parte de mi infancia, cuando visitaba la casa en la que vivían juntas.

En la mía había fotografías de mi mamá, Adelaida, con el peinado “bomba”. En ese entonces su cabellera era larga y poblada, envidiable, pero la enredaba para darle más volumen porque en esa época, la que tenía el cabello más abultado era la más guapa, decía ella; aunque su hermano la llamaba “araña peluda” por la cantidad de pelo que tenía. Yo nunca alcancé a verla así. El peinado que conocí de mamá era corto, fácil de peinar y sobre todo, oscuro.

Un registro fotográfico de las mujeres de mi familia con el cabello color plata.

Recuerdo que empezó a dejarse un mechón blanco en la parte de adelante, una excentricidad que la hacía parecerse a Cruella De Vil, la villana de los 101 Dálmatas. La primera vez que me di cuenta que usaba tinte fue porque la vi envolviendo ese mechón en papel aluminio para que no se manchara con el tono castaño oscuro que se aplicaba. Me parecía raro, pero me gustaba que mi mamá tuviera un rasgo distintivo.

Y aunque ver sus cabellos me era natural, me hubiera gustado que me cuenten que las canas, a las que me presentaron muy joven, tenían un rasgo genético. Me hubiera gustado que me preparen para la batalla contra el prejuicio y contra el sistema que podría enfrentar cuando comenzara a pasarme a mí.

§

No recuerdo qué edad tenía cuando apareció mi primera cana, pero sí el horror colectivo que aportó a mi indecisión, la división entre los bandos que pedían arrancármela y los que me decían “no, no te la arranques porque siete más vienen al entierro”. En ese momento no estaba preparada para recibir a las invitadas a la velación, pero hoy reprocho que mi decisión haya sido negarlas.

Pasaron muchos años para que me detuviera frente al espejo a ver cómo crecían de manera incontrolable. Pasaron muchos colores. Pasaron muchas planchas, onduladores y otras herramientas para que se viera joven, o al menos de mi edad, porque las canas me presionaban para que consienta algo que yo no quería: el paso del tiempo.

Pasó que la “araña peluda” se quedó sin pelo por enfrentar un tratamiento de quimioterapia y entonces, como una sentencia, entiendes que la vida y el tiempo pasan y que no hay nada ni nadie que lo detenga y que pelear contra ellos es absurdo.

Mi mamá nunca nos dejó ver su cabeza descubierta durante ese tiempo y la pérdida de cabello la hizo llorar más que la noticia de su enfermedad. Yo la veía y me sentía devastada, porque sabía que ni una peluca, ni un turbante iban a recuperar lo que ella había perdido, pero sobretodo, me sentía mal porque no fui capaz de perder mi cabello para acompañarla.

Cuando su cabello volvió a crecer, Adelaida se parecía a su mamá. Su cabeza estaba llena de hilitos blancos y juro que nunca antes vi nada más hermoso que eso. Me tomó un tiempo tomar la decisión de parecerme a ella, pero la tomé.

Hace ocho meses dejé de teñirme las canas. Los dos primeros meses las cubría con un espray del color de mi cabello, no porque no estuviera lista, sino porque no me gustaba lucir descuidada y llevar tantos colores en mi cabeza. Parecía una bandera.

Si hubiera meditado en que mi decisión era el acto más político que había concebido hasta el momento, hubiera izado la bandera de mi nueva Patria más alto.

Cuando empecé este camino pensaba que el pelo me crecía rapidísimo. Estaba apurada. Seguía dentro del ritmo acelerado impuesto por el sistema. Seguía respondiendo a la inmediatez y me atreví a tomar la decisión por eso y, porque me enviaron una cuenta de una mujer que tenía el pelo largo, blanco, hermoso y me dijeron que siga el hashtag #SilverSisters en Instagram.

Ahora, después de ocho meses y con solo cinco dedos de raíces blancas llegué a un pacto con mi paciencia y abracé la relación más larga que tendré en mi vida. Aunque suene banal, esas mujeres de Instagram me mostraron que no hay un solo camino, y que el mío, el de mi abuela y el de mi madre, con fallas y aciertos, siempre será el mejor.

“¡Sigues con ese pelo! Esa lucha no te va a llevar a ninguna parte”, me decía Luna en la peluquería cuando permití que mi cabello siga su curso natural. Ya no lo hace. Hoy me dice que vaya para hacerme un tratamiento, porque las canas tienen una textura que necesita otro cuidado.

Luna entendió que mi lucha me ha llevado a quererme tanto que cuando veo mis fotos de hace nueve meses, con el cabello tinturado no me reconozco. Me veo y no entiendo quién era esa persona entregada a ese sistema que te empuja a ser joven para siempre y, creo que por más cariño que le tuve a esa mujer, jamás volveré a ser ella.

Esta decisión me ha enseñado mucho más de lo que pensé cuando la tomé.

Ahora miro hacia adelante, hacia vivir mi vida sin que me importe el prejuicio que puede causar el cabello y, aunque no tengo descendencia a quien contarle sobre mis canas, mi cabello cuenta una historia que es pública.

Hoy siento que cuando salgo a la calle o publico una foto modifico ese prejuicio, al menos, en una persona. Cuando me ven, le cuento una historia a alguien que sufre con su cabello o a alguien quetiene una lucha con el suyo.

Hoy mi cabello es la bandera de mi Patria, que es la de mi madre y la de mis abuelas. Nunca he sentido tanto poder como siento hoy. Mi cuerpo nunca ha sido tan político.

 

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    ADELAIDA JARAMILLO

    El cabello de mi abuela era divino. No era blanco, porque ella, como mi tía Colombia, usaba Fancy-full para que quedara plateado. Y así como la plata, sus cabellos brillaban. A veces me parecía que eran como los hilos del algodón de azúcar que confabulan nubes. Verlas fue parte de mi infancia, cuando visitaba la casa en la que vivían juntas.

    En la mía había fotografías de mi mamá, Adelaida, con el peinado “bomba”. En ese entonces su cabellera era larga y poblada, envidiable, pero la enredaba para darle más volumen porque en esa época, la que tenía el cabello más abultado era la más guapa, decía ella; aunque su hermano la llamaba “araña peluda” por la cantidad de pelo que tenía. Yo nunca alcancé a verla así. El peinado que conocí de mamá era corto, fácil de peinar y sobre todo, oscuro.

    Un registro fotográfico de las mujeres de mi familia con el cabello color plata.

    Recuerdo que empezó a dejarse un mechón blanco en la parte de adelante, una excentricidad que la hacía parecerse a Cruella De Vil, la villana de los 101 Dálmatas. La primera vez que me di cuenta que usaba tinte fue porque la vi envolviendo ese mechón en papel aluminio para que no se manchara con el tono castaño oscuro que se aplicaba. Me parecía raro, pero me gustaba que mi mamá tuviera un rasgo distintivo.

    Y aunque ver sus cabellos me era natural, me hubiera gustado que me cuenten que las canas, a las que me presentaron muy joven, tenían un rasgo genético. Me hubiera gustado que me preparen para la batalla contra el prejuicio y contra el sistema que podría enfrentar cuando comenzara a pasarme a mí.

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    No recuerdo qué edad tenía cuando apareció mi primera cana, pero sí el horror colectivo que aportó a mi indecisión, la división entre los bandos que pedían arrancármela y los que me decían “no, no te la arranques porque siete más vienen al entierro”. En ese momento no estaba preparada para recibir a las invitadas a la velación, pero hoy reprocho que mi decisión haya sido negarlas.

    Pasaron muchos años para que me detuviera frente al espejo a ver cómo crecían de manera incontrolable. Pasaron muchos colores. Pasaron muchas planchas, onduladores y otras herramientas para que se viera joven, o al menos de mi edad, porque las canas me presionaban para que consienta algo que yo no quería: el paso del tiempo.

    Pasó que la “araña peluda” se quedó sin pelo por enfrentar un tratamiento de quimioterapia y entonces, como una sentencia, entiendes que la vida y el tiempo pasan y que no hay nada ni nadie que lo detenga y que pelear contra ellos es absurdo.

    Mi mamá nunca nos dejó ver su cabeza descubierta durante ese tiempo y la pérdida de cabello la hizo llorar más que la noticia de su enfermedad. Yo la veía y me sentía devastada, porque sabía que ni una peluca, ni un turbante iban a recuperar lo que ella había perdido, pero sobretodo, me sentía mal porque no fui capaz de perder mi cabello para acompañarla.

    Cuando su cabello volvió a crecer, Adelaida se parecía a su mamá. Su cabeza estaba llena de hilitos blancos y juro que nunca antes vi nada más hermoso que eso. Me tomó un tiempo tomar la decisión de parecerme a ella, pero la tomé.

    Hace ocho meses dejé de teñirme las canas. Los dos primeros meses las cubría con un espray del color de mi cabello, no porque no estuviera lista, sino porque no me gustaba lucir descuidada y llevar tantos colores en mi cabeza. Parecía una bandera.

    Si hubiera meditado en que mi decisión era el acto más político que había concebido hasta el momento, hubiera izado la bandera de mi nueva Patria más alto.

    Cuando empecé este camino pensaba que el pelo me crecía rapidísimo. Estaba apurada. Seguía dentro del ritmo acelerado impuesto por el sistema. Seguía respondiendo a la inmediatez y me atreví a tomar la decisión por eso y, porque me enviaron una cuenta de una mujer que tenía el pelo largo, blanco, hermoso y me dijeron que siga el hashtag #SilverSisters en Instagram.

    Ahora, después de ocho meses y con solo cinco dedos de raíces blancas llegué a un pacto con mi paciencia y abracé la relación más larga que tendré en mi vida. Aunque suene banal, esas mujeres de Instagram me mostraron que no hay un solo camino, y que el mío, el de mi abuela y el de mi madre, con fallas y aciertos, siempre será el mejor.

    “¡Sigues con ese pelo! Esa lucha no te va a llevar a ninguna parte”, me decía Luna en la peluquería cuando permití que mi cabello siga su curso natural. Ya no lo hace. Hoy me dice que vaya para hacerme un tratamiento, porque las canas tienen una textura que necesita otro cuidado.

    Luna entendió que mi lucha me ha llevado a quererme tanto que cuando veo mis fotos de hace nueve meses, con el cabello tinturado no me reconozco. Me veo y no entiendo quién era esa persona entregada a ese sistema que te empuja a ser joven para siempre y, creo que por más cariño que le tuve a esa mujer, jamás volveré a ser ella.

    Esta decisión me ha enseñado mucho más de lo que pensé cuando la tomé.

    Ahora miro hacia adelante, hacia vivir mi vida sin que me importe el prejuicio que puede causar el cabello y, aunque no tengo descendencia a quien contarle sobre mis canas, mi cabello cuenta una historia que es pública.

    Hoy siento que cuando salgo a la calle o publico una foto modifico ese prejuicio, al menos, en una persona. Cuando me ven, le cuento una historia a alguien que sufre con su cabello o a alguien quetiene una lucha con el suyo.

    Hoy mi cabello es la bandera de mi Patria, que es la de mi madre y la de mis abuelas. Nunca he sentido tanto poder como siento hoy. Mi cuerpo nunca ha sido tan político.

     

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