Silvana Tapia: «La narrativa del narco funciona como cortina de humo»

La abogada y feminista anticarcelaria cuencana Silvana Tapia conversó con INDÓMITA sobre la actual crisis penitenciaria de Ecuador.

THALÍE PONCE

Silvana Tapia es abogada, especialista en derecho penal y PhD en estudios socio-legales. Desde la academia, se ha dedicado a estudiar temas como teorías feministas del derecho, crítica al derecho penal, teorías decoloniales y metodologías cualitativas interdisciplinarias, entre otros.  En Twitter —donde se identifica como @silvilunazul— se enuncia como feminista anticarcelaria. Es cuencana y es miembro de la Alianza Contra Prisiones, una organización que considera que desde la sociedad civil se debe empezar a discutir el término necropolítica para hablar de la actual crisis carcelaria.

INDÓMITA conversó con ella sobre feminismo anticarcelario, la situación de las cárceles en Ecuador y el discurso que maneja el Gobierno actual al respecto.

-Te identificas como feminista anticarcelaria, ¿cómo se intersectan estos dos pensamientos? ¿qué implica este concepto?

Para mí sería difícil entender al feminismo sin ser al mismo tiempo antipunitivista, porque entre los grupos más violentados por el aparato penal están las mujeres y los cuerpos feminizados, como las mujeres trans y las sexualidades disidentes. El aparato carcelario es sexista y cis-sexista, es decir que discrimina también a las identidades de género disidentes. Es racista y clasista. Se opone a las redes de cuidado que suelen sostener las mujeres para, a su vez, sostener la vida. Puede quebrar relaciones afectivas importantes, pero también incluso económicas.

Desde ese punto de vista, un feminismo contrahegemónico —opuesto a la discriminación,  que trate de disputar el sentido colonial del conocimiento, de la ley, de la justicia— para mí es necesariamente anticarcelario. El sistema carcelario en este momento de la historia es comparable a lo que fue la esclavitud. Aunque formalmente está abolida, todavía existen formas de esclavitud moderna, pero la cárcel y la pena privativa de la libertad son legítimas y legales.  Se trata de una de las instituciones más paradójicas en nuestra forma de entender la comunidad y hay que disputar ese sentido. El feminismo tiene que estar dentro de esa agenda porque se trata de una de las instituciones más opresivas.

-Desde algunos medios de comunicación y la sociedad se han establecido comparaciones de lo que sucede en Ecuador con otros países como Colombia. ¿Crees que caben las comparaciones?

Hay comparaciones útiles, por ejemplo, lo que ha sucedido en El Salvador, donde el problema de las maras es sistémico. Ahí, la prisionización masiva no ha tenido ningún resultado, por el contrario, algunos estudios  muestran que la encarcelación masiva ha fortalecido a las maras porque ha facilitado su logística. Esa es una comparación posible, pero no es exactamente igual. Las comparaciones son un arma de doble filo.

Como las narrativas que se manejan en los medios comerciales y desde el propio Gobierno hablan del narco, bandas y cárteles, se ha comparado la situación del Ecuador con la de México y en algún momento la de Colombia, aunque el caso colombiano tiene sus propias aristas y particularidades. 

Además, existen narrativas que espectacularizan el narco, como las series de Netflix y las telenovelas que simplifican la historia e incluso la caricaturizan. En este momento, si bien hay un elemento de verdad en el problema del narcotráfico y de las bandas, organizaciones o pandillas, se está haciendo una utilización perversa de esta sobresimplificación por parte del Gobierno. Porque si hablamos de bandas, sonaría a que en las cárceles se están enfrentando narcos unos contra otros y matándose entre sí, pero —y fue evidente en la última masacre— realmente terminan siendo carne de cañón personas que ni siquiera tenían sentencia en firme o que ni siquiera debían estar allí, como Helen Brigitte (Maldonado), una mujer trans asesinada en la última masacre. Se desvía mucho la atención: la narrativa del narco funciona como cortina de humo y por eso tenemos que cuidar las comparaciones. Quizás es mejor mirar la crisis en términos geopolíticos más regionales. 

De acuerdo con el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, la actual crisis penitenciaria tiene condiciones de ataque sistemático, planificado y previsible. | Foto: Cortesía CDH

-¿Qué evidencia la muerte de Helen Brigitte Maldonado? ¿Qué revela sobre la relación entre el Estado y el sistema carcelario con los cuerpos que existen fuera de lo normativo?

Este caso sobrecogedor nos muestra la verdadera cara de la política carcelaria, de las prioridades del gobierno y la no materialización de los derechos y garantías que deberían asistir a la sociedad civil. Su historia muestra en una sola biografía lo peor de la forma en la que entendemos la justicia. Helen Brigitte se encontraba encarcelada por el delito de tenencia de sustancias sujetas a control y, como sabemos, el consumo y el microtráfico están superpuestos y los criterios que se utilizan no permiten diferenciarlos. El microtráfico es un fenómeno diferente al narcotráfico de los cárteles: muchas veces es una actividad de supervivencia y están inmersas mujeres que no son parte de bandas, sino que están buscando una forma de procurarse la vida en una comunidad que les ofrece muy poco y con un Estado que no provee de servicios. 

Esa situación revela la relación estrecha entre la precarización y la violencia del Estado y la narrativa acerca de las drogas. Por otro lado, está la absoluta inobservancia del Estado de un derecho consagrado en la Constitución y en todos los sistemas de derechos humanos del mundo: el derecho de identidad de género. Como mujer trans, Helen tenía el derecho de estar en un pabellón de mujeres y este debía garantizarse. Ella fue torturada e incinerada, muestra de que existe un ensañamiento violento contra los cuerpos disidentes, que no se conforman a una serie de identidades dominantes. Su caso revela la verdadera cara de lo que está ocurriendo, en contraste con la narrativa del oficialismo. Las personas más vulnerabilizadas y precarizadas son quienes terminan pagando con su vida una política de estado de exterminio.

-Hace unos días, en un comunicado de la Alianza Contra las Prisiones, decían que debemos dejar de hablar —desde la sociedad— de una crisis para empezar a hablar de necropolítica. ¿Qué implica este término y de qué forma aplica al contexto actual?

El término necropolítica fue desarrollado por el africano Achille Mbembe sobre otra idea acuñada por Michel Foucault, la biopolítica. El concepto de biopolítica sostiene que el gobierno, las políticas del Estado y todas las instituciones que hacen ordenanza —incluidas ONG y agencias internacionales de cooperación al desarrollo— deciden a quién hacen vivir, cómo se maneja la vida de la población y qué significa una vida humana óptima. Mbembe radicaliza esta noción y habla no de a quién se hace vivir, sino de a quién se expone a la muerte. Son los sectores de la población considerados desviados o inútiles quienes son expuestos a la muerte para disponer de esos cuerpos que no le son útiles al sistema del capitalismo tardío.

Esto estaría ocurriendo en Ecuador, donde vimos claramente en la última masacre una advertencia anticipada de lo que estaba ocurriendo y el Estado dejó morir a las personas al no intervenir, teniendo la obligación de hacerlo. El Estado legalmente es el garante de las vidas de las personas privadas de la libertad, porque se encuentran bajo su custodia y debe garantizar esas vidas. Es una prioridad absoluta, no cabe ninguna de las justificaciones que se han querido presentar por la no intervención.

La idea de necropolítica nos permite ver que el problema del exterminio no es incidental. Se trata de algo sistemático, que se repite, que continúa ocurriendo. Este término busca insertar en el imaginario de la ciudadanía un discurso diferente y cuestionante del discurso oficial que habla del Estado defendiendo a la ciudadanía del narco, cuando en realidad es un Estado que ataca a la ciudadanía. Podría parecer que se trata solo de la ciudadanía en prisión —que ya es gravísimo porque son personas con derechos—, pero no se queda allí, se extiende a sus familias. Hay también una violencia que nos afecta a todas y todos, una hipervigilancia en barrios empobrecidos, con el pretexto de precautelar la seguridad ciudadana. Vemos también la militarización de las calles, que no ha solucionado ni disminuido la violencia. Como ciudadanía tenemos que pensar en lo que significa esta forma de gobierno y en la urgencia de resistir a ella.

-¿Eso tiene que ver con la ausencia de condolencias de parte del Gobierno a los familiares de las víctimas en su discurso sobre la crisis?

Si bien ha habido algunas expresiones de solidaridad con las familias no ha sido algo sostenido, no ha sido el centro del discurso. Este ha sido bastante accidentado y desafortunado, la debilidad de la asesoría y de la estrategia de comunicación está manifiesta. Pero también creo importante que la sociedad civil reclame la necesidad de condolerse, de contar las historias de las personas que estuvieron ahí para que tengan un nombre, una identidad y que no sean solo un número. Que vayamos sabiendo la historia de Helen Brigitte y de las personas que estuvieron por supuesto sabotaje, pero que en realidad es criminalización de la protesta, como Víctor Guaillas, activista azuayo por los derechos de la naturaleza y del agua.


Me parece importante que las condolencias y el luto surjan desde la ciudadanía porque he visto un discurso peligroso que se ha manejado, por ejemplo, desde la Secretaría de Derechos Humanos, mostrando fotografías de su personal haciendo una suerte de acompañamiento emocional a quienes han perdido a sus seres queridos o regalando ataúdes. Eso roza un borde peligroso de que los derechos humanos pasen a ser un decir «pobrecito» y que de pronto la política pública de derechos humanos sea regalar ataúdes, algo humillante. La política de derechos humanos tiene que evitar lo que ocurrió y girar en torno a la dignidad humana, teniendo en cuenta la historia de los derechos humanos en América Latina. Los derechos humanos no son caridad ni filantropía. Me parece, además, que los silencios son sumamente reveladores: el no haber puesto al dolor de las familias y en general de toda la ciudadanía en el centro de la narrativa. Cuando se ha abordado este dolor se lo ha hecho de forma paternalista.

-Un estudio de Kaleidos señala que son en su mayoría mujeres quienes sostienen la vida en las cárceles en Ecuador. ¿Podemos decir que el sistema carcelario es sexista no solo dentro de las cárceles sino también por lo que provoca fuera de ellas?

Otra de las organizaciones que están articuladas desde la Alianza contra las Prisiones  es Mujeres de Frente. Una organización con mucha experiencia en la investigación participativa que involucra no solamente a la academia sino también al activismo, pero sobre todo el diálogo y la relación cercana con mujeres que han estado privadas de la libertad y tienen familias en las cárceles. Eso permite conocer varias aristas del problema y, como decía, siento que no es posible ser feminista sin ser anticarcelaria y viceversa. Creo que la economía de los cuidados —que no está reconocida por la economía ortodoxa, pero es la que sostiene la vida— es esencial. Y el aparato carcelario rompe de forma violenta ese tipo de redes de cuidado, esas economías que nos sostienen a todas y a todos. Pienso en algo que ha dicho Elizabeth Pinos, de Mujeres de Frente y que estuvo privada de la libertad: para ella y sus compañeras oír que se van a crear más prisiones, megacárceles, les llena de temor. Porque piensan en sus hijos, jóvenes, empobrecidos que eventualmente, supongamos, roban un celular o hacen microtráfico o son consumidores. Son ellos quienes van a ir a las cárceles y van a ser carne de cañón en una situación como la actual. Más cárceles para matar a nuestros hijos, dicen las compañeras. Así, vemos cómo la cárcel se opone a la vida y a las formas alternativas de relacionarnos, de hacer economía y hacer comunidad que de manera muy creativa muchas veces producen las mujeres. Tenemos también la experiencia de Corredores Migratorios, otra de las organizaciones articuladas de la Alianza, que recoge las experiencias de mujeres migrantes, tanto las que han salido del país para sobrevivir, como de las que llegan. Ellas también están todo el tiempo en riesgo de ser prisionizadas porque en la narrativa de la ilegalidad o de las personas indocumentadas se consolida cada vez más la idea de la migración como delito, cuando en realidad es un hecho humano natural que ha ocurrido toda la vida y la movilidad humana debería ser considerado un derecho humano fundamental. Porque somos libres, pero también porque a veces moverse significa salvar la vida.  Vemos historias de ecuatorianas que han ido a Europa y han trabajado en el sector doméstico sin derechos, casi en condiciones de esclavitud moderna y siempre con el miedo de ser encarceladas o deportadas. Estas realidades están atravesadas por la lógica carcelaria  y cuando son contadas nos muestran que muchas veces las posibilidades de esperanza son segadas por el aparato penal. El feminismo no puede ser cómplice de la exacerbación del aparato carcelario y no podemos ignorar estas historias.

-¿Cuál sería entonces una alternativa a las cárceles?

Es precisamente por esa inhabilidad de imaginar alternativas que tenemos que ser anticarcelarias y antipunitivistas. El mundo está lleno de alternativas, pero nuestro pensamiento ha sido cooptado y colonizado. El sentido de la justicia que tenemos responde a que las instituciones educan con la idea de que a través del juicio, la persecución penal y la condena, se hace justicia. Este es un concepto estrecho que deja por fuera una serie de cosas, como la justicia económica y la justicia de género, e incluso el protagonismo que debería tener la reparación de los Estados hacia las personas victimizadas. Castigar no es reparar. Creo que para que sea más fácil para la ciudadanía empezar a imaginarnos un mundo sin cárceles podemos empezar por lo más pequeño. ¿Por qué no empezamos dándonos cuenta de que las cárceles ecuatorianas, por ejemplo, están llenas de personas que han cometido delitos no violentos? ¿Por qué no empezamos por los pequeños delitos contra la propiedad? Una de las propuestas de Mujeres de Frente, por ejemplo, es que todas las mujeres deben ser excarceladas. Porque la mayoría de las que están encarceladas han cometido delitos no violentos. Son personas que no presentan un riesgo, que necesitan una oportunidad. Si el delito fue contra la propiedad o microtráfico, ¿cómo podemos pensar que la solución es separar a esa persona de su familia y colocarla en encierro, donde está expuesta a una serie de violencias? La lógica carcelaria ha logrado que pensemos como lógicas las respuestas ilógicas, así la solución a la pobreza es la cárcel, la solución a la dependencia de sustancias es la cárcel. Hemos olvidado que hay otros medios jurídicos como el derecho civil, el derecho administrativo, las medidas socioeducativas y sobre todo la redistribución económica. Tenemos que pensar en exigir al Estado servicios públicos al alcance de la mayoría de ciudadanos. Tendríamos que responder con un verdadero sistema de salud, educación pública de calidad, no con cárceles. Tendríamos que responder con un sistema de seguridad social, con ayudas económicas para el desempleo y para que las mujeres puedan alcanzar la autonomía económica y financiera. Tenemos que luchar para que la lógica carcelaria no siga colonizando nuestras mentes y creatividad. La justicia tiene que verse como algo que logramos en comunidad y  que producimos para generar más prosperidad para la mayoría.

-¿Cómo se empata este concepto con la lucha feminista, por ejemplo en el caso ecuatoriano, que se movilizó durante años para tipificar el femicidio dentro del Código Orgánico Integral Penal?

Toda mi investigación académica se desarrolla en torno a esa paradoja. Destacaría es que el reclamo feminista, por ejemplo la tipificación del femicidio, no es un reclamo por más cárcel. Mi tesis doctoral se desarrolló en torno a entender por qué las feministas piden más tipificaciones de delitos. Al conversar con muchas —sobre todo las que estuvieron involucradas en la creación del COIP de 2014, en el que apareció el femicidio— era notorio que lo que realmente estaban tratando de hacer es defender los derechos humanos. Estos también son dispositivos, coloniales y colonizados y tienen mucho de punitivistas, y son los tratados de derechos humanos muchas veces los que obligan a los Estados a imponer penas. En el momento en el que se incluye al género dentro de ellos —como los derechos humanos tienen un componente punitivista colonial— pasa ese componente a entrar en la lógica del feminismo de corriente principal. Pero hay muchos feminismos anticarcelarios, descoloniales y antirracistas. Me parece que hay un problema grave en que por vía de la defensa de los derechos humanos, muchas feministas terminan promoviendo el aparato penal. Sin embargo, cuando se conversa con ellas ninguna dice «yo quiero ver a esta persona pudrirse en la cárcel». Lo que dicen es «quiero que se reconozca el daño, que se conozca que el femicidio es un problema sistémico». El problema es que lo que ofrece la ley es una pena y se termina cayendo en la trampa del poder punitivo.

También hay que tener en cuenta que la penalización de la violencia de género no ha tenido consecuencias de expansión penal. Es decir, una no encuentra las cárceles llenas de hombres que han cometido delitos de violencia doméstica. Más bien, los procesos de género son los que más se caen y casi nunca llegan a producir castigo penal. Tengo una investigación empírica sobre los juzgados especializados en violencia de género en Ecuador que muestra claramente que hasta casi un 90% de los procesos iniciados por violencia doméstica nunca llegan a una sentencia. Entonces no podemos decir que la penalización de la violencia de género está en la práctica resultando en más encarcelamiento. Finalmente, el problema de la violencia de género nos muestra la ineficacia del sistema carcelario. En mi investigación entrevistamos a sobrevivientes de violencia y ninguna de ellas tenía como objetivo principal que la persona que la había violentado vaya a la cárcel. Lo que la mayoría quiere es protección, pero el Estado no ofrece nada más. Si yo quiero protección, debo denunciar ante un Juzgado Penal, y el Estado y el derecho me obligan a tomar el camino penal porque no hay otro. La protección —la posibilidad de obtener una boleta de auxilio o una intervención policial adecuada, una casa de acogida— no debería estar supeditado al aparato penal. En Ecuador no tenemos nada de eso.

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    THALÍE PONCE

    Silvana Tapia es abogada, especialista en derecho penal y PhD en estudios socio-legales. Desde la academia, se ha dedicado a estudiar temas como teorías feministas del derecho, crítica al derecho penal, teorías decoloniales y metodologías cualitativas interdisciplinarias, entre otros.  En Twitter —donde se identifica como @silvilunazul— se enuncia como feminista anticarcelaria. Es cuencana y es miembro de la Alianza Contra Prisiones, una organización que considera que desde la sociedad civil se debe empezar a discutir el término necropolítica para hablar de la actual crisis carcelaria.

    INDÓMITA conversó con ella sobre feminismo anticarcelario, la situación de las cárceles en Ecuador y el discurso que maneja el Gobierno actual al respecto.

    -Te identificas como feminista anticarcelaria, ¿cómo se intersectan estos dos pensamientos? ¿qué implica este concepto?

    Para mí sería difícil entender al feminismo sin ser al mismo tiempo antipunitivista, porque entre los grupos más violentados por el aparato penal están las mujeres y los cuerpos feminizados, como las mujeres trans y las sexualidades disidentes. El aparato carcelario es sexista y cis-sexista, es decir que discrimina también a las identidades de género disidentes. Es racista y clasista. Se opone a las redes de cuidado que suelen sostener las mujeres para, a su vez, sostener la vida. Puede quebrar relaciones afectivas importantes, pero también incluso económicas.

    Desde ese punto de vista, un feminismo contrahegemónico —opuesto a la discriminación,  que trate de disputar el sentido colonial del conocimiento, de la ley, de la justicia— para mí es necesariamente anticarcelario. El sistema carcelario en este momento de la historia es comparable a lo que fue la esclavitud. Aunque formalmente está abolida, todavía existen formas de esclavitud moderna, pero la cárcel y la pena privativa de la libertad son legítimas y legales.  Se trata de una de las instituciones más paradójicas en nuestra forma de entender la comunidad y hay que disputar ese sentido. El feminismo tiene que estar dentro de esa agenda porque se trata de una de las instituciones más opresivas.

    -Desde algunos medios de comunicación y la sociedad se han establecido comparaciones de lo que sucede en Ecuador con otros países como Colombia. ¿Crees que caben las comparaciones?

    Hay comparaciones útiles, por ejemplo, lo que ha sucedido en El Salvador, donde el problema de las maras es sistémico. Ahí, la prisionización masiva no ha tenido ningún resultado, por el contrario, algunos estudios  muestran que la encarcelación masiva ha fortalecido a las maras porque ha facilitado su logística. Esa es una comparación posible, pero no es exactamente igual. Las comparaciones son un arma de doble filo.

    Como las narrativas que se manejan en los medios comerciales y desde el propio Gobierno hablan del narco, bandas y cárteles, se ha comparado la situación del Ecuador con la de México y en algún momento la de Colombia, aunque el caso colombiano tiene sus propias aristas y particularidades. 

    Además, existen narrativas que espectacularizan el narco, como las series de Netflix y las telenovelas que simplifican la historia e incluso la caricaturizan. En este momento, si bien hay un elemento de verdad en el problema del narcotráfico y de las bandas, organizaciones o pandillas, se está haciendo una utilización perversa de esta sobresimplificación por parte del Gobierno. Porque si hablamos de bandas, sonaría a que en las cárceles se están enfrentando narcos unos contra otros y matándose entre sí, pero —y fue evidente en la última masacre— realmente terminan siendo carne de cañón personas que ni siquiera tenían sentencia en firme o que ni siquiera debían estar allí, como Helen Brigitte (Maldonado), una mujer trans asesinada en la última masacre. Se desvía mucho la atención: la narrativa del narco funciona como cortina de humo y por eso tenemos que cuidar las comparaciones. Quizás es mejor mirar la crisis en términos geopolíticos más regionales. 

    De acuerdo con el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, la actual crisis penitenciaria tiene condiciones de ataque sistemático, planificado y previsible. | Foto: Cortesía CDH

    -¿Qué evidencia la muerte de Helen Brigitte Maldonado? ¿Qué revela sobre la relación entre el Estado y el sistema carcelario con los cuerpos que existen fuera de lo normativo?

    Este caso sobrecogedor nos muestra la verdadera cara de la política carcelaria, de las prioridades del gobierno y la no materialización de los derechos y garantías que deberían asistir a la sociedad civil. Su historia muestra en una sola biografía lo peor de la forma en la que entendemos la justicia. Helen Brigitte se encontraba encarcelada por el delito de tenencia de sustancias sujetas a control y, como sabemos, el consumo y el microtráfico están superpuestos y los criterios que se utilizan no permiten diferenciarlos. El microtráfico es un fenómeno diferente al narcotráfico de los cárteles: muchas veces es una actividad de supervivencia y están inmersas mujeres que no son parte de bandas, sino que están buscando una forma de procurarse la vida en una comunidad que les ofrece muy poco y con un Estado que no provee de servicios. 

    Esa situación revela la relación estrecha entre la precarización y la violencia del Estado y la narrativa acerca de las drogas. Por otro lado, está la absoluta inobservancia del Estado de un derecho consagrado en la Constitución y en todos los sistemas de derechos humanos del mundo: el derecho de identidad de género. Como mujer trans, Helen tenía el derecho de estar en un pabellón de mujeres y este debía garantizarse. Ella fue torturada e incinerada, muestra de que existe un ensañamiento violento contra los cuerpos disidentes, que no se conforman a una serie de identidades dominantes. Su caso revela la verdadera cara de lo que está ocurriendo, en contraste con la narrativa del oficialismo. Las personas más vulnerabilizadas y precarizadas son quienes terminan pagando con su vida una política de estado de exterminio.

    -Hace unos días, en un comunicado de la Alianza Contra las Prisiones, decían que debemos dejar de hablar —desde la sociedad— de una crisis para empezar a hablar de necropolítica. ¿Qué implica este término y de qué forma aplica al contexto actual?

    El término necropolítica fue desarrollado por el africano Achille Mbembe sobre otra idea acuñada por Michel Foucault, la biopolítica. El concepto de biopolítica sostiene que el gobierno, las políticas del Estado y todas las instituciones que hacen ordenanza —incluidas ONG y agencias internacionales de cooperación al desarrollo— deciden a quién hacen vivir, cómo se maneja la vida de la población y qué significa una vida humana óptima. Mbembe radicaliza esta noción y habla no de a quién se hace vivir, sino de a quién se expone a la muerte. Son los sectores de la población considerados desviados o inútiles quienes son expuestos a la muerte para disponer de esos cuerpos que no le son útiles al sistema del capitalismo tardío.

    Esto estaría ocurriendo en Ecuador, donde vimos claramente en la última masacre una advertencia anticipada de lo que estaba ocurriendo y el Estado dejó morir a las personas al no intervenir, teniendo la obligación de hacerlo. El Estado legalmente es el garante de las vidas de las personas privadas de la libertad, porque se encuentran bajo su custodia y debe garantizar esas vidas. Es una prioridad absoluta, no cabe ninguna de las justificaciones que se han querido presentar por la no intervención.

    La idea de necropolítica nos permite ver que el problema del exterminio no es incidental. Se trata de algo sistemático, que se repite, que continúa ocurriendo. Este término busca insertar en el imaginario de la ciudadanía un discurso diferente y cuestionante del discurso oficial que habla del Estado defendiendo a la ciudadanía del narco, cuando en realidad es un Estado que ataca a la ciudadanía. Podría parecer que se trata solo de la ciudadanía en prisión —que ya es gravísimo porque son personas con derechos—, pero no se queda allí, se extiende a sus familias. Hay también una violencia que nos afecta a todas y todos, una hipervigilancia en barrios empobrecidos, con el pretexto de precautelar la seguridad ciudadana. Vemos también la militarización de las calles, que no ha solucionado ni disminuido la violencia. Como ciudadanía tenemos que pensar en lo que significa esta forma de gobierno y en la urgencia de resistir a ella.

    -¿Eso tiene que ver con la ausencia de condolencias de parte del Gobierno a los familiares de las víctimas en su discurso sobre la crisis?

    Si bien ha habido algunas expresiones de solidaridad con las familias no ha sido algo sostenido, no ha sido el centro del discurso. Este ha sido bastante accidentado y desafortunado, la debilidad de la asesoría y de la estrategia de comunicación está manifiesta. Pero también creo importante que la sociedad civil reclame la necesidad de condolerse, de contar las historias de las personas que estuvieron ahí para que tengan un nombre, una identidad y que no sean solo un número. Que vayamos sabiendo la historia de Helen Brigitte y de las personas que estuvieron por supuesto sabotaje, pero que en realidad es criminalización de la protesta, como Víctor Guaillas, activista azuayo por los derechos de la naturaleza y del agua.


    Me parece importante que las condolencias y el luto surjan desde la ciudadanía porque he visto un discurso peligroso que se ha manejado, por ejemplo, desde la Secretaría de Derechos Humanos, mostrando fotografías de su personal haciendo una suerte de acompañamiento emocional a quienes han perdido a sus seres queridos o regalando ataúdes. Eso roza un borde peligroso de que los derechos humanos pasen a ser un decir «pobrecito» y que de pronto la política pública de derechos humanos sea regalar ataúdes, algo humillante. La política de derechos humanos tiene que evitar lo que ocurrió y girar en torno a la dignidad humana, teniendo en cuenta la historia de los derechos humanos en América Latina. Los derechos humanos no son caridad ni filantropía. Me parece, además, que los silencios son sumamente reveladores: el no haber puesto al dolor de las familias y en general de toda la ciudadanía en el centro de la narrativa. Cuando se ha abordado este dolor se lo ha hecho de forma paternalista.

    -Un estudio de Kaleidos señala que son en su mayoría mujeres quienes sostienen la vida en las cárceles en Ecuador. ¿Podemos decir que el sistema carcelario es sexista no solo dentro de las cárceles sino también por lo que provoca fuera de ellas?

    Otra de las organizaciones que están articuladas desde la Alianza contra las Prisiones  es Mujeres de Frente. Una organización con mucha experiencia en la investigación participativa que involucra no solamente a la academia sino también al activismo, pero sobre todo el diálogo y la relación cercana con mujeres que han estado privadas de la libertad y tienen familias en las cárceles. Eso permite conocer varias aristas del problema y, como decía, siento que no es posible ser feminista sin ser anticarcelaria y viceversa. Creo que la economía de los cuidados —que no está reconocida por la economía ortodoxa, pero es la que sostiene la vida— es esencial. Y el aparato carcelario rompe de forma violenta ese tipo de redes de cuidado, esas economías que nos sostienen a todas y a todos. Pienso en algo que ha dicho Elizabeth Pinos, de Mujeres de Frente y que estuvo privada de la libertad: para ella y sus compañeras oír que se van a crear más prisiones, megacárceles, les llena de temor. Porque piensan en sus hijos, jóvenes, empobrecidos que eventualmente, supongamos, roban un celular o hacen microtráfico o son consumidores. Son ellos quienes van a ir a las cárceles y van a ser carne de cañón en una situación como la actual. Más cárceles para matar a nuestros hijos, dicen las compañeras. Así, vemos cómo la cárcel se opone a la vida y a las formas alternativas de relacionarnos, de hacer economía y hacer comunidad que de manera muy creativa muchas veces producen las mujeres. Tenemos también la experiencia de Corredores Migratorios, otra de las organizaciones articuladas de la Alianza, que recoge las experiencias de mujeres migrantes, tanto las que han salido del país para sobrevivir, como de las que llegan. Ellas también están todo el tiempo en riesgo de ser prisionizadas porque en la narrativa de la ilegalidad o de las personas indocumentadas se consolida cada vez más la idea de la migración como delito, cuando en realidad es un hecho humano natural que ha ocurrido toda la vida y la movilidad humana debería ser considerado un derecho humano fundamental. Porque somos libres, pero también porque a veces moverse significa salvar la vida.  Vemos historias de ecuatorianas que han ido a Europa y han trabajado en el sector doméstico sin derechos, casi en condiciones de esclavitud moderna y siempre con el miedo de ser encarceladas o deportadas. Estas realidades están atravesadas por la lógica carcelaria  y cuando son contadas nos muestran que muchas veces las posibilidades de esperanza son segadas por el aparato penal. El feminismo no puede ser cómplice de la exacerbación del aparato carcelario y no podemos ignorar estas historias.

    -¿Cuál sería entonces una alternativa a las cárceles?

    Es precisamente por esa inhabilidad de imaginar alternativas que tenemos que ser anticarcelarias y antipunitivistas. El mundo está lleno de alternativas, pero nuestro pensamiento ha sido cooptado y colonizado. El sentido de la justicia que tenemos responde a que las instituciones educan con la idea de que a través del juicio, la persecución penal y la condena, se hace justicia. Este es un concepto estrecho que deja por fuera una serie de cosas, como la justicia económica y la justicia de género, e incluso el protagonismo que debería tener la reparación de los Estados hacia las personas victimizadas. Castigar no es reparar. Creo que para que sea más fácil para la ciudadanía empezar a imaginarnos un mundo sin cárceles podemos empezar por lo más pequeño. ¿Por qué no empezamos dándonos cuenta de que las cárceles ecuatorianas, por ejemplo, están llenas de personas que han cometido delitos no violentos? ¿Por qué no empezamos por los pequeños delitos contra la propiedad? Una de las propuestas de Mujeres de Frente, por ejemplo, es que todas las mujeres deben ser excarceladas. Porque la mayoría de las que están encarceladas han cometido delitos no violentos. Son personas que no presentan un riesgo, que necesitan una oportunidad. Si el delito fue contra la propiedad o microtráfico, ¿cómo podemos pensar que la solución es separar a esa persona de su familia y colocarla en encierro, donde está expuesta a una serie de violencias? La lógica carcelaria ha logrado que pensemos como lógicas las respuestas ilógicas, así la solución a la pobreza es la cárcel, la solución a la dependencia de sustancias es la cárcel. Hemos olvidado que hay otros medios jurídicos como el derecho civil, el derecho administrativo, las medidas socioeducativas y sobre todo la redistribución económica. Tenemos que pensar en exigir al Estado servicios públicos al alcance de la mayoría de ciudadanos. Tendríamos que responder con un verdadero sistema de salud, educación pública de calidad, no con cárceles. Tendríamos que responder con un sistema de seguridad social, con ayudas económicas para el desempleo y para que las mujeres puedan alcanzar la autonomía económica y financiera. Tenemos que luchar para que la lógica carcelaria no siga colonizando nuestras mentes y creatividad. La justicia tiene que verse como algo que logramos en comunidad y  que producimos para generar más prosperidad para la mayoría.

    -¿Cómo se empata este concepto con la lucha feminista, por ejemplo en el caso ecuatoriano, que se movilizó durante años para tipificar el femicidio dentro del Código Orgánico Integral Penal?

    Toda mi investigación académica se desarrolla en torno a esa paradoja. Destacaría es que el reclamo feminista, por ejemplo la tipificación del femicidio, no es un reclamo por más cárcel. Mi tesis doctoral se desarrolló en torno a entender por qué las feministas piden más tipificaciones de delitos. Al conversar con muchas —sobre todo las que estuvieron involucradas en la creación del COIP de 2014, en el que apareció el femicidio— era notorio que lo que realmente estaban tratando de hacer es defender los derechos humanos. Estos también son dispositivos, coloniales y colonizados y tienen mucho de punitivistas, y son los tratados de derechos humanos muchas veces los que obligan a los Estados a imponer penas. En el momento en el que se incluye al género dentro de ellos —como los derechos humanos tienen un componente punitivista colonial— pasa ese componente a entrar en la lógica del feminismo de corriente principal. Pero hay muchos feminismos anticarcelarios, descoloniales y antirracistas. Me parece que hay un problema grave en que por vía de la defensa de los derechos humanos, muchas feministas terminan promoviendo el aparato penal. Sin embargo, cuando se conversa con ellas ninguna dice «yo quiero ver a esta persona pudrirse en la cárcel». Lo que dicen es «quiero que se reconozca el daño, que se conozca que el femicidio es un problema sistémico». El problema es que lo que ofrece la ley es una pena y se termina cayendo en la trampa del poder punitivo.

    También hay que tener en cuenta que la penalización de la violencia de género no ha tenido consecuencias de expansión penal. Es decir, una no encuentra las cárceles llenas de hombres que han cometido delitos de violencia doméstica. Más bien, los procesos de género son los que más se caen y casi nunca llegan a producir castigo penal. Tengo una investigación empírica sobre los juzgados especializados en violencia de género en Ecuador que muestra claramente que hasta casi un 90% de los procesos iniciados por violencia doméstica nunca llegan a una sentencia. Entonces no podemos decir que la penalización de la violencia de género está en la práctica resultando en más encarcelamiento. Finalmente, el problema de la violencia de género nos muestra la ineficacia del sistema carcelario. En mi investigación entrevistamos a sobrevivientes de violencia y ninguna de ellas tenía como objetivo principal que la persona que la había violentado vaya a la cárcel. Lo que la mayoría quiere es protección, pero el Estado no ofrece nada más. Si yo quiero protección, debo denunciar ante un Juzgado Penal, y el Estado y el derecho me obligan a tomar el camino penal porque no hay otro. La protección —la posibilidad de obtener una boleta de auxilio o una intervención policial adecuada, una casa de acogida— no debería estar supeditado al aparato penal. En Ecuador no tenemos nada de eso.

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