Euphoria: el perfume del farmacopoder

¿Es Euphoria un espejo ético sobre los tiempos que vivimos? Una reflexión-crítica-ensayo, atravesada por la experiencia personal, sobre la serie de drama adolescente de HBO que hipnotiza al público adulto.

DAVID AGUIRRE PANTA

—Rue: Mi corazón, ya está, ya palpita, vaya.

—Desconocido: Casi te pierdo, maldita sea. No sé si fue buena idea conocerte.

—Rue: Eres mi nueva persona favorita.

—Desconocido: Mierda.

—Rue: Por un segundo pensé que moría. Gracias por salvarme la vida. Fue muy gracioso.

*Hacen el gesto de gracias*

La primera vez que vi Euphoria en 2019, quedé fascinado. Jóvenes, con edades entre los 17 y 19 años, en ejercicios maniáticos y fugaces sobre tener un cuerpo. Facilidad y acceso a fármacos “ilegales” y mucho, mucho, mucho sexo, con descubrimientos que irrumpían y en ocasiones parecían mostrar un patriarcado complaciente con las nuevas tendencias de las relaciones sexoafectivas

No pretendo hacer una reflexión clínica sobre los personajes o sobre las supuestas dificultades psicopatológicas que la adolescencia trae consigo, como muchos ya han intentado hacer. ¿Cuánto más (o menos) se puede decir sobre chicxs en edades del despertar de la sexualidad desde reflexiones moralizantes? ¿Quiénes somos para decir cómo se debe vivir en estos tiempos en los que el Covid, la tecnología, la pornografía, los fármacos, las inhalaciones, las vacunas, nos gobiernan?

§

En 2020, en un viaje fugaz, decidí expulsarme a mi segunda tierra, que en un espacio político y deseante, he nombrado segunda casa. Al fin y a cabo, uno, en la mágica conjuración sagrada, decide nombrar los lugares donde ha sido feliz. Este lugar es conocido como la ciudad de la furia. Efectivamente: fúrica, vibrante, sexual, romántica. Buenos Aires.

Decidí viajar por el amor que me convocaba (o invocaba): E, y que —atravesado por los saberes, configuraba una nueva lengua para ambos, explotada de psicoanálisis, filosofía, semiótica, literatura y griego—. Decidí echar suerte sobre el oráculo que no era una demostración de mi destino, sino una muestra de mi deseo. 

Ahí, con patria nueva, y la idea de la sedentarismo y hospitalidad, construí un mundo consciente que fue desapareciendo en el momento en que a mi padre le detectaron Covid. Tuve que regresar a Guayaquil, tenía que ayudarlo a respirar. 

Dentro de los 21 días de diciembre en los que mi padre estuvo ingresado, solo podía hacer tres cosas: ver, leer y escribir. 21 días en los que la sala de espera de la clínica se convirtió en otra patria, en la que viajaba dentro mío como ciudades fijadas en un espacio de vagabundos y desapariciones. Abrí Netflix y encontré dos capítulos nuevos de Euphoria que pueden ser vistos como un cortometraje cada uno: Jules & Rue. 

Los dos capítulos presentan las sesiones de Jules y Rue por separado. Se ve, se escucha —la mayor parte del tiempo— a una analista, con muy pocas palabras, muy pocos señalamientos. Tal vez esa es la actitud propia del psicoanálisis: cuidar la ética del deseo, una que no está sometida bajo ningún precepto de la moralidad. Como diría Elisabeth Roudinesco, psicoanalista e historiadora del psicoanálisis, en su Diccionario Amoroso del Psicoanálisis, «el mismo deseo es una dialéctica de la lucha de la muerte. No es demanda, ni necesidad, ni realización de anhelo inconsciente, sino una búsqueda de reconocimiento que es imposible de satisfacer, ya que el deseo es el deseo del Otro».

Sigo atrapado en los capítulos de Euphoria, pienso rápidamente en las etimologías griegas de la palabra. Y pienso en E, εὐφορία, «cargar, llevar como una carga, ser tratado como una mercancía, ser objeto de tráfico»

Sófocles escribe sobre la euforia en sus tragedias griegas. En Antígona, como el prototipo de la heroína del deseo, aceptar el destino, acatando, asumiendo y cumpliendo con la muerte como esa potencia de contenido ético. Al igual que los personajes de Euphoria, ninguno olvida esa (in)materialidad abismal del deseo: encontrarse para perderse o tal vez perderse para encontrarse. 

§

El deseo está más cerca de lo perdido. El deseo se encuentra más cerca del abismo. El deseo se contrapone a la posición de la satisfacción contemporánea de producción y de la búsqueda del objeto de la felicidad. El cuerpo se llena a través de los vaciamientos que el deseo intenta capturar, pero su fin y desconocimiento cada vez son más inminentes.

En Euphoria, Zendaya es asombrosa. Exestrella de Disney, carismática, y comprometida con la actuación, sus movimientos del cuerpo le otorgaron un Emmy. Por ese desenvolvimiento que no solamente es desplazado por la imagen que captura su cuerpo multicultural, sino por su desplazamiento de vida. Veo el personaje interpretado por Zendaya, Rue, rehabilitada, consumidora, un loop de tragedias, pero también alegrías. Una tragicomedia griega contemporánea. Baila sobre cementerios que ella y su alrededor han construido finamente y el ritual del consumo en medio del fuego, me recuerda constantemente de qué estamos hechos: de nostalgias sobre tiempos pasados que nunca más vendrán. 

Admiro a los guionistas de la serie y admiro a Rue. Es un personaje finamente tallado como una escultura de Bernini. Es una mística contemporánea. Se desvanece y aparece por y sobre el amor hacia Jules. La tierra la consume. El fuego la consume. El inhalar la consume. Ella se consume. 

Rue es una muestra y un recuerdo constante de nuestra materialidad. Nos jactamos de la superioridad moral de nuestras prácticas sanitarias mientras censuramos a un grupo de adolescentes como un espejo de eso que queremos ocultar. Nos atiborramos de comida procesada, devoramos animales cargados de hormonas, nos obsesionamos con videos que bajo una inteligencia artificial decide lo que debemos —o no— ver, siendo todas estas prácticas un escape fugaz a lo que George Bataille dirá que la única certeza del hombre a diferencia de los animales es que ellos ignoran su propia muerte. 

Me resulta curioso escribir este texto, sobre Euphoria y las drogas, cuando yo mismo padezco y me des-configuré, bajo las secuelas del Covid, un síntoma que según mi analista y mi médico clínico, es normal y natural: el insomnio. 

Consumo Neuryl, su principio activo es clonazepam y está dentro de los medicamentos psiquiátricos que se prescriben como ansiolíticos y anticonvulsivantes. No entendía el poder eufórico del fármaco e incluso dudaba de su efectividad. Pero el consumo prolongado e inclusive con sus efectos adversos modifica ontológicamente una parte de mí donde la droga presenta una dimensión de poder, deseo, libertad, manías, capitales, y rebeliones

§

Paul B. Preciado —para mí un santo patrón, a quien vengo leyendo desde 2009— escribió uno de los textos más poderosos que he leído en los últimos tiempos, Testo Yonqui: sexo, drogas y biopolítica. No es un texto simple, es una máquina de guerra. Es la materialización y la interrogación de que todo lo que entra y sale del cuerpo es producido por una hegemonía del poder que se vuelve más explícita a finales del siglo XX: el farmacopoder.

Para Paul B. Preciado, el poder ya no se encuentra solamente en los lugares de videovigilancia, en el panóptico social y las redes que lo enmarcan. Para Preciado, el panóptico devino en píldora. La píldora no solamente opera en un sentido estricto del poder, sino que en las sociedades contemporáneas y capitalizadores, el sujeto deviene en un alma química, capaz de reducir el sufrimiento humano a puros efectos químicos de placer y de las eternas y fabulosas épocas donde el orden, lo salubre y la riqueza reinan tratando de ocultar, las hordas, el fango, la pestilencia de nuestras civilizaciones. 

Euphoria no se aleja de la visión de Preciado: son sujetos adolescentes que se encuentran tecno-bio-políticamente equipados para follar, provistos de prácticas y armamentos químicos que curiosamente mantienen las estructuras de poder. Es de esta forma que los ideales de Euphoria permiten interrogarnos sobre la visión hegemónica, patriarcal, falocentrista y pornográfica que será: chicxs blancas —o racializadas en blancas— llorando por hombres que seducen y abusan. Y al final de cada capítulo se llora *glitter*, y vemos hombres partícipes de clanes donde la violación es el intercambio discursivo.

El farmacopoder sería justamente esa producción química de una prótesis política viva: cuerpxs que son lo suficientemente dóciles, con capacidades abstractas de crear placer al servicio de la producción del capital.

Lo que más nos aterra (o nos seduce) de Euphoria, es la realidad que vivimos: La complicidad patriarcal que no opera solo en escalas contra las que luchábamos, sino más bien, las luchas apuntan a un cuerpo fármaco-pornográfico donde la existencia de lo homo, lo hétero, lo cis, lo trans y las diferentes identidades sexogenéricas perpetúen formaciones represivas de sistema que, al fin y al cabo, terminan siendo heteropatriarcales.

Tal vez lo que Rue y Jules en ese ballet —que en palabras de Quignard es «ese sueño o noche, ese espacio del cuerpo, real nunca real en lo real hasta el momento de la muerte”— con el acto del amor, en esa honestidad, sirven como un recordatorio a nosotrxs espectadores moralizantes, que en ocasiones es necesario liberarnos de los secretos y dejar la carne puesta sobre las escenas para que existan las iluminaciones prófanas. Iluminaciones que vienen desde la carne.

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    DAVID AGUIRRE PANTA

    —Rue: Mi corazón, ya está, ya palpita, vaya.

    —Desconocido: Casi te pierdo, maldita sea. No sé si fue buena idea conocerte.

    —Rue: Eres mi nueva persona favorita.

    —Desconocido: Mierda.

    —Rue: Por un segundo pensé que moría. Gracias por salvarme la vida. Fue muy gracioso.

    *Hacen el gesto de gracias*

    La primera vez que vi Euphoria en 2019, quedé fascinado. Jóvenes, con edades entre los 17 y 19 años, en ejercicios maniáticos y fugaces sobre tener un cuerpo. Facilidad y acceso a fármacos “ilegales” y mucho, mucho, mucho sexo, con descubrimientos que irrumpían y en ocasiones parecían mostrar un patriarcado complaciente con las nuevas tendencias de las relaciones sexoafectivas

    No pretendo hacer una reflexión clínica sobre los personajes o sobre las supuestas dificultades psicopatológicas que la adolescencia trae consigo, como muchos ya han intentado hacer. ¿Cuánto más (o menos) se puede decir sobre chicxs en edades del despertar de la sexualidad desde reflexiones moralizantes? ¿Quiénes somos para decir cómo se debe vivir en estos tiempos en los que el Covid, la tecnología, la pornografía, los fármacos, las inhalaciones, las vacunas, nos gobiernan?

    §

    En 2020, en un viaje fugaz, decidí expulsarme a mi segunda tierra, que en un espacio político y deseante, he nombrado segunda casa. Al fin y a cabo, uno, en la mágica conjuración sagrada, decide nombrar los lugares donde ha sido feliz. Este lugar es conocido como la ciudad de la furia. Efectivamente: fúrica, vibrante, sexual, romántica. Buenos Aires.

    Decidí viajar por el amor que me convocaba (o invocaba): E, y que —atravesado por los saberes, configuraba una nueva lengua para ambos, explotada de psicoanálisis, filosofía, semiótica, literatura y griego—. Decidí echar suerte sobre el oráculo que no era una demostración de mi destino, sino una muestra de mi deseo. 

    Ahí, con patria nueva, y la idea de la sedentarismo y hospitalidad, construí un mundo consciente que fue desapareciendo en el momento en que a mi padre le detectaron Covid. Tuve que regresar a Guayaquil, tenía que ayudarlo a respirar. 

    Dentro de los 21 días de diciembre en los que mi padre estuvo ingresado, solo podía hacer tres cosas: ver, leer y escribir. 21 días en los que la sala de espera de la clínica se convirtió en otra patria, en la que viajaba dentro mío como ciudades fijadas en un espacio de vagabundos y desapariciones. Abrí Netflix y encontré dos capítulos nuevos de Euphoria que pueden ser vistos como un cortometraje cada uno: Jules & Rue. 

    Los dos capítulos presentan las sesiones de Jules y Rue por separado. Se ve, se escucha —la mayor parte del tiempo— a una analista, con muy pocas palabras, muy pocos señalamientos. Tal vez esa es la actitud propia del psicoanálisis: cuidar la ética del deseo, una que no está sometida bajo ningún precepto de la moralidad. Como diría Elisabeth Roudinesco, psicoanalista e historiadora del psicoanálisis, en su Diccionario Amoroso del Psicoanálisis, «el mismo deseo es una dialéctica de la lucha de la muerte. No es demanda, ni necesidad, ni realización de anhelo inconsciente, sino una búsqueda de reconocimiento que es imposible de satisfacer, ya que el deseo es el deseo del Otro».

    Sigo atrapado en los capítulos de Euphoria, pienso rápidamente en las etimologías griegas de la palabra. Y pienso en E, εὐφορία, «cargar, llevar como una carga, ser tratado como una mercancía, ser objeto de tráfico»

    Sófocles escribe sobre la euforia en sus tragedias griegas. En Antígona, como el prototipo de la heroína del deseo, aceptar el destino, acatando, asumiendo y cumpliendo con la muerte como esa potencia de contenido ético. Al igual que los personajes de Euphoria, ninguno olvida esa (in)materialidad abismal del deseo: encontrarse para perderse o tal vez perderse para encontrarse. 

    §

    El deseo está más cerca de lo perdido. El deseo se encuentra más cerca del abismo. El deseo se contrapone a la posición de la satisfacción contemporánea de producción y de la búsqueda del objeto de la felicidad. El cuerpo se llena a través de los vaciamientos que el deseo intenta capturar, pero su fin y desconocimiento cada vez son más inminentes.

    En Euphoria, Zendaya es asombrosa. Exestrella de Disney, carismática, y comprometida con la actuación, sus movimientos del cuerpo le otorgaron un Emmy. Por ese desenvolvimiento que no solamente es desplazado por la imagen que captura su cuerpo multicultural, sino por su desplazamiento de vida. Veo el personaje interpretado por Zendaya, Rue, rehabilitada, consumidora, un loop de tragedias, pero también alegrías. Una tragicomedia griega contemporánea. Baila sobre cementerios que ella y su alrededor han construido finamente y el ritual del consumo en medio del fuego, me recuerda constantemente de qué estamos hechos: de nostalgias sobre tiempos pasados que nunca más vendrán. 

    Admiro a los guionistas de la serie y admiro a Rue. Es un personaje finamente tallado como una escultura de Bernini. Es una mística contemporánea. Se desvanece y aparece por y sobre el amor hacia Jules. La tierra la consume. El fuego la consume. El inhalar la consume. Ella se consume. 

    Rue es una muestra y un recuerdo constante de nuestra materialidad. Nos jactamos de la superioridad moral de nuestras prácticas sanitarias mientras censuramos a un grupo de adolescentes como un espejo de eso que queremos ocultar. Nos atiborramos de comida procesada, devoramos animales cargados de hormonas, nos obsesionamos con videos que bajo una inteligencia artificial decide lo que debemos —o no— ver, siendo todas estas prácticas un escape fugaz a lo que George Bataille dirá que la única certeza del hombre a diferencia de los animales es que ellos ignoran su propia muerte. 

    Me resulta curioso escribir este texto, sobre Euphoria y las drogas, cuando yo mismo padezco y me des-configuré, bajo las secuelas del Covid, un síntoma que según mi analista y mi médico clínico, es normal y natural: el insomnio. 

    Consumo Neuryl, su principio activo es clonazepam y está dentro de los medicamentos psiquiátricos que se prescriben como ansiolíticos y anticonvulsivantes. No entendía el poder eufórico del fármaco e incluso dudaba de su efectividad. Pero el consumo prolongado e inclusive con sus efectos adversos modifica ontológicamente una parte de mí donde la droga presenta una dimensión de poder, deseo, libertad, manías, capitales, y rebeliones

    §

    Paul B. Preciado —para mí un santo patrón, a quien vengo leyendo desde 2009— escribió uno de los textos más poderosos que he leído en los últimos tiempos, Testo Yonqui: sexo, drogas y biopolítica. No es un texto simple, es una máquina de guerra. Es la materialización y la interrogación de que todo lo que entra y sale del cuerpo es producido por una hegemonía del poder que se vuelve más explícita a finales del siglo XX: el farmacopoder.

    Para Paul B. Preciado, el poder ya no se encuentra solamente en los lugares de videovigilancia, en el panóptico social y las redes que lo enmarcan. Para Preciado, el panóptico devino en píldora. La píldora no solamente opera en un sentido estricto del poder, sino que en las sociedades contemporáneas y capitalizadores, el sujeto deviene en un alma química, capaz de reducir el sufrimiento humano a puros efectos químicos de placer y de las eternas y fabulosas épocas donde el orden, lo salubre y la riqueza reinan tratando de ocultar, las hordas, el fango, la pestilencia de nuestras civilizaciones. 

    Euphoria no se aleja de la visión de Preciado: son sujetos adolescentes que se encuentran tecno-bio-políticamente equipados para follar, provistos de prácticas y armamentos químicos que curiosamente mantienen las estructuras de poder. Es de esta forma que los ideales de Euphoria permiten interrogarnos sobre la visión hegemónica, patriarcal, falocentrista y pornográfica que será: chicxs blancas —o racializadas en blancas— llorando por hombres que seducen y abusan. Y al final de cada capítulo se llora *glitter*, y vemos hombres partícipes de clanes donde la violación es el intercambio discursivo.

    El farmacopoder sería justamente esa producción química de una prótesis política viva: cuerpxs que son lo suficientemente dóciles, con capacidades abstractas de crear placer al servicio de la producción del capital.

    Lo que más nos aterra (o nos seduce) de Euphoria, es la realidad que vivimos: La complicidad patriarcal que no opera solo en escalas contra las que luchábamos, sino más bien, las luchas apuntan a un cuerpo fármaco-pornográfico donde la existencia de lo homo, lo hétero, lo cis, lo trans y las diferentes identidades sexogenéricas perpetúen formaciones represivas de sistema que, al fin y al cabo, terminan siendo heteropatriarcales.

    Tal vez lo que Rue y Jules en ese ballet —que en palabras de Quignard es «ese sueño o noche, ese espacio del cuerpo, real nunca real en lo real hasta el momento de la muerte”— con el acto del amor, en esa honestidad, sirven como un recordatorio a nosotrxs espectadores moralizantes, que en ocasiones es necesario liberarnos de los secretos y dejar la carne puesta sobre las escenas para que existan las iluminaciones prófanas. Iluminaciones que vienen desde la carne.

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