Cuando el cabello es una ficción

Mientras mi tía construyó una ficción con su cabello, me preguntaba a mí por qué no permitía que el mío crezca como el suyo. Hoy, sin respuestas, intento que el mío crezca en su honor.

JÉSSICA ZAMBRANO ALVARADO

Mira que si te quise fue por el pelo, 

ahora que estás pelona ya no te quiero”

Todas tenemos una historia con nuestro cabello. La que yo tengo, no me pertenece. Es una historia que me he inventado a través de señales.

Mi historia con mi cabello es la de mi tía, que murió con un turbante, es la historia de quien quiso ocultar la pérdida de su cabello y no pudo.

La primera imagen que tengo de ella es frente al espejo con plataformas altas, cepillándose una y otra vez su cabello largo y negro, como el de Shakira cuando nos vendió la imagen de una diva latina con el cabello largo, brilloso, más natural y menos perfecto.

Cuando pienso en su juventud, en ella a mi edad, la recuerdo cambiar el tono de su cabello una y otra vez, guardarse del sol para proteger su piel blanquísima y salir antes de que llegara la noche a la orilla de las olas para bañarse en el mar, para que ni su piel ni su pelo sintieran los rayos que cambian el color del cuerpo.

Durante una cena familiar en la cocina de la abuela, nos contó, como un gran suceso, que le habían propuesto ser protagonista de una publicidad de Wellapon, el shampoo que creó la legendaria frase «quiero agradecer a la academia, a mi mamá y a Wellapon».

La propuesta surgió de un encuentro fortuito con un productor en la playa, a quien ella, obviamente no le creyó, pero dejó como un mito familiar que así de brillante y largo era su cabello y que no merecía menos.

Cuando, por alguna razón, empezó a ficcionar su maternidad, le pedía a mi madre permiso para llevar a mi hermana pequeña a la universidad porque tenía churos. Le gustaba decir que así era su cabello cuando era niña, aunque fuera mentira.

Después de ser mamá llegó su primer diagnóstico de cáncer, su primera peluca, su primer tocado de tela para disimular la enfermedad que la dejó calva. Con la enfermedad se inventó una nueva ficción, esta vez desde la ausencia.

En ese entonces, cada vez que me veía me preguntaba lo mismo: «Mamita, ¿por qué no te dejas crecer el cabello?». Yo no dejaba crecer mi cabello y estaba más cerca del corte de mi abuela que el de ella.

No me di cuenta de que me estaba extendiendo la posibilidad de encontrar el brillo que ella encontraba en su cabello. Al contrario, lo sentía como un reproche, como una arbitrariedad para mi propio tránsito.

Ella insistía en cargar una peluca para plancharla, cuidarla y que agarrara el tono que le gustaba antes de que empezaran sus procesos de quimioterapia.

Yo, en tránsito siempre, cortaba mi pelo cada vez que no lo aguantaba, cada vez que quería comenzar de nuevo.

En nuestra cultura, el corte de cabello es una forma de cerrar ciclos. Coco Chanel dijo que «una mujer que se corta el cabello está a punto de cambiar su vida». La Biblia, un relato con el que crecimos la mayoría de nosotras, cuenta la historia de Sansón, quien le atribuía su fuerza a su cabellera. Pero dice el mismo libro, que a las mujeres el cabello les es dado por velo. Cuando cortamos nuestro cabello dejamos caer el velo, trozos de nosotras para comenzar de nuevo.

El cabello de mi tía nunca volvió a crecer igual después del cáncer, aunque le prometieron que podría hacer su vida como si nada hubiera pasado.

Lo intentó, pero no soltó los turbantes, los gorros ni las pelucas. Su cráneo desnudo nunca nos fue permitido, siempre fue un terreno oculto, silencioso, imaginario. Mantenerlo oculto fue una forma de negarse la enfermedad y flaquear en los cuidados necesarios.

Su cabello largo y brillante se fue con ella, con el turbante que guardó sus raíces.

Desde que murió, en 2019, un año antes de la pandemia y de que los hospitales colapsen, yo he intentado dejar que mi cabello crezca y que cuente su historia. He intentado ser condescendiente con su pregunta, pero después de la pandemia, después de los 30, no crece igual y me ha tocado jugar los mismos juegos para ficcionar que brilla, que crece, que me pertenece.

El cabello que tenemos cuenta la historia que a veces queremos negar.

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    Mira que si te quise fue por el pelo, 

    ahora que estás pelona ya no te quiero”

    Todas tenemos una historia con nuestro cabello. La que yo tengo, no me pertenece. Es una historia que me he inventado a través de señales.

    Mi historia con mi cabello es la de mi tía, que murió con un turbante, es la historia de quien quiso ocultar la pérdida de su cabello y no pudo.

    La primera imagen que tengo de ella es frente al espejo con plataformas altas, cepillándose una y otra vez su cabello largo y negro, como el de Shakira cuando nos vendió la imagen de una diva latina con el cabello largo, brilloso, más natural y menos perfecto.

    Cuando pienso en su juventud, en ella a mi edad, la recuerdo cambiar el tono de su cabello una y otra vez, guardarse del sol para proteger su piel blanquísima y salir antes de que llegara la noche a la orilla de las olas para bañarse en el mar, para que ni su piel ni su pelo sintieran los rayos que cambian el color del cuerpo.

    Durante una cena familiar en la cocina de la abuela, nos contó, como un gran suceso, que le habían propuesto ser protagonista de una publicidad de Wellapon, el shampoo que creó la legendaria frase «quiero agradecer a la academia, a mi mamá y a Wellapon».

    La propuesta surgió de un encuentro fortuito con un productor en la playa, a quien ella, obviamente no le creyó, pero dejó como un mito familiar que así de brillante y largo era su cabello y que no merecía menos.

    Cuando, por alguna razón, empezó a ficcionar su maternidad, le pedía a mi madre permiso para llevar a mi hermana pequeña a la universidad porque tenía churos. Le gustaba decir que así era su cabello cuando era niña, aunque fuera mentira.

    Después de ser mamá llegó su primer diagnóstico de cáncer, su primera peluca, su primer tocado de tela para disimular la enfermedad que la dejó calva. Con la enfermedad se inventó una nueva ficción, esta vez desde la ausencia.

    En ese entonces, cada vez que me veía me preguntaba lo mismo: «Mamita, ¿por qué no te dejas crecer el cabello?». Yo no dejaba crecer mi cabello y estaba más cerca del corte de mi abuela que el de ella.

    No me di cuenta de que me estaba extendiendo la posibilidad de encontrar el brillo que ella encontraba en su cabello. Al contrario, lo sentía como un reproche, como una arbitrariedad para mi propio tránsito.

    Ella insistía en cargar una peluca para plancharla, cuidarla y que agarrara el tono que le gustaba antes de que empezaran sus procesos de quimioterapia.

    Yo, en tránsito siempre, cortaba mi pelo cada vez que no lo aguantaba, cada vez que quería comenzar de nuevo.

    En nuestra cultura, el corte de cabello es una forma de cerrar ciclos. Coco Chanel dijo que «una mujer que se corta el cabello está a punto de cambiar su vida». La Biblia, un relato con el que crecimos la mayoría de nosotras, cuenta la historia de Sansón, quien le atribuía su fuerza a su cabellera. Pero dice el mismo libro, que a las mujeres el cabello les es dado por velo. Cuando cortamos nuestro cabello dejamos caer el velo, trozos de nosotras para comenzar de nuevo.

    El cabello de mi tía nunca volvió a crecer igual después del cáncer, aunque le prometieron que podría hacer su vida como si nada hubiera pasado.

    Lo intentó, pero no soltó los turbantes, los gorros ni las pelucas. Su cráneo desnudo nunca nos fue permitido, siempre fue un terreno oculto, silencioso, imaginario. Mantenerlo oculto fue una forma de negarse la enfermedad y flaquear en los cuidados necesarios.

    Su cabello largo y brillante se fue con ella, con el turbante que guardó sus raíces.

    Desde que murió, en 2019, un año antes de la pandemia y de que los hospitales colapsen, yo he intentado dejar que mi cabello crezca y que cuente su historia. He intentado ser condescendiente con su pregunta, pero después de la pandemia, después de los 30, no crece igual y me ha tocado jugar los mismos juegos para ficcionar que brilla, que crece, que me pertenece.

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