Los grillos de Guayaquil o cómo las lluvias invocan los miedos masculinos

DANIEL AMPUERO VELÁSQUEZ

«Desdeño las romanzas de los tenores huecos

y el coro de los grillos que cantan a la luna»

Antonio Machado

 

I.

– Hola, soy Daniel.

– ¡Hola, Daniel!

– Estoy aquí porque… (se aclara la garganta) le tengo miedo a los grillos.

– Está bien, el primer paso es reconocerlo. 

II.

Si vives en Guayaquil el tiempo suficiente, sabrás que esta ciudad tiene varias certezas. Algunas serían:

1. Si andas bocabierta te van a robar (y si andas bocacerrada es probable que también te roben).

2. Todo Clásico del Astillero termina en pito.

3. Uno nunca vuelve a un lugar donde comió encebollado malo.

4. Aquí no hace calor o frío, hace más calor o menos calor. Pero siempre calor.

5. Cuando llega el invierno, te vas a mojar: sea de lluvia, sudor o “ambos dos”, y

6. En algún momento de esta etapa, irremediablemente te vas a encontrar un grillo. O muchos.

III.

El patio de mi colegio tenía las paredes pintadas mitad blanco, mitad azul. O bueno, al menos durante la mitad del año para adelante, porque en los meses de invierno eran de color café oscuro tirando a negro. Y no porque los curitas decidieran hacer trabajos de refacción ni un “makeover” al edificio, sino porque los grillos formaban una gruesa pared móvil, crujiente, chirriante y, para algunos como yo, terrorífica. 

El escenario: colegio católico 100% masculino. Sumen todo lo que las películas de adolescentes les han enseñado sobre el ‘bullying’ estudiantil y multiplíquenlo por diez. Entre todas las jodas y bromas que se hacían (cortar las maletas por debajo, rayar con penes e insultos los cuadernos con tus apuntes, convertir en confeti tu deber a presentar, iniciar una guerra de escupitajos con muchas víctimas y pocos sobrevivientes, y un larguísimo etcétera.), los grillos eran armas eficaces al alcance de la mano.

Lo light: te ponían uno en el hombro cuando estabas distraído, como si de un Pepito Grillo se tratara. Lo medium: te llenaban la maleta con un puñado de insectos. Lo hard: te pisaban la maleta con el puñado de insectos dentro (debían odiarte mucho si te hacían esto). Pero en todas estas situaciones, teníamos que mantener un código interno indestructible: jamás demostrar miedo. Si demostrabas miedo a los grillos, ayayay ñañito, prepárate porque los verás hasta que la madre naturaleza decida llevárselos por donde vinieron.

IV

Se supone que el hombre, el varón, el macho pelo en pecho, parado derecho y bien arrecho, jamás debería sentir miedo. Ese es el “paradigma de la masculinidad hegemónica”, que le dicen. Para definir este modelo, Kimmel y Goffman —sociólogos expertos en interacciones humanas y estudios del hombre— ponen en su lista de requisitos básicos para ser “todo un hombre” el hecho de ser fuerte. “Hay que resistir los embates de la vida sin quejarse y enfrentarse a los problemas sin mostrar debilidad, como expresiones emocionales, especialmente el miedo y la tristeza”, dice este ensayo académico sobre miedo y masculinidades. 

“Bah, el miedo es para las mujeres y los maricones”, espetaría un “verdadero” macho de película del oeste, mientras deja su revólver en la mesa, destapa una cerveza con los dientes y prende un fósforo en su quijada.  

Ese miedo es un ítem más, entre los miles que están en la larga lista de cosas que para el imaginario masculino no son “de hombres”, como llorar en público, demostrar afecto a tu pareja o a tus hijos, caminar con un ramo de flores en la mano, usar ropa rosada, tomar cerveza light, hacer su parte en las labores domésticas, y, lo que nos compete: tenerle miedo a un insecto. 

V.

Por lo anterior, existen los: “¿Qué eres maricón que le tienes miedo a un grillo?

Y también los: “Chucha, ¿tan grandote y con miedo a un animalito?”

Y los menos (se acomoda los lentes): “El grillo te tiene más miedo a ti que tú a él”. 

Sí, lo digo de frente: mido casi dos metros y le tengo miedo a un insecto ortóptero de 2 centímetros. Si nos ponemos matemáticos, en lo que yo mido tendrían que ponerse casi 95 grillos, uno encima del otro, para alcanzarme. Pero ni Dios lo permita…

VI.

El miedo a los insectos se conoce como entomofobia, y los estudiosos de la mente no se ponen muy de acuerdo en sus orígenes o razones. “Pueden derivar de alguna experiencia traumática directa con algún insecto o animal, haber sido aprendidas de los padres o de otras personas, a raíz de alguna película o libro que produjeron temor, o ser una derivación y expresión de una angustia más profunda”, dice un párrafo que me salió en Google cuando escribí “Miedo a los insectos origen”.

En mi caso, creería que es lo segundo: mi madre le tiene un miedo irracional a las cucarachas que heredó a mis hermanos y a mí, en mayor o menor grado. Y bueno, si lo ves bien, un grillo es una cucaracha “slim” sin caparazón, por eso se entendería. Pero no me malinterpreten, si me cae uno no me desmayo ni hiperventilo ni me dan náuseas, solo un “¡ahh!” amortiguado y un sacudón de mano para alejarlo. Hay gente que no puede ni matarlos, pero yo sí puedo extender mi pie talla 45 y dejarlos hechos puré. Pero, ¿cogerlos con la mano? Jamás.

VII.

Uno de mis mejores amigos, Juan, amaba los grillos. Los cogía, jugaba con ellos, los pasaba entre sus dedos como los apostadores hacen con las monedas de plata. Los amaba tanto que se los comía. Vivos. Crudos. Le volaba uno al cuerpo y él, “miren, un bocadillo”, y ¡suas! A la boca. Con las tendencias nutricionales de hoy en día, Juan sí que era un verdadero pionero. Nosotros lo retábamos a comerse varios pero decía que máximo podía comerse 10 porque “luego le dolía el estómago”. 

Juan trató (en secreto de los demás compañeros, obvio) de familiarizarme con el animalejo, de que vea que es inofensivo y que no picaba ni nada. Fracasó. Y luego, se lo comía nomás.

VIII.

Mi viejo y yo veíamos siempre el programa de Tony Kamo en la televisión chilena. Ya saben, ese español de profundos ojos que te ofrecía si “lo quieres rápido o lento” (si eres de mi leva, estás leyendo esto con su voz). Una vez, “entrevipnotizó” —mezcla de entrevistar e hipnotizar— a Alberto Plaza, y le preguntó qué ciudad nunca visitaría en sus giras. “Guayaquil”, dijo inmediatamente. “¿Por qué?”, replicó Kamo. “Es una ciudad llena de bichos y no los soporto”. El buen Tony le hizo sus quiromancias y Plaza pudo sostener una tarántula en la mano. Y luego vino muchísimas veces a cantar al Puerto.

Cuando Kamo visitó Guayaquil le dije a mi viejo que me lleve a verlo, con la esperanza de que me pueda quitar el miedo a los bichos y de paso, que lo haga a él dejar de fumar. Me dijo que no joda, mientras prendía otro Marlboro blanco y en la calle empezaba a llover. 

Ya vienen los grillos.

 

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    «Desdeño las romanzas de los tenores huecos

    y el coro de los grillos que cantan a la luna»

    Antonio Machado

     

    I.

    – Hola, soy Daniel.

    – ¡Hola, Daniel!

    – Estoy aquí porque… (se aclara la garganta) le tengo miedo a los grillos.

    – Está bien, el primer paso es reconocerlo. 

    II.

    Si vives en Guayaquil el tiempo suficiente, sabrás que esta ciudad tiene varias certezas. Algunas serían:

    1. Si andas bocabierta te van a robar (y si andas bocacerrada es probable que también te roben).

    2. Todo Clásico del Astillero termina en pito.

    3. Uno nunca vuelve a un lugar donde comió encebollado malo.

    4. Aquí no hace calor o frío, hace más calor o menos calor. Pero siempre calor.

    5. Cuando llega el invierno, te vas a mojar: sea de lluvia, sudor o “ambos dos”, y

    6. En algún momento de esta etapa, irremediablemente te vas a encontrar un grillo. O muchos.

    III.

    El patio de mi colegio tenía las paredes pintadas mitad blanco, mitad azul. O bueno, al menos durante la mitad del año para adelante, porque en los meses de invierno eran de color café oscuro tirando a negro. Y no porque los curitas decidieran hacer trabajos de refacción ni un “makeover” al edificio, sino porque los grillos formaban una gruesa pared móvil, crujiente, chirriante y, para algunos como yo, terrorífica. 

    El escenario: colegio católico 100% masculino. Sumen todo lo que las películas de adolescentes les han enseñado sobre el ‘bullying’ estudiantil y multiplíquenlo por diez. Entre todas las jodas y bromas que se hacían (cortar las maletas por debajo, rayar con penes e insultos los cuadernos con tus apuntes, convertir en confeti tu deber a presentar, iniciar una guerra de escupitajos con muchas víctimas y pocos sobrevivientes, y un larguísimo etcétera.), los grillos eran armas eficaces al alcance de la mano.

    Lo light: te ponían uno en el hombro cuando estabas distraído, como si de un Pepito Grillo se tratara. Lo medium: te llenaban la maleta con un puñado de insectos. Lo hard: te pisaban la maleta con el puñado de insectos dentro (debían odiarte mucho si te hacían esto). Pero en todas estas situaciones, teníamos que mantener un código interno indestructible: jamás demostrar miedo. Si demostrabas miedo a los grillos, ayayay ñañito, prepárate porque los verás hasta que la madre naturaleza decida llevárselos por donde vinieron.

    IV

    Se supone que el hombre, el varón, el macho pelo en pecho, parado derecho y bien arrecho, jamás debería sentir miedo. Ese es el “paradigma de la masculinidad hegemónica”, que le dicen. Para definir este modelo, Kimmel y Goffman —sociólogos expertos en interacciones humanas y estudios del hombre— ponen en su lista de requisitos básicos para ser “todo un hombre” el hecho de ser fuerte. “Hay que resistir los embates de la vida sin quejarse y enfrentarse a los problemas sin mostrar debilidad, como expresiones emocionales, especialmente el miedo y la tristeza”, dice este ensayo académico sobre miedo y masculinidades. 

    “Bah, el miedo es para las mujeres y los maricones”, espetaría un “verdadero” macho de película del oeste, mientras deja su revólver en la mesa, destapa una cerveza con los dientes y prende un fósforo en su quijada.  

    Ese miedo es un ítem más, entre los miles que están en la larga lista de cosas que para el imaginario masculino no son “de hombres”, como llorar en público, demostrar afecto a tu pareja o a tus hijos, caminar con un ramo de flores en la mano, usar ropa rosada, tomar cerveza light, hacer su parte en las labores domésticas, y, lo que nos compete: tenerle miedo a un insecto. 

    V.

    Por lo anterior, existen los: “¿Qué eres maricón que le tienes miedo a un grillo?

    Y también los: “Chucha, ¿tan grandote y con miedo a un animalito?”

    Y los menos (se acomoda los lentes): “El grillo te tiene más miedo a ti que tú a él”. 

    Sí, lo digo de frente: mido casi dos metros y le tengo miedo a un insecto ortóptero de 2 centímetros. Si nos ponemos matemáticos, en lo que yo mido tendrían que ponerse casi 95 grillos, uno encima del otro, para alcanzarme. Pero ni Dios lo permita…

    VI.

    El miedo a los insectos se conoce como entomofobia, y los estudiosos de la mente no se ponen muy de acuerdo en sus orígenes o razones. “Pueden derivar de alguna experiencia traumática directa con algún insecto o animal, haber sido aprendidas de los padres o de otras personas, a raíz de alguna película o libro que produjeron temor, o ser una derivación y expresión de una angustia más profunda”, dice un párrafo que me salió en Google cuando escribí “Miedo a los insectos origen”.

    En mi caso, creería que es lo segundo: mi madre le tiene un miedo irracional a las cucarachas que heredó a mis hermanos y a mí, en mayor o menor grado. Y bueno, si lo ves bien, un grillo es una cucaracha “slim” sin caparazón, por eso se entendería. Pero no me malinterpreten, si me cae uno no me desmayo ni hiperventilo ni me dan náuseas, solo un “¡ahh!” amortiguado y un sacudón de mano para alejarlo. Hay gente que no puede ni matarlos, pero yo sí puedo extender mi pie talla 45 y dejarlos hechos puré. Pero, ¿cogerlos con la mano? Jamás.

    VII.

    Uno de mis mejores amigos, Juan, amaba los grillos. Los cogía, jugaba con ellos, los pasaba entre sus dedos como los apostadores hacen con las monedas de plata. Los amaba tanto que se los comía. Vivos. Crudos. Le volaba uno al cuerpo y él, “miren, un bocadillo”, y ¡suas! A la boca. Con las tendencias nutricionales de hoy en día, Juan sí que era un verdadero pionero. Nosotros lo retábamos a comerse varios pero decía que máximo podía comerse 10 porque “luego le dolía el estómago”. 

    Juan trató (en secreto de los demás compañeros, obvio) de familiarizarme con el animalejo, de que vea que es inofensivo y que no picaba ni nada. Fracasó. Y luego, se lo comía nomás.

    VIII.

    Mi viejo y yo veíamos siempre el programa de Tony Kamo en la televisión chilena. Ya saben, ese español de profundos ojos que te ofrecía si “lo quieres rápido o lento” (si eres de mi leva, estás leyendo esto con su voz). Una vez, “entrevipnotizó” —mezcla de entrevistar e hipnotizar— a Alberto Plaza, y le preguntó qué ciudad nunca visitaría en sus giras. “Guayaquil”, dijo inmediatamente. “¿Por qué?”, replicó Kamo. “Es una ciudad llena de bichos y no los soporto”. El buen Tony le hizo sus quiromancias y Plaza pudo sostener una tarántula en la mano. Y luego vino muchísimas veces a cantar al Puerto.

    Cuando Kamo visitó Guayaquil le dije a mi viejo que me lleve a verlo, con la esperanza de que me pueda quitar el miedo a los bichos y de paso, que lo haga a él dejar de fumar. Me dijo que no joda, mientras prendía otro Marlboro blanco y en la calle empezaba a llover. 

    Ya vienen los grillos.

     

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