Dentro del sistema patriarcal el valor humano de las mujeres recae fundamentalmente en la belleza normativa, algo que nos afecta desde niñas. ¿Pero realmente apuntamos a la solución cuando reafirmamos a las niñas ya no por su estética sino por otros atributos como su inteligencia? Lois Nwadiaru reflexiona sobre esto en el siguiente ensayo, que acompaña de tres testimonios.
Cuando pienso en mis primeros acercamientos al feminismo, hay un recuerdo concreto —entre tantos otros— que atraviesa mi mente: una campaña en la que varias niñas aparecen con un mensaje que se presenta como contrahegemónico.
Los formatos de esa campaña son diversos, el mensaje es el mismo: hay que dejar de validar a las niñas por su belleza para, en su lugar, validarlas por otras cualidades.
«Sé valiente», «sé fuerte», «sé veloz», «sé inteligente». Desde los feminismos blancos se han hecho esfuerzos para que se intercambie la construcción o el refuerzo de la autoestima de las niñas a partir de su belleza por la construcción o el refuerzo de su autoestima a partir de su inteligencia, su carácter, su personalidad o su fuerza.
Sin embargo, esto, como muchos de los esfuerzos de esos tipos de feminismos, responden a una visión homogénea de ser mujer. Una visión a partir de la cual todas, desde la infancia, recibimos exclusiva validación por ser bellas. ¿Es esa una realidad común para las racializadas, no blancas? ¿Para las niñas gordas? ¿Para las niñas precarizadas impedidas por ese motivo de acceder a tendencias estéticas? No, no lo es.
Cuando niña, a pesar de que yo me sentía conforme con mi apariencia física y en casa siempre me hicieron sentir así, me di cuenta que había todo un aparataje externo que trataba de hacerme pensar que había un problema con cómo me veo. No logré racionalizarlo con tanta claridad hasta adulta, pero lo notaba.
¿Cómo no lo iba a notar? Si no solo que todas aquellas niñas y mujeres que eran validadas normativamente como atractivas no lucían como yo, sino que, en adición, aquellas que eran invalidadas por no ser consideradas normativamente como atractivas tenían rasgos físicos en común conmigo: la piel café, el cabello apretado, la nariz ancha.
Yo lo noté desde pequeña. Etannia López, Diana Chiliquinga y Katherine Casanova también lo notaron. En conversaciones que mantuve con ellas, cuentan lo siguiente.
¿Cómo nos percibíamos y cómo nos percibían los demás cuando éramos niñas?
Etannia López:
Cuando era pequeña me consideraba una niña gorda. Era una niña rellenita y me daba cuenta de que las personas me veían de esa manera porque muchas veces me lo decían y no eran compañeritos míos de la escuela o de la guardería en la que estuve, sino mis propios familiares. Me decían: «ay, sí, estás gorda, no deberías usar esto». En una ocasión tuve un altercado con una tía de mi papá que le dijo a él en la mesa en la que estábamos comiendo: «la cara de tu hija está deforme, deberías hacerla bajar de peso, mírala, así no va a ser como nosotros» porque ella decía que en su infancia ella era súper bonita: delgada, con cabello rubio, ojos azules. Entonces me comparaba a mí con ella y decía que eso [la gordura] no era bueno para la familia. Con la familia de mi padre fue así siempre. En cambio, con la familia de mi mamá era diferente. No es que no me decían que estaba gordita porque siempre recibí eso en mi entorno, pero era más: «ay, eres linda, gordita». Con ellos no era tan brusco como con la familia de mi papá. Realmente me marcó bastante ese comentario, hasta ahora me acuerdo. Pero era algo que por todos lados me seguían diciendo: unos de forma bonita y otros de forma fea. Toda mi infancia fue así. Me comencé a volver súper crítica conmigo.
Diana Chiliquinga:
Jamás me sentí validada como hegemónica por muchos aspectos. Creo que tuvo que ver bastante el aspecto de la raza y mi apellido, que siempre fue súper llamativo para las personas, sobre todo en mi círculo social y en el círculo en el que me desenvolví porque yo estudié en una unidad educativa que, en el tiempo en el que yo accedí, era bastante high, entonces cuando era muy pequeña siempre me incomodaba tener que repetir mi apellido, tener que deletrearlo, decirlo una y otra vez hasta que lo entendieran. Cuando era muy pequeña no entendía toda la herencia que conlleva el apellido que muy orgullosamente llevo ahora. En ese tiempo siempre me cuestioné por qué no podía llamarme López o algo así para no tener que cruzar por esa senda tan incómoda de lo que me juzgan socialmente. Aparte de que en mis tiempos era considerada una niña bonita: ojos claros, blanquita, cabello rubio, cabello ondulado. Yo siempre crecí también con ganas de tener el cabello ondulado lo más que pueda. Me acuerdo que me cogían coletitas y me hacía una cebollita e intentaba siempre que mi cabello fuera ondulado porque decía: «qué horrible tener el cabello lacio». Siempre he escuchado el típico: «ay, las Marías del mercado tienen el cabello lacio», «las personas indígenas tienen el cabello lacio» y crecí con ese estigma, sintiéndome mal de mi cabello lacio. También se me hace super incómodo el tema de mi peso porque mi mamá es delgada, mi papá también es una persona delgada y yo fui creciendo, haciéndome un poco más gordita, la cara rellenita y veía cómo mis amigas empezaban a crecer y a tener unos cuerpos más hegemónicos, una cintura más pequeña, una cara más delgada, pechos y todo eso. Yo no crecía de la misma manera, entonces siempre me sentí relegada a no ser la bonita, sino a ser la inteligente o la divertida porque en eso estaba en lo que yo era buena.
Katherine Casanova:
No recuerdo haber sido percibida como una niña bonita. Yo tengo una condición que se llama síndrome de ovario poliquístico, es una cosa que no la descubrí hasta mucho tiempo después, ya entrada en la adultez, pero este síndrome de ovario poliquístico tiene repercusiones físicas, como, por ejemplo, la forma de un cuerpo es de un triángulo invertido. Toda mi vida he sido gruesa, pero tiendo a ser más gruesa en el torso y mis piernas y mis caderas suelen ser más flacas. Por otro lado, tengo muchos vellos en las manos. He usado lentes desde que tengo memoria. No tengo una dentadura bonita. Tengo muy poca frente también. Todas estas son cosas que tal vez no hubiera notado si no hubiera tenido gente diciéndomelo. Recuerdo a mi abuelita diciéndome que tenía que cuidar qué comer, que era mujercita, que no se ve bien que una mujercita sea gorda, que yo tenía que cuidarme desde chiquita, que cuando sea más grande me iba a gustar más y me iba a arrepentir. Recuerdo a mis primos mayores que llegaron una vez de un expreso gritándome de un lado de la calle al otro que si yo caminaba con las piernas o con las manos porque tenía las piernas flacas. Las bromas sobre hombre lobo porque tenía los brazos velludos; cuatro ojos por los lentes. En general, no recuerdo ni una sola vez en mi infancia en la que me haya percibido como una niña bonita. Ni que me lo hayan dicho. No fue el discurso con el que yo crecí por ningún lado.
Los medios y su influencia en los valores estéticos que nos dan y nos damos
Etannia López:
Veía RBD en la televisión o cosas así donde las niñas eran flacas. Luego me probaba cosas y no me quedaban igual que ellas. Nunca me sentí bonita porque las palabras negativas que me dijeron me marcaron incluso hasta ahora, aunque he tratado de dejar ir eso con los años. Durante mi adolescencia y durante toda mi vida adulta todo esto me influenció bastante y me hizo pensar que ser delgada era lo único que me iba a hacer bonita. Cuando adelgacé por los desórdenes alimenticios que tuve, la gente me decía… ¿te acuerdas de esta página Ask.fm donde la gente preguntaba anónimamente? La gente me decía anónimamente: «tienes SIDA», «te estás drogando». Así me decían. Entonces, a la final me di cuenta de que las personas nunca van a estar contentas y siempre van a tener algo que criticar. A raíz de eso he tratado de ser feliz conmigo misma. Yo tenía una relación súper mala con la comida. Entonces pensé: «¿qué puedo hacer para sentirme bien comiendo?». Y empecé a tener una mejor relación con la comida porque no solo eran los comentarios que me dijeron de pequeña: la industria mismo te pone todo ahí para que tú quieras siempre alcanzar algo.
Diana Chiliquinga:
Habré tenido unos once o doce años. Recuerdo que leí Huasipungo. Fue la primera vez que vi mi apellido en un libro. Fue como: «mira tú, no es cualquier cosa». Me sentí representada, sentí que una partecita de mí sí existía para el mundo. De ahí, nunca me sentí identificada al cien por ciento con algún personaje o persona famosa, pero sí me sentí un poco representada respecto a lo que yo vivía en mi niñez con Pocahontas. Era muy diferente a mí: era una princesa de otro color de piel, que hacía cosas diferentes, pero cuando vi su pelito negro, sus ojos oscuros, su pelito en el aire ondeando de manera preciosa, yo dije: «mi pelo es así y mis ojos son así». Sentí que no estaba tan mal del todo y que tenía una esperanza para poder llegar a ser atractiva para alguien. También recuerdo que en una ocasión estaba haciéndome un corte de pelo y el estilista me dijo: «me encanta tu cabello ¿sabes que la gente paga para tener el cabello así?». Es muy básico, pero a partir de eso empecé a dejar mi cabello ser como es. Ahora no me imagino con otro color de cabello o con otra forma de cabello. Me siento super bien. Esto lo fui aprendiendo mientras fui creciendo y fui cuestionándome.
Katherine Casanova:
En mi época los referentes de personas gordas eran mujeres flacas, por ejemplo, la hermanastra gorda de Floricienta. Me hacía sentir que era imperfecta hasta para el molde de imperfección y claro, ni qué decir sobre las otras especificidades de mi cuerpo: las piernas flacas, la frente corta, el exceso de vello.
Los valiosos aportes de Etannia, Diana y Katherine para la construcción de este texto permiten diversificar y reafirmar las ideas planteadas.
Si bien es una realidad que dentro del sistema patriarcal el valor humano de las mujeres recae fundamentalmente en nuestra estética, esa realidad no solo afecta a las niñas en el sentido en el que a algunas se las valora exclusivamente por ser bellas y se anula por completo el reconocimiento de otras cualidades de su persona como su inteligencia o su personalidad; sino también en el sentido en el que muchas otras son, de hecho, desvalorizadas por no cumplir con cánones de belleza fundados en el racismo, la gordofobia, el clasismo, el capacitismo y el adultocentrismo. Esto es porque el patriarcado no opera de forma aislada, sino imbricada junto con todos los demás sistemas de opresión.
La belleza, desde esta visión normativa, tiene raza; tiene apellido; tiene peso y estructura corporal; tiene acceso económico a ropa y tratamientos para el cabello, la piel y los dientes; tiene motricidad; tiene edad.
Mientras que algunas pueden verse identificadas en las campañas que apuntan a que, en lugar de decirles bonitas a las niñas, les digamos que son talentosas o fuertes; tantas otras apenas logramos reconocernos en esos mensajes porque ni siquiera somos sujetas de ese tipo de validación por no cumplir con aquellos cánones de belleza fundados en sistemas de opresión. Y ni qué decir de las otras cualidades con las cuales se propone reemplazar la validación a partir de la belleza, pues están igualmente fundadas en estos sistemas. Es muy difícil llegar a obtener validación por ser, por ejemplo, inteligentes o por ser talentosas sin haber podido acceder, en primer lugar, a educación, formación y espacios físicos que nos impulsen a tener esas cualidades.
Por ello, es realmente preocupante que, si nuestro valor humano deja de recaer en nuestra belleza para pasar a recaer, por ejemplo, en nuestra inteligencia, se siga condicionando a niñas y mujeres a demostrar que somos lo suficientemente algo: lo suficientemente fuertes, lo suficientemente inteligentes o lo suficientemente talentosas, para ser merecedoras del reconocimiento de nuestro valor humano.
¿Cuándo es suficiente? Nunca. Etannia lo comentó con una claridad impecable: «la industria mismo te pone todo ahí para que tú quieras siempre alcanzar algo». El respeto a la humanidad de niñas y mujeres no debería verse afectado incluso en nuestra fealdad, mediocridad, incoherencia, debilidad o estupidez. Además, un desarrollo de los pensamientos y emociones de las niñas fuera de prácticas que las jerarquizan y les impiden potenciarse libremente dentro de sus propios intereses y capacidades las alejaría de la idea de que necesariamente deben ser un producto útil a partir de sus cualidades, como son los casos de la niña inteligente condicionada a ser académica; la niña con carácter fuerte condicionada a ser lideresa; o, la niña bonita condicionada a ser supermodelo.
El que la propuesta frente a este problema sea dejar de decirles a las niñas que son bonitas para en su lugar construir o reforzar su autoestima a partir de su inteligencia, su fuerza o sus talentos no transforma mayor cosa. Una transformación esencialmente profunda sería dejar de pensar, no solo a la belleza, sino a la inteligencia, al talento o a la fortaleza como cualidades necesarias para el reconocimiento de nuestro valor humano.
Claro que es importante recalcar que en una sociedad en la que los sistemas de opresión manejan un poder tal que inciden en nuestra consciencia desde la infancia, como lo es la nuestra, dejar de pensar a la belleza como algo que solo es posible dentro de los cánones impuestos por estos sistemas y, en su lugar, permitirnos diversificar nuestras percepciones de la misma, sí que representa un avance importante. En particular, las niñas negras, indígenas, pobres, discapacitadas, gordas sí que merecen hoy por hoy recibir afirmaciones positivas sobre su estética frente a una industria de la belleza que se encarga todos los días de hacerles pensar, no solo que no merecen dichas afirmaciones, sino que además deben desear aspirar a estéticas específicas fundadas en su propia exclusión.
Sin embargo, que eso represente un avance importante no quita la necesidad de apuntar a desmontar las prácticas que normalizan que la humanidad de las niñas sea valorada a partir de cualidades que, además, hoy por hoy son accesibles a través de privilegios consolidados en sistemas de opresión, como lo son los cánones validados por la industria de la belleza o la inteligencia validada por la academia.