Ana Fernández le da lugar al deseo, la Pacha y su feminización

La artista quiteña recibió el segundo lugar del Salón de Julio en su edición 62. En su obra Chimborazo en el Guayas y lechuguines en la ría nos presenta un universo sin seres humanos, donde la ría es un espíritu femenino que se expande.

JÉSSICA ZAMBRANO

En 1995, la artista quiteña Ana Fernández realizó su primera muestra en Estados Unidos, donde cursó una licenciatura en pintura en el San Francisco Art Institute (SFAI). Al año siguiente postuló al Salón de Julio y recibió una carta que la preparó para algo que ya le habían advertido: el rechazo. “Y no pasa nada, vas a ser rechazada mil veces. Te levantas, te sacudes el polvo y sigues”. Después de eso propuso una muestra con parte de la obra que había enviado al Salón a La Galería, un espacio de Betty Wappenstein en Quito. La muestra se llamó Valientes hombres de mi patria.

Según relata la historiadora de arte Ana Rosa Valdez, en Valientes hombres de mi patria, propuesta que había enviado al Salón, Fernández “resaltaba, de manera incisiva, el valor otorgado a las figuras masculinas en detrimento de las mujeres que participaron en las gestas independentistas y los procesos de construcción nacional. Asimismo, señalaba el control ejercido sobre el cuerpo de las mujeres y la forma en que aprendemos desde la infancia a reproducir una determinada perspectiva del género”.

Este 2023, Fernández volvió a enviar una propuesta, pues consideró algunos hitos que habilitaban el flujo de nuevos discursos en la selección del Salón: en 2019, Diana Gardenia ganó el primer lugar con su obra Cojuda acepta mi halago, siendo la sexta mujer que recibía este reconocimiento en sesenta años; en 2022, el salón el año fue dirigido por la italiana Giada Lusardi y este 2023, lo sería por Eduardo Carrera.

Antes de eso, las direcciones del Salón parecían estar a cargo de los mismos nombres en rotación. Y finalmente, con esa postulación que había postergado durante mucho tiempo, recibió no solo una invitación a ser parte de la selección final del Salón en su edición 62, sino también el segundo lugar.

El trabajo con el que Fernández ganó el segundo lugar del Salón en la última edición ya no utiliza las figuras masculinas en la construcción de lo nacional. Su obra titulada Chimborazo en el Guayas y lechuguines en la ría, es parte de su más reciente exploración sobre el saber de las plantas, la ontología, el paisaje, los ecosistemas.

Una mañana previa a que se abriera la convocatoria del Salón, Fernández miró en redes una foto de Roberto Valdez, más conocido como Robinsky. En ella se ve al Chimborazo desde el Río Guayas. Fernández pensó en todas las veces que había llegado a Guayaquil para visitar a su abuelo, nacido en esta ciudad que, piensa, se esfuerza en darle la espalda al río para concentrarse en todo lo que ocurre lejos de él.

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Una publicación compartida de Roberto Valdez (@robinski__)

Su obra es un homenaje a ese paisaje y a la forma en la que nos muestra la levedad de las fronteras en su trópico andino.

“Hemos pensado que las cadenas montañosas nos separan y no, nos hermanan. Mi abuelo era guayaquileño. Yo he visto siempre el Estero y la ría. Cuando voy a Guayaquil no veo a Guayaquil, voy y me siento una hora ante la ría y los lechuguines pasando”, dice Ana Fernández en una entrevista a través de zoom.

El Salón de Julio ha construido una tradición alrededor de la tradición pictórica. ¿Desde qué lugar consideras que te vinculas con esta tradición y cómo crees que tu obra dialoga en esta selección?

Yo no soy una artista que se relaciona con la pintura desde la tradición pictórica, desde un móvil renacentista, digamos. Yo más bien empecé haciendo instalación. Siempre utilicé la pintura en mis instalaciones, lo cual es distinto. En algún momento, más o menos en el año 98, que estuve en Invade Cuenca, un evento paralelo a la Bienal, un colectivo de chilenos ganó la Bienal de Cuenca, y en ese momento empecé un enamoramiento con la gráfica popular local que está en los letreros. Empecé una investigación en torno a eso. Quería pintar así, como los exvotos, como los letreros de los de los camiones. Entonces en mi obra del 2000, por ejemplo, hay mucha referencia a eso. Sentí una fascinación hacia todo lo popular, desde los vendedores ambulantes hasta la misma gráfica.

Entonces, quería hacer eso, pero sentía que era muy difícil en un país como Ecuador, donde hay tan poca ayuda para los artistas: para enviar las obras, para transportarlas, que no podía hacer cosas gigantescas, enormes instalaciones de madera que casi no podía transportar. Empecé a trabajar en tela y en papel, podía enrollar y en un momento empecé a desarrollar mucho más el dibujo que la pintura.

El dibujo tiene casi siempre una concepción de boceto, ¿desde dónde se genera esta relación con el dibujo?

El dibujo como una herramienta del conocimiento, como una mediación entre el mundo de los sueños y el mundo de la vigilia.

Yo creo que la pintura sí tiene un momento y tener un Salón como este no es traído de los cabellos. Ya tenemos una Bienal de Cuenca que se enfocaba en la pintura y fue cambiada totalmente y ahora casi nunca se ve pintura, a pesar de que hace unos años esta manifestación pictórica ha hecho una gran reaparición en el mundo.

Se ha dicho mil veces que la pintura se ha muerto y ha renacido. Yo, particularmente, tengo un amor total a la pintura. Pero la pintura desde una noción expandida. La pintura en soportes no tan tradicionales como el bastidor y el lienzo u óleo. No pinto jamás en acrílico, óleo ni en bastidor. Yo pinto el papel y claro, también es un dibujo pintado. Creo que hay lugar para esa tradición desde un interés contemporáneo.

Cuéntame sobre esa aproximación que tienes hacia este río y ese paisaje andino tropical.

Desde hace unos años, vengo maravillándome de lo que podemos ver del paisaje, y como digo en en mi statement, vengo sintiendo ese maravillamiento, ese sentido de lo sublime del que habla Burke, es una excitación mezclada con el terror, o sea, el terror que nos dan estos volcanes que tenemos aquí alrededor, el terror que nos puede dar una ría embravecida, pero al mismo tiempo estamos protegidos, de alguna manera, porque estamos en un Malecón, en nuestra casa y podemos pensar a posteriori qué es lo sublime.

Yo he estado pensando y sentido mucho eso desde hace muchos años. Me acuerdo que cuando erupcionó el Reventador, creo que en 2003, fue súper intenso para mí, pero al mismo tiempo fue maravilloso… Sentí una posibilidad fantástica de admirar de cerca estos fenómenos naturales, cuando veo la ría, veo los lechuguines pasando, veo la isla Santay, me doy cuenta de que para muchos guayaquileños la ciudad está en primer plano, pero pocos se paran a contemplar toda la vida que hay ahí, que es también una forma de doblegar el espíritu.

Decías que cuando llegas a Guayaquil siempre hay una mención sobre lo político, pero ahora mismo esta idea de regresar la mirada hacia este tipo de ecosistemas es un discurso necesario y que tiene más terreno, no solo por la posibilidad de doblegarse, sino por la posibilidad de comprender lo poco que nos queda.

Como humanos nos doblegamos ante eso, ante esa sublimidad, entramos en un trance estático del que hablaba Walter Benjamin. Yo creo que realmente podemos lograr ir entrando en consonancia en simbiosis con los ecosistemas que nos alojan, no para dominar sino comunicarnos. Eso es lo que yo quiero y no sé si lo logro.

¿De qué manera esta obra se configura en relación a todo tu trabajo anterior como Valientes hombres de mi patria?

Yo sostengo que el deseo es el motor del mundo. El deseo viene desde lo más ingenuo, lo más inocente y lo más descargado de interés de cualquier tipo, y también es amor, sí es amor. Para mí esta obra es un homenaje al Guayaquil de mi infancia, fuera de la violencia, del tráfico, del Estero Salado, de la ría, del olor a pan. Esa imagen dialoga con todo lo que estoy haciendo ahorita, que es una serie de paisajes para pensarnos como planeta Tierra antes de que nosotros mismos hubiéramos estado aquí o después, tal vez en un futuro donde no estemos porque no existe presencia de lo humano en el paisaje de Chimborazo y lechuguines en la ría.

En ese sentido no es igual a lo que propone Angélica Alomoto. No lo estoy proponiendo desde la humanidad, sino desde esa fabulación especulativa de pensar cómo era antes o cómo será si nosotros no estamos, pensarnos también dispensables.

Somos una línea finita en la historia de la Tierra. Esa serie de paisajes hablan desde ahí, desde la no presencia de los humanos en las plantas. Esta última serie que estoy haciendo es una serie de cuentos desde la voz de las plantas y de los animales. Eso se colega con mi otra serie que se llama “Alma vegetal”, que estuvo en el Museo del cacao y que es parte de lo que salió de mi investigación doctoral sobre ontología de las plantas y el conocimiento de los yachas amazónicos y de los artistas o las artistas para poder habitar el mundo desde otro lugar, a través de otros conocimientos.

Si vamos mucho antes dialoga con todas las series que he hecho. El hilo conductor que atraviesa toda mi obra son estas preguntas: ¿Qué somos?, ¿por qué estamos aquí?, ¿qué nos pasa?, ¿qué es esta espiritualidad?. Tal vez, al comienzo de mi obra estas preguntas tenían respuesta en lo femenino, por eso hice, La diosa, una obra en la que se recupera el valor de las deidades femeninas en prácticas religiosas de diversa índole; pero ahora estas preguntas significan darle una posibilidad a que todo tenga un espíritu: a las montañas, a los lagos, a los ríos, a las plantas, ese es el hilo conductor de mi búsqueda.

De la primera vez que participaste a esta, hay otro discurso social del mundo y se evidencia en que tres mujeres hayan ganado los tres primeros lugares. Crees que además del deseo y de estas preguntas también funciona como hilo conductor de tu obra la necesidad de pensar una mirada feminizada sobre la naturaleza. En tu obra por ejemplo, además de plantear el tema de la naturaleza también hay una feminización de lo que tradicionalmente llamamos el río Guayas, en esta utopía o pasado ideal del paisaje hay también un género.

A mí me encanta el nombre de la ría y yo la veo así, cómo esta gran madre, cuerpo de agua, la tierra que es la Pacha. Sí hay una feminización de la naturaleza para mí y eso es posible desde este término en inglés husbandry of the land, que es como ser esposos de la tierra. Me gusta mucho también la noción de woman handling, que es la mujer la que se encarga de la chacra, de los cultivos, de arrullar al espíritu para que nunca pare y de frutos porque ha sido la mujer la que se quedó en la casa y empezó a cultivar suavemente.

Entonces sí hay esa noción de cómo podemos feminizar también el cultivo suave de la tierra, que va completamente contra el agronegocio y los monocultivos y la esclavización de las plantas. Sí hay esa postura, ese hilo conductor.

Creo que estamos viviendo un momento cultural muy especial. Hay una feminización que también pone a los hombres en otro lugar. Pone al ser masculino en un lugar de poder considerarse vulnerable, de poder ser también femenino. Entonces eso implica que se nombre un curador como Eduardo Carrera, que encarna esas nociones y esas posibilidades. Eso ya es distinto de lo anterior y que ganen tres mujeres es una traducción del momento también, pero que ganen también, no sé si pasa tanto con el tercer premio, pero los dos primeros están inmersos en la tierra. Angélica Alomoto habla de un ser inmerso en esta Pacha, en esta cosmopolítica, implica una interconectividad con el cosmos y eso se empieza a traducir en todo, en charlas, en salones, en muestras en lo que estamos haciendo las y los artistas.

¿Consideras que desde que empezaste tu discurso en el arte has sido radical? Estamos en un contexto en el que se habla mucho más de la protección de la naturaleza pero no siempre es radical. ¿Cuál es tu lugar de enunciación?

Creo que sí es radical. A veces lo veo en las miradas de mis alumnos que se quedan como “wow” con respecto al discurso feminista que tengo y que no es radical para otros ámbitos.
Yo he sido defensora del aborto desde que tengo 16 años y para un contexto como el ecuatoriano era “la loca”, pero siempre fue necesario para mí defender a ultranza que las mujeres decidan sobre sus cuerpos. Y ahora mismo lo pienso también porque no podemos seguir sobrepoblando el planeta, porque como dije antes, somos prescindibles.

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    JÉSSICA ZAMBRANO

    En 1995, la artista quiteña Ana Fernández realizó su primera muestra en Estados Unidos, donde cursó una licenciatura en pintura en el San Francisco Art Institute (SFAI). Al año siguiente postuló al Salón de Julio y recibió una carta que la preparó para algo que ya le habían advertido: el rechazo. “Y no pasa nada, vas a ser rechazada mil veces. Te levantas, te sacudes el polvo y sigues”. Después de eso propuso una muestra con parte de la obra que había enviado al Salón a La Galería, un espacio de Betty Wappenstein en Quito. La muestra se llamó Valientes hombres de mi patria.

    Según relata la historiadora de arte Ana Rosa Valdez, en Valientes hombres de mi patria, propuesta que había enviado al Salón, Fernández “resaltaba, de manera incisiva, el valor otorgado a las figuras masculinas en detrimento de las mujeres que participaron en las gestas independentistas y los procesos de construcción nacional. Asimismo, señalaba el control ejercido sobre el cuerpo de las mujeres y la forma en que aprendemos desde la infancia a reproducir una determinada perspectiva del género”.

    Este 2023, Fernández volvió a enviar una propuesta, pues consideró algunos hitos que habilitaban el flujo de nuevos discursos en la selección del Salón: en 2019, Diana Gardenia ganó el primer lugar con su obra Cojuda acepta mi halago, siendo la sexta mujer que recibía este reconocimiento en sesenta años; en 2022, el salón el año fue dirigido por la italiana Giada Lusardi y este 2023, lo sería por Eduardo Carrera.

    Antes de eso, las direcciones del Salón parecían estar a cargo de los mismos nombres en rotación. Y finalmente, con esa postulación que había postergado durante mucho tiempo, recibió no solo una invitación a ser parte de la selección final del Salón en su edición 62, sino también el segundo lugar.

    El trabajo con el que Fernández ganó el segundo lugar del Salón en la última edición ya no utiliza las figuras masculinas en la construcción de lo nacional. Su obra titulada Chimborazo en el Guayas y lechuguines en la ría, es parte de su más reciente exploración sobre el saber de las plantas, la ontología, el paisaje, los ecosistemas.

    Una mañana previa a que se abriera la convocatoria del Salón, Fernández miró en redes una foto de Roberto Valdez, más conocido como Robinsky. En ella se ve al Chimborazo desde el Río Guayas. Fernández pensó en todas las veces que había llegado a Guayaquil para visitar a su abuelo, nacido en esta ciudad que, piensa, se esfuerza en darle la espalda al río para concentrarse en todo lo que ocurre lejos de él.

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    Una publicación compartida de Roberto Valdez (@robinski__)

    Su obra es un homenaje a ese paisaje y a la forma en la que nos muestra la levedad de las fronteras en su trópico andino.

    “Hemos pensado que las cadenas montañosas nos separan y no, nos hermanan. Mi abuelo era guayaquileño. Yo he visto siempre el Estero y la ría. Cuando voy a Guayaquil no veo a Guayaquil, voy y me siento una hora ante la ría y los lechuguines pasando”, dice Ana Fernández en una entrevista a través de zoom.

    El Salón de Julio ha construido una tradición alrededor de la tradición pictórica. ¿Desde qué lugar consideras que te vinculas con esta tradición y cómo crees que tu obra dialoga en esta selección?

    Yo no soy una artista que se relaciona con la pintura desde la tradición pictórica, desde un móvil renacentista, digamos. Yo más bien empecé haciendo instalación. Siempre utilicé la pintura en mis instalaciones, lo cual es distinto. En algún momento, más o menos en el año 98, que estuve en Invade Cuenca, un evento paralelo a la Bienal, un colectivo de chilenos ganó la Bienal de Cuenca, y en ese momento empecé un enamoramiento con la gráfica popular local que está en los letreros. Empecé una investigación en torno a eso. Quería pintar así, como los exvotos, como los letreros de los de los camiones. Entonces en mi obra del 2000, por ejemplo, hay mucha referencia a eso. Sentí una fascinación hacia todo lo popular, desde los vendedores ambulantes hasta la misma gráfica.

    Entonces, quería hacer eso, pero sentía que era muy difícil en un país como Ecuador, donde hay tan poca ayuda para los artistas: para enviar las obras, para transportarlas, que no podía hacer cosas gigantescas, enormes instalaciones de madera que casi no podía transportar. Empecé a trabajar en tela y en papel, podía enrollar y en un momento empecé a desarrollar mucho más el dibujo que la pintura.

    El dibujo tiene casi siempre una concepción de boceto, ¿desde dónde se genera esta relación con el dibujo?

    El dibujo como una herramienta del conocimiento, como una mediación entre el mundo de los sueños y el mundo de la vigilia.

    Yo creo que la pintura sí tiene un momento y tener un Salón como este no es traído de los cabellos. Ya tenemos una Bienal de Cuenca que se enfocaba en la pintura y fue cambiada totalmente y ahora casi nunca se ve pintura, a pesar de que hace unos años esta manifestación pictórica ha hecho una gran reaparición en el mundo.

    Se ha dicho mil veces que la pintura se ha muerto y ha renacido. Yo, particularmente, tengo un amor total a la pintura. Pero la pintura desde una noción expandida. La pintura en soportes no tan tradicionales como el bastidor y el lienzo u óleo. No pinto jamás en acrílico, óleo ni en bastidor. Yo pinto el papel y claro, también es un dibujo pintado. Creo que hay lugar para esa tradición desde un interés contemporáneo.

    Cuéntame sobre esa aproximación que tienes hacia este río y ese paisaje andino tropical.

    Desde hace unos años, vengo maravillándome de lo que podemos ver del paisaje, y como digo en en mi statement, vengo sintiendo ese maravillamiento, ese sentido de lo sublime del que habla Burke, es una excitación mezclada con el terror, o sea, el terror que nos dan estos volcanes que tenemos aquí alrededor, el terror que nos puede dar una ría embravecida, pero al mismo tiempo estamos protegidos, de alguna manera, porque estamos en un Malecón, en nuestra casa y podemos pensar a posteriori qué es lo sublime.

    Yo he estado pensando y sentido mucho eso desde hace muchos años. Me acuerdo que cuando erupcionó el Reventador, creo que en 2003, fue súper intenso para mí, pero al mismo tiempo fue maravilloso… Sentí una posibilidad fantástica de admirar de cerca estos fenómenos naturales, cuando veo la ría, veo los lechuguines pasando, veo la isla Santay, me doy cuenta de que para muchos guayaquileños la ciudad está en primer plano, pero pocos se paran a contemplar toda la vida que hay ahí, que es también una forma de doblegar el espíritu.

    Decías que cuando llegas a Guayaquil siempre hay una mención sobre lo político, pero ahora mismo esta idea de regresar la mirada hacia este tipo de ecosistemas es un discurso necesario y que tiene más terreno, no solo por la posibilidad de doblegarse, sino por la posibilidad de comprender lo poco que nos queda.

    Como humanos nos doblegamos ante eso, ante esa sublimidad, entramos en un trance estático del que hablaba Walter Benjamin. Yo creo que realmente podemos lograr ir entrando en consonancia en simbiosis con los ecosistemas que nos alojan, no para dominar sino comunicarnos. Eso es lo que yo quiero y no sé si lo logro.

    ¿De qué manera esta obra se configura en relación a todo tu trabajo anterior como Valientes hombres de mi patria?

    Yo sostengo que el deseo es el motor del mundo. El deseo viene desde lo más ingenuo, lo más inocente y lo más descargado de interés de cualquier tipo, y también es amor, sí es amor. Para mí esta obra es un homenaje al Guayaquil de mi infancia, fuera de la violencia, del tráfico, del Estero Salado, de la ría, del olor a pan. Esa imagen dialoga con todo lo que estoy haciendo ahorita, que es una serie de paisajes para pensarnos como planeta Tierra antes de que nosotros mismos hubiéramos estado aquí o después, tal vez en un futuro donde no estemos porque no existe presencia de lo humano en el paisaje de Chimborazo y lechuguines en la ría.

    En ese sentido no es igual a lo que propone Angélica Alomoto. No lo estoy proponiendo desde la humanidad, sino desde esa fabulación especulativa de pensar cómo era antes o cómo será si nosotros no estamos, pensarnos también dispensables.

    Somos una línea finita en la historia de la Tierra. Esa serie de paisajes hablan desde ahí, desde la no presencia de los humanos en las plantas. Esta última serie que estoy haciendo es una serie de cuentos desde la voz de las plantas y de los animales. Eso se colega con mi otra serie que se llama “Alma vegetal”, que estuvo en el Museo del cacao y que es parte de lo que salió de mi investigación doctoral sobre ontología de las plantas y el conocimiento de los yachas amazónicos y de los artistas o las artistas para poder habitar el mundo desde otro lugar, a través de otros conocimientos.

    Si vamos mucho antes dialoga con todas las series que he hecho. El hilo conductor que atraviesa toda mi obra son estas preguntas: ¿Qué somos?, ¿por qué estamos aquí?, ¿qué nos pasa?, ¿qué es esta espiritualidad?. Tal vez, al comienzo de mi obra estas preguntas tenían respuesta en lo femenino, por eso hice, La diosa, una obra en la que se recupera el valor de las deidades femeninas en prácticas religiosas de diversa índole; pero ahora estas preguntas significan darle una posibilidad a que todo tenga un espíritu: a las montañas, a los lagos, a los ríos, a las plantas, ese es el hilo conductor de mi búsqueda.

    De la primera vez que participaste a esta, hay otro discurso social del mundo y se evidencia en que tres mujeres hayan ganado los tres primeros lugares. Crees que además del deseo y de estas preguntas también funciona como hilo conductor de tu obra la necesidad de pensar una mirada feminizada sobre la naturaleza. En tu obra por ejemplo, además de plantear el tema de la naturaleza también hay una feminización de lo que tradicionalmente llamamos el río Guayas, en esta utopía o pasado ideal del paisaje hay también un género.

    A mí me encanta el nombre de la ría y yo la veo así, cómo esta gran madre, cuerpo de agua, la tierra que es la Pacha. Sí hay una feminización de la naturaleza para mí y eso es posible desde este término en inglés husbandry of the land, que es como ser esposos de la tierra. Me gusta mucho también la noción de woman handling, que es la mujer la que se encarga de la chacra, de los cultivos, de arrullar al espíritu para que nunca pare y de frutos porque ha sido la mujer la que se quedó en la casa y empezó a cultivar suavemente.

    Entonces sí hay esa noción de cómo podemos feminizar también el cultivo suave de la tierra, que va completamente contra el agronegocio y los monocultivos y la esclavización de las plantas. Sí hay esa postura, ese hilo conductor.

    Creo que estamos viviendo un momento cultural muy especial. Hay una feminización que también pone a los hombres en otro lugar. Pone al ser masculino en un lugar de poder considerarse vulnerable, de poder ser también femenino. Entonces eso implica que se nombre un curador como Eduardo Carrera, que encarna esas nociones y esas posibilidades. Eso ya es distinto de lo anterior y que ganen tres mujeres es una traducción del momento también, pero que ganen también, no sé si pasa tanto con el tercer premio, pero los dos primeros están inmersos en la tierra. Angélica Alomoto habla de un ser inmerso en esta Pacha, en esta cosmopolítica, implica una interconectividad con el cosmos y eso se empieza a traducir en todo, en charlas, en salones, en muestras en lo que estamos haciendo las y los artistas.

    ¿Consideras que desde que empezaste tu discurso en el arte has sido radical? Estamos en un contexto en el que se habla mucho más de la protección de la naturaleza pero no siempre es radical. ¿Cuál es tu lugar de enunciación?

    Creo que sí es radical. A veces lo veo en las miradas de mis alumnos que se quedan como “wow” con respecto al discurso feminista que tengo y que no es radical para otros ámbitos.
    Yo he sido defensora del aborto desde que tengo 16 años y para un contexto como el ecuatoriano era “la loca”, pero siempre fue necesario para mí defender a ultranza que las mujeres decidan sobre sus cuerpos. Y ahora mismo lo pienso también porque no podemos seguir sobrepoblando el planeta, porque como dije antes, somos prescindibles.

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