Caso Dillon: La conspiración del silencio

En esta columna de opinión, Sybel Martínez habla, a partir del caso del colegio Dillon de Quito, de la desatención por parte de las autoridades a la violencia sexual en escuelas y colegios.

SYBEL MARTÍNEZ REINOSO

¡Ayúdenme! 

Es la primera palabra que se escucha y se funde con el rechinar de los frenos de un auto. Enseguida esa misma voz —la de una mujer muy jóven— en franca desesperación repite: «¡Tú me violaste!», «Tú me violaste», «Te juro que me violó», «Te juro que me violaste». No para de llorar, se escucha muy alterada y su voz es algo lenta, como si estuviera bajo los efectos del alcohol o una droga, pero nada le impide decir una y otra vez que ella no quería, que salió de su casa bien, que él la obligó a tomar algo, que la ayuden. 

Es un audio desgarrador, desesperante, grabado en el bus del transporte escolar donde una adolescente fue agredida sexualmente por el chofer de esta unidad. 

En el audio se distinguen varias voces. 

Las de varios jóvenes, que incrédulos escuchan a su compañera —incluso algunos le dicen que se siente, que se calle y hasta la acusan de mentir—. 

La voz de un hombre adulto que la manda a callar, que le dice que está loca y borracha, que «quiere meterme en problemas»: es la del chófer —el violador— que tuvo la osadía de continuar con el recorrido después de agredirla. Un ofensor sexual endurecido, frío, calculador, que no solo violó a su primera pasajera sino que convenció al resto de estudiantes de que la adolescente estaba alcoholizada y que no debían escucharla, peor aún socorrerla.

Son 38 minutos y 32 segundos que registran el dolor y sufrimiento de una víctima de violación momentos después de ser agredida. No es posible escuchar el audio sin sentir rabia, impotencia e indignación. Sin querer salir a quemarlo todo.

Este no es un caso aislado. En 2017, salieron a la luz dos hechos que causaron conmoción social: El Principito, de un niño de 5 años abusado sexualmente por su profesor de natación en el colegio La Condamine; y el caso de abuso sexual sistemático a 43 niños y niñas por parte de un docente en la Academia Aeronáutica Mayor Pedro Traversari (Aampetra), conocido bajo estas siglas.

Tras la exposición mediática de estos delitos, la Asamblea Nacional creó la Comisión Especializada Ocasional Aampetra, que registró más de 4.584 casos de abuso sexual. De ellos 739 casos fueron judicializados.

El año 2017 marcó un hito en cuanto a la visibilidad pública de la violencia sexual contra niños, niñas y adolescentes. Quedaron en evidencia todas las debilidades del sistema de protección de derechos de los niños, niñas y adolescentes; la falta de prevención, la poca atención y la nula reparación de estos flagelos en el ámbito educativo; la protección integral a las víctimas; así como la garantía de debida diligencia reforzada al momento de presentar denuncias y entrar en contacto con el sistema judicial. 

En los 70 casos registrados en la Comisión Aampetra se pudo constatar que, en su mayoría, hubo múltiples víctimas en manos de uno o varios ofensores sexuales (polivictimización) propio de redes de pederastia y/o explotación sexual infantil, cuyos tentáculos pueden llegar a las más altas esferas del poder.

Hechos que no han sido investigados por la Fiscalía, pese a que en posesión de estos agresores se encontraron pornografía infantil, cámaras y otras evidencias que obligaban a descartar estos crímenes. 

La Contraloría General del Estado, en cambio, sobre una muestra de 1.812 casos detectó que la mayoría de ellos prescribieron o se archivaron. En los casos en que docentes o autoridades estuvieron implicados hubo desde amonestaciones verbales, suspensiones temporales de labores o reubicación en otras escuelas. Tan solo 539 llegaron a Fiscalía, de ellos 16 alcanzaron sentencia ejecutoriada. La impunidad es uno de los patrones más recurrentes en estos flagelos.

Como si esto fuera poco en junio de 2020, Ecuador fue encontrado internacionalmente responsable por infringir su obligación de proteger a Paola Guzmán Albarracín contra el abuso y acoso sexual perpetrado por servidores públicos en un contexto educativo.

Paola fue acosada, abusada y violada por Bolívar Espín Zurita, entonces vicerrector del colegio público femenino Miguel Martínez Serrano de Guayaquil. Ella se suicidó en 2002, tras conocer que se encontraba embarazada de él.

Paola es la evidencia misma de que la violencia sexual tiene larga data en las aulas del país y que estas han dejado de ser lugares de referencia. Quizás nunca lo han sido.

En el contexto educativo la violencia se tolera y ejerce con la misma impunidad con la que el Estado la mira acontecer —a la distancia— desconectada de su proceder, con pasividad, omitiendo sus obligaciones. A sabiendas de que su inacción u omisión, lo vuelve tan responsable como los perpetradores.

La Comisión Aampetra en su informe, encontró políticamente responsables tanto a Augusto Espinosa y Freddy Peñafiel, exministros de educación, una conclusión extemporánea que no pudo materializarse en un juicio político en su contra, al haber fenecido el plazo para llevarlo a cabo, sumada a la falta de voluntad política de los asambleístas de la época, recordemos que Espinosa era asambleísta en ese momento y presidía la Comisión de Educación, Cultura, Ciencia y Tecnología, Innovación y Saberes Ancestrales de la Asamblea Nacional.

Foto: Archivo de Sybel Martínez.

Desde Augusto Espinosa ha habido seis ministros de educación, autoridades que tuvieron y tienen en sus manos la posibilidad de implementar verdaderos cambios al interior de las comunidades educativas  para erradicar la violencia en las aulas y que en el ejercicio de su labor, han preferido mirar a un costado: Augusto Espinosa, conoció el caso Aampetra y según sus propias declaraciones, cien denuncias de abuso sexual en cada año que estuvo a cargo de esta cartera de estado. Pese a esto, Espinosa no implementó el “Plan nacional integral para erradicar los delitos sexuales en el sistema educativo”, este quedó archivado, y nunca se determinó ni publicó parámetros nacionales para la prevención; Freddy Peñafiel, fue parte del Directorio de la Fundación La Condamine y conoció de primera mano el caso de El Principito y el de Emmanuel, una adolescente que fue seducida —también en La Condamine— durante cuatro años por su profesor de matemáticas, quien fue sentenciado a 4 años, la máxima pena, por grooming —seducción de una menor de edad por medios telemáticos—. Se trató de la primera sentencia por este tipo de delito en Ecuador. 

Cuando se enteró lo que le sucedió a El Principito, Emmanuel le escribió esta carta:

Foto: Archivo de Sybel Martínez.

Fander Falconí tuvo que hacerle frente a la ola de indignación y rabia que se produjo en 2017, cuando la sociedad entera enmudeció tras conocer de la violencia sexual en el espacio educativo. Fue en su época que se solicitó a los medios de comunicación, pese a no existir norma en contrario, omitir el nombre de los colegios para no revictimizar a las niñas y niños de las instituciones educativas o más bien para no desprestigiar a las escuelas del país.

Falconí tuvo la posibilidad de revocar los permisos de funcionamiento de varios colegios que actuaron negligentemente, pero no lo hizo. Milton Luna tuvo un paso fugaz en esta cartera de estado, pasó sin pena ni gloria.

Monserrat Creamer, en cambio, minimizó todo hecho violento producido en las escuelas y, con un mensaje trillado de cero tolerancia a la violencia, no pudo evitar que un profesor grabe con su celular las partes íntimas de una estudiante en un colegio privado de Los Ríos. Tampoco la violación con resultado de muerte de una adolescente de 15 años en manos de su compañero de aula en el sector del Teleférico. Ni la violación de una adolescente de 15 años por parte del conserje de la institución educativa San Francisco de las Llagas, quien se dio a la fuga, gracias a la inacción de las autoridades de la escuela; entro otros tantos flagelos como el caso de tortura de niños y niños de 8 años del colegio Mejía a quien su maestra les ponía pañal, les daba leche con ají en una mamadera, amarraba sus manos y los golpeaba con una correa. Según Cramer, este caso respondía a un «lío de faldas» entre la profesora que denunció el hecho y la agresora que torturó a los niños.

A la ministra Creamer la salvó la pandemia, no porque haya tenido un buen accionar durante esta crisis atípica sino porque la violencia en contra de las y los estudiantes se volvió digital y más posible de esconder.

Hoy, con María Brown a la cabeza, tampoco se ven visos de solución. Ha pasado un año desde que fue nombrada Ministra de Educación y la violencia en las aulas parece no estar entre sus prioridades. Tras conocer la violación de la adolescente del colegio fiscal Luis Napoleón Dillon, en el bus de transporte escolar, guardó un silencio incómodo, que luego se transformó en un escueto comunicado que fue modificado inmediatamente de haber sido subido a redes y, posteriormente, en una rueda de prensa entre personeros del ministerio y la rectora del plantel, en evidente muestra de respaldo a la actuación del colegio.

Esto, pese a que a la adolescente no se le creyó, no recibió atención médica inmediata, su familia fue contactada cuatro horas después de haber sido violada, el chófer se dio a la fuga y la denuncia respectiva fue puesta al otro día de haberse producido el hecho. Todo esto sin contar el trato indigno que recibió, la estudiante y su familia, al pensar que se encontraba en estado etílico.

La ministra Brown fue cuestionada duramente en redes sociales y medios de comunicación. Entonces, tuvo que recular, cambió de discurso y dio declaraciones en las que aseguró haber pedido la renuncia a la rectora y actuar en respaldo de la víctima y su familia. Ya veremos si la ministra  se espabila. Por lo pronto, haber pedido la renuncia a la rectora del colegio Dillon, se traduce, en la práctica, en evitar su destitución a través de un sumario administrativo, uno de los patrones de actuación que han evitado, hasta ahora, sanciones ejemplificadoras en los espacios educativos.

Las autoridades educativas que han estado frente al ministerio en los últimos 12 años también se han preocupado más por su buen nombre y reputación que por proteger a los niños, niñas y adolescentes en el sistema escolar. 

Fieles al gobierno de turno que representan, minimizan los hechos de violencia, tratan de ocultarlos o de diluir su densidad. Sus respuestas son mecánicas y trilladas, sin empatía ni respeto a las víctimas y sus familias. Ellos y sus equipos de trabajo responden ante la presión social, no trabajan de manera integral y articulada, son reactivos, no preventivos.

El hartazgo ha hecho que durante tres días consecutivos, tras conocer la violación de una de sus compañeras, las y los estudiantes del colegio Dillon protesten en las afueras del Ministerio de Educación. A sus protestas se han sumado estudiantes de otras unidades educativas, incluída la Federación de Estudiantes Secundarios del Ecuador (FESE). Ojalá sean ellos, quienes logren que el país humanice su conducta y erradique la violencia en las aulas, algo que ni el Comité de Derechos del Niño, la CEDAW o Human Rights Watch han podido lograr con sus recomendaciones e informes.

Las  lealtades gremiales que socapan a los agresores; la ausencia de políticas integrales de protección de la violencia sexual con perspectiva de género; la inacción o negligencia que posibilitan que los perpetradores se den a la fuga y no sean sancionados; la falta de datos oficiales desagregados para poder conocer este flagelo en su real dimensión; la nula articulación interinstitucional; la ausencia de mecanismos de prevención y de denuncia; la falta de activación de rutas y protocolos, son patrones de actuación dentro del sistema educativo, detectados en estos informes, que junto a la falta de credibilidad hacia nuestros niños, niñas y adolescentes, han posibilitado que la conspiración del silencio prospere en su contra. 

Ninguno de los ministros de educación aquí nombrados ha ordenado la supervisión, el monitoreo, el control y sanción de las instituciones educativas que representadas por sus respectivas autoridades, han actuado como pésimos agentes de protección. No se han puesto como meta lograr un verdadero cambio en la cultura escolar en materia de violencia, tampoco han buscado respuestas poniendo en el centro a las niñas, niños y adolescentes, pese a que ningún hecho educativo puede producirse en espacios donde se vive violencia y se respira miedo.

La violencia sexual es más una realidad que una probabilidad en el espacio educativo. Esta violencia tiene rostro de niñas, de adolescentes y mujeres. En estos espacios 19 de cada 100 mujeres ha experimentado algún tipo de violencia en el ámbito educativo, el 7% fue víctima de violencia sexual y en un 96,6% no denunció el hecho.

En la escuela, Valentina Cosíos Montenegro, una niña de 11 años, apareció muerta y con signos de haber sido abusada sexualmente en junio del 2016. A las afueras de escuelas y colegios fiscales en barrios marginales de la capital, adultos jóvenes seducían a adolescentes de entre 11 y 14 años, incitándolas a usar drogas y a robar para después obligarlas a tener sexo. Así fue captada Carolina Andrango, una adolescente de 15 años, cuya muerte en el 2018, puso al descubierto una red de trata con fines de explotación sexual y pornografía infantil liderada por el estadounidense de 65 años, Royce Philips, alias ‘el Abuelo’, quien mantuvo durante años, contacto con altos mandos policiales.  

Las escuelas son espacios de enorme complejidad, de intersección entre lo público y lo privado, donde pueden confluir todas las formas de violencia vinculadas a estos entornos, desde la inseguridad en el camino a la escuela, hasta formas de violencia generadas por la delincuencia organizada. Es tal la desestructura de estos espacios que no hay forma de violencia que no se hayan registrado en las aulas del país. 

Pese a eso, la educación es también una apuesta a la transformación de las relaciones de poder desiguales, una oportunidad para cambiar los patrones culturales que alientan y toleran la violencia en general  y la violencia contra las mujeres y las niñas en particular. 

Este espacio reúne las condiciones necesarias que le permiten ser un actor clave para la prevención, enseñando a las y los estudiantes a cuidar sus cuerpos, a respetar y hacer respetar sus derechos y los de sus compañeros, garantizándoles ambientes sanos, seguros, libres de violencia y con igualdad de oportunidades para su normal desenvolvimiento.

Incorporar en el currículo formal contenidos, materiales educativos y libros de texto vinculados a la educación sexual integral basada en evidencia científica, a los derechos humanos, así como a la resolución no violenta de conflictos son acciones de gran trascendencia en materia de prevención. También lo es transversalizar la perspectiva de derechos y género en el currículo formal, así como capacitar al personal directivo y docente en el mejoramiento de prácticas que contribuyan a la eliminación de la violencia y que se traducen hoy, con las nuevas reformas a la Ley Orgánica de Educación Intercultural, (LOEI), en el obligatorio diseño e implementación de mecanismos al interior de las instituciones educativas, tendientes a prevenirla, atenderla y repararla.

En diciembre de 2020, el Estado ecuatoriano, atendiendo el fallo del más alto tribunal de derechos humanos de la región, pidió disculpas públicas por la violencia sexual que sufrió Paola en su colegio y que la orilló a atentar contra su vida. En ese evento se reconoció por decreto, al 14 de agosto como el Día de la lucha contra la violencia sexual en las aulas. 

estado ecuador disculpas publicas paola guzman caso dillon
El Estado pidió disculpas públicas por el caso Paola Guzmán el 9 de diciembre de 2020. | Foto: Presidencia Ecuador

La corte IDH también ordenó al país como garantías de no repetición: contar con información estadística actualizada (desagregada por edad, sexo y procedencia de las víctimas) sobre la situación de violencia contra niños en el ámbito educativo; ejecutar mecanismos de detección, fiscalización, supervisión a las entidades educativas privadas y públicas en casos de violencia sexual, capacitar al personal en escuelas y colegios para prevenir situaciones de violencia, así como el diseñar protocolos en los sectores de educación que faciliten la denuncia y atención de estudiantes víctimas de actos de violencia sexual. Todo esto está previsto en las reformas a la LOEI de marzo 2021, lastimosamente, la máxima autoridad educativa no las ha implementando ni obligado a las escuelas y colegios a cumplirlas. La prevención de la violencia en contra de los niños no es una prioridad para el Gobierno del encuentro —como no lo ha sido para los anteriores— por lo tanto, no hay voluntad política, presupuesto ni recursos técnicos destinados a combatirla.

Para el presidente Guillermo Lasso, los organismos internacionales de derechos humanos y sus fallos, poco importan, así lo demostró al argumentar su veto parcial en la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, quizás por eso hasta ahora no se ha pronunciado respecto a la violación de la adolescente en su transporte escolar, quizás esa sea la razón por la que hasta ahora, los estándares que la Corte  emitió a través del fallo de Paola Guzmán para prevenir y proteger a las niñas, niños y adolescentes de la violencia sexual en contextos educativos, no han sido implementados.

¿Qué hubiese pasado si en el transporte escolar iba un acompañante? ¿Qué historia se estaría contando ahora, si en vez de grabar a la víctima en plena crisis, sus compañeros de ruta llamaban al ECU-911? ¿O si los adultos del colegio creían a la adolescente y aprehendían al violador, tratándose de un delito flagrante?

En época de Fander Falconí se emitieron varios acuerdos ministeriales tendientes a disminuir riesgos dentro de las comunidades educativas. Así se dictó la normativa que asegura la calidad y seguridad del servicio de transporte, a través del acuerdo ley número 2018-00077-A, en él se establece que las instituciones educativas deben designar un acompañante en cada unidad de transporte, siempre que se traten de estudiantes de educación inicial, básica preparatoria y elemental. El exministro Falconí se quedó corto al tratar de disminuir los factores de riesgo en el servicio de transporte escolar, la ministra actual debería modificar el acuerdo ministerial para que esta obligación opere en toda ruta de transporte independientemente de la edad de los estudiantes que la utilicen. Se debería evaluar también la posibilidad de colocar algún dispositivo de rastreo en los buses escolares para conocer su ubicación real. El recorrido del bus, donde la adolescente fue agredida sexualmente, demoró más de una hora en llegar, esto debió generar alarma en los encargados de monitorear el transporte al interior de la unidad educativa, no pasó.

Si la prevención es incipiente en el sistema educativo, reparar a las víctimas y garantizar que continúen con sus proyectos de vida es una quimera. En el 2018, la Secretaría de Derechos Humanos, inició un proceso de georeferenciación a casi 4.000 casos registrados en la comisión Aampetra. En articulación con el Ministerio de Educación pusieron en marcha un protocolo para la atención terapéutica a estudiantes sobrevivientes de violencia sexual. Un año después, el ministerio liquidó el convenio alegando falta de fondos, así el Estado ha dejado de proveer un servicio esencial para las víctimas de violencia sexual que contribuiría a reparar sus proyectos de vida.

Pero si el Estado es negligente, como sociedad no nos quedamos atrás, en más de una ocasión hemos tomado partido a favor del agresor, suscribiendo listados con firmas de respaldo y adhesión, otorgándoles certificados de buen comportamiento, poniendo en tela de duda el relato de los niños y aprovechando las influencias políticas y personales en beneficio de los agresores y la reputación de los colegios, como cuando la señora Anne Malherbe, esposa del expresidente Correa, apareció en los bajos de la Corte Provincial de Pichincha en apoyo al agresor de El Principito y del colegio La Condamine.

Foto: Archivo de Sybel Martínez.

En el caso del colegio Dillon también hubo padres de familia a favor de la actuación de la rectora. Al interior de esta comunidad educativa se trató de disuadir a sus estudiantes para que salieran a protestar. ¿Así, cómo lograr un cambio? A riesgo de moralizar, si queremos evitar que la violencia escolar sea una marca distintiva en las aulas del país, debemos comenzar por no tolerar ningún hecho de violencia, ninguno provenga de la institución educativa que sea.

Los distritos educativos también tienen que ser saneados, han servido de tamiz, decidiendo a quién relevan de culpa y a quiénes inculpan a través de sumarios administrativos; persuadiendo a los padres de familia de denunciar los hechos de violencia perpetrados en las unidades educativas, haciendo lo que mejor saben hacer, intimidar. Algo que también han denunciado los padres de la adolescente del caso Dillon. 

Como vemos en cada caso de violencia que alcanza visibilidad pública, los patrones se repiten. En el campo judicial también pasa lo mismo, el camino que recorren las familias de las niñas, niños y adolescentes víctimas de delitos sexuales es agotador. El proceso judicial tras la denuncia, siempre y cuando el agresor sexual no esté prófugo, puede tardar más de tres años y está minado por continuas entrevistas, investigaciones y audiencias que lo dilatan y que son altamente revictimizantes.  

Si queremos cambiar esta realidad, el trabajo debe ser simbiótico, articulado, interinstitucional y multisectorial. Un proceso sostenido en el tiempo dará resultados.

Para lograrlo necesitamos aceptar que la violencia sexual en el espacio educativo es una emergencia real. Aunque no nueva, exige su inmediata prevención, atención y reparación, a través de una gama de esfuerzos coordinados que integren estrategias legales, sociales, educativas y de salud pública, para reducir factores de riesgo y fortalecer los de protección individual, familiar, comunitario y social con objetivos a corto, mediano y largo plazos.

La violencia ejercida contra niños, niñas y adolescentes es un problema social multicausal, y el abuso sexual es la forma más grave de vulneración de sus derechos pues atenta contra su supervivencia y su desarrollo evolutivo, teniendo repercusiones físicas y mentales a lo largo de sus vidas. 

Si los delitos sexuales son ataques masivos a su humanidad, cómo no exigirnos pensar y responder a la niñez en su dignidad, en su vulnerabilidad y sus quiebres de la manera más sensible e íntegra. Demostrando una disposición translúcida (no maniquea) para protegerlos y cuidarlos incondicionalmente.

El martes 3 de mayo, Darwin Klever J., el chofer denunciado por la agresión sexual de la estudiante del colegio Dillon, fue arrestado en Sucumbíos. Según información de la Policía Nacional habría cambiado su color de cabello y su apariencia. 

Tras su captura, el presidente Guillermo Lasso aseguró, en su cuenta de Twitter, que no permitirá la impunidad de actos violentos en contra de niños, niñas y adolescentes y que la gestión de los ministerios del Interior, Educación y la Policía Nacional fue oportuna y eficaz. 

 Avanzaríamos mucho como país si lo eficaz y oportuno no fuera ir tras la pista de un pederasta, sino lograr que las escuelas y colegios sean buenos agentes de protección para erradicar la violencia sexual de las aulas del país. 

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    SYBEL MARTÍNEZ REINOSO

    ¡Ayúdenme! 

    Es la primera palabra que se escucha y se funde con el rechinar de los frenos de un auto. Enseguida esa misma voz —la de una mujer muy jóven— en franca desesperación repite: «¡Tú me violaste!», «Tú me violaste», «Te juro que me violó», «Te juro que me violaste». No para de llorar, se escucha muy alterada y su voz es algo lenta, como si estuviera bajo los efectos del alcohol o una droga, pero nada le impide decir una y otra vez que ella no quería, que salió de su casa bien, que él la obligó a tomar algo, que la ayuden. 

    Es un audio desgarrador, desesperante, grabado en el bus del transporte escolar donde una adolescente fue agredida sexualmente por el chofer de esta unidad. 

    En el audio se distinguen varias voces. 

    Las de varios jóvenes, que incrédulos escuchan a su compañera —incluso algunos le dicen que se siente, que se calle y hasta la acusan de mentir—. 

    La voz de un hombre adulto que la manda a callar, que le dice que está loca y borracha, que «quiere meterme en problemas»: es la del chófer —el violador— que tuvo la osadía de continuar con el recorrido después de agredirla. Un ofensor sexual endurecido, frío, calculador, que no solo violó a su primera pasajera sino que convenció al resto de estudiantes de que la adolescente estaba alcoholizada y que no debían escucharla, peor aún socorrerla.

    Son 38 minutos y 32 segundos que registran el dolor y sufrimiento de una víctima de violación momentos después de ser agredida. No es posible escuchar el audio sin sentir rabia, impotencia e indignación. Sin querer salir a quemarlo todo.

    Este no es un caso aislado. En 2017, salieron a la luz dos hechos que causaron conmoción social: El Principito, de un niño de 5 años abusado sexualmente por su profesor de natación en el colegio La Condamine; y el caso de abuso sexual sistemático a 43 niños y niñas por parte de un docente en la Academia Aeronáutica Mayor Pedro Traversari (Aampetra), conocido bajo estas siglas.

    Tras la exposición mediática de estos delitos, la Asamblea Nacional creó la Comisión Especializada Ocasional Aampetra, que registró más de 4.584 casos de abuso sexual. De ellos 739 casos fueron judicializados.

    El año 2017 marcó un hito en cuanto a la visibilidad pública de la violencia sexual contra niños, niñas y adolescentes. Quedaron en evidencia todas las debilidades del sistema de protección de derechos de los niños, niñas y adolescentes; la falta de prevención, la poca atención y la nula reparación de estos flagelos en el ámbito educativo; la protección integral a las víctimas; así como la garantía de debida diligencia reforzada al momento de presentar denuncias y entrar en contacto con el sistema judicial. 

    En los 70 casos registrados en la Comisión Aampetra se pudo constatar que, en su mayoría, hubo múltiples víctimas en manos de uno o varios ofensores sexuales (polivictimización) propio de redes de pederastia y/o explotación sexual infantil, cuyos tentáculos pueden llegar a las más altas esferas del poder.

    Hechos que no han sido investigados por la Fiscalía, pese a que en posesión de estos agresores se encontraron pornografía infantil, cámaras y otras evidencias que obligaban a descartar estos crímenes. 

    La Contraloría General del Estado, en cambio, sobre una muestra de 1.812 casos detectó que la mayoría de ellos prescribieron o se archivaron. En los casos en que docentes o autoridades estuvieron implicados hubo desde amonestaciones verbales, suspensiones temporales de labores o reubicación en otras escuelas. Tan solo 539 llegaron a Fiscalía, de ellos 16 alcanzaron sentencia ejecutoriada. La impunidad es uno de los patrones más recurrentes en estos flagelos.

    Como si esto fuera poco en junio de 2020, Ecuador fue encontrado internacionalmente responsable por infringir su obligación de proteger a Paola Guzmán Albarracín contra el abuso y acoso sexual perpetrado por servidores públicos en un contexto educativo.

    Paola fue acosada, abusada y violada por Bolívar Espín Zurita, entonces vicerrector del colegio público femenino Miguel Martínez Serrano de Guayaquil. Ella se suicidó en 2002, tras conocer que se encontraba embarazada de él.

    Paola es la evidencia misma de que la violencia sexual tiene larga data en las aulas del país y que estas han dejado de ser lugares de referencia. Quizás nunca lo han sido.

    En el contexto educativo la violencia se tolera y ejerce con la misma impunidad con la que el Estado la mira acontecer —a la distancia— desconectada de su proceder, con pasividad, omitiendo sus obligaciones. A sabiendas de que su inacción u omisión, lo vuelve tan responsable como los perpetradores.

    La Comisión Aampetra en su informe, encontró políticamente responsables tanto a Augusto Espinosa y Freddy Peñafiel, exministros de educación, una conclusión extemporánea que no pudo materializarse en un juicio político en su contra, al haber fenecido el plazo para llevarlo a cabo, sumada a la falta de voluntad política de los asambleístas de la época, recordemos que Espinosa era asambleísta en ese momento y presidía la Comisión de Educación, Cultura, Ciencia y Tecnología, Innovación y Saberes Ancestrales de la Asamblea Nacional.

    Foto: Archivo de Sybel Martínez.

    Desde Augusto Espinosa ha habido seis ministros de educación, autoridades que tuvieron y tienen en sus manos la posibilidad de implementar verdaderos cambios al interior de las comunidades educativas  para erradicar la violencia en las aulas y que en el ejercicio de su labor, han preferido mirar a un costado: Augusto Espinosa, conoció el caso Aampetra y según sus propias declaraciones, cien denuncias de abuso sexual en cada año que estuvo a cargo de esta cartera de estado. Pese a esto, Espinosa no implementó el “Plan nacional integral para erradicar los delitos sexuales en el sistema educativo”, este quedó archivado, y nunca se determinó ni publicó parámetros nacionales para la prevención; Freddy Peñafiel, fue parte del Directorio de la Fundación La Condamine y conoció de primera mano el caso de El Principito y el de Emmanuel, una adolescente que fue seducida —también en La Condamine— durante cuatro años por su profesor de matemáticas, quien fue sentenciado a 4 años, la máxima pena, por grooming —seducción de una menor de edad por medios telemáticos—. Se trató de la primera sentencia por este tipo de delito en Ecuador. 

    Cuando se enteró lo que le sucedió a El Principito, Emmanuel le escribió esta carta:

    Foto: Archivo de Sybel Martínez.

    Fander Falconí tuvo que hacerle frente a la ola de indignación y rabia que se produjo en 2017, cuando la sociedad entera enmudeció tras conocer de la violencia sexual en el espacio educativo. Fue en su época que se solicitó a los medios de comunicación, pese a no existir norma en contrario, omitir el nombre de los colegios para no revictimizar a las niñas y niños de las instituciones educativas o más bien para no desprestigiar a las escuelas del país.

    Falconí tuvo la posibilidad de revocar los permisos de funcionamiento de varios colegios que actuaron negligentemente, pero no lo hizo. Milton Luna tuvo un paso fugaz en esta cartera de estado, pasó sin pena ni gloria.

    Monserrat Creamer, en cambio, minimizó todo hecho violento producido en las escuelas y, con un mensaje trillado de cero tolerancia a la violencia, no pudo evitar que un profesor grabe con su celular las partes íntimas de una estudiante en un colegio privado de Los Ríos. Tampoco la violación con resultado de muerte de una adolescente de 15 años en manos de su compañero de aula en el sector del Teleférico. Ni la violación de una adolescente de 15 años por parte del conserje de la institución educativa San Francisco de las Llagas, quien se dio a la fuga, gracias a la inacción de las autoridades de la escuela; entro otros tantos flagelos como el caso de tortura de niños y niños de 8 años del colegio Mejía a quien su maestra les ponía pañal, les daba leche con ají en una mamadera, amarraba sus manos y los golpeaba con una correa. Según Cramer, este caso respondía a un «lío de faldas» entre la profesora que denunció el hecho y la agresora que torturó a los niños.

    A la ministra Creamer la salvó la pandemia, no porque haya tenido un buen accionar durante esta crisis atípica sino porque la violencia en contra de las y los estudiantes se volvió digital y más posible de esconder.

    Hoy, con María Brown a la cabeza, tampoco se ven visos de solución. Ha pasado un año desde que fue nombrada Ministra de Educación y la violencia en las aulas parece no estar entre sus prioridades. Tras conocer la violación de la adolescente del colegio fiscal Luis Napoleón Dillon, en el bus de transporte escolar, guardó un silencio incómodo, que luego se transformó en un escueto comunicado que fue modificado inmediatamente de haber sido subido a redes y, posteriormente, en una rueda de prensa entre personeros del ministerio y la rectora del plantel, en evidente muestra de respaldo a la actuación del colegio.

    Esto, pese a que a la adolescente no se le creyó, no recibió atención médica inmediata, su familia fue contactada cuatro horas después de haber sido violada, el chófer se dio a la fuga y la denuncia respectiva fue puesta al otro día de haberse producido el hecho. Todo esto sin contar el trato indigno que recibió, la estudiante y su familia, al pensar que se encontraba en estado etílico.

    La ministra Brown fue cuestionada duramente en redes sociales y medios de comunicación. Entonces, tuvo que recular, cambió de discurso y dio declaraciones en las que aseguró haber pedido la renuncia a la rectora y actuar en respaldo de la víctima y su familia. Ya veremos si la ministra  se espabila. Por lo pronto, haber pedido la renuncia a la rectora del colegio Dillon, se traduce, en la práctica, en evitar su destitución a través de un sumario administrativo, uno de los patrones de actuación que han evitado, hasta ahora, sanciones ejemplificadoras en los espacios educativos.

    Las autoridades educativas que han estado frente al ministerio en los últimos 12 años también se han preocupado más por su buen nombre y reputación que por proteger a los niños, niñas y adolescentes en el sistema escolar. 

    Fieles al gobierno de turno que representan, minimizan los hechos de violencia, tratan de ocultarlos o de diluir su densidad. Sus respuestas son mecánicas y trilladas, sin empatía ni respeto a las víctimas y sus familias. Ellos y sus equipos de trabajo responden ante la presión social, no trabajan de manera integral y articulada, son reactivos, no preventivos.

    El hartazgo ha hecho que durante tres días consecutivos, tras conocer la violación de una de sus compañeras, las y los estudiantes del colegio Dillon protesten en las afueras del Ministerio de Educación. A sus protestas se han sumado estudiantes de otras unidades educativas, incluída la Federación de Estudiantes Secundarios del Ecuador (FESE). Ojalá sean ellos, quienes logren que el país humanice su conducta y erradique la violencia en las aulas, algo que ni el Comité de Derechos del Niño, la CEDAW o Human Rights Watch han podido lograr con sus recomendaciones e informes.

    Las  lealtades gremiales que socapan a los agresores; la ausencia de políticas integrales de protección de la violencia sexual con perspectiva de género; la inacción o negligencia que posibilitan que los perpetradores se den a la fuga y no sean sancionados; la falta de datos oficiales desagregados para poder conocer este flagelo en su real dimensión; la nula articulación interinstitucional; la ausencia de mecanismos de prevención y de denuncia; la falta de activación de rutas y protocolos, son patrones de actuación dentro del sistema educativo, detectados en estos informes, que junto a la falta de credibilidad hacia nuestros niños, niñas y adolescentes, han posibilitado que la conspiración del silencio prospere en su contra. 

    Ninguno de los ministros de educación aquí nombrados ha ordenado la supervisión, el monitoreo, el control y sanción de las instituciones educativas que representadas por sus respectivas autoridades, han actuado como pésimos agentes de protección. No se han puesto como meta lograr un verdadero cambio en la cultura escolar en materia de violencia, tampoco han buscado respuestas poniendo en el centro a las niñas, niños y adolescentes, pese a que ningún hecho educativo puede producirse en espacios donde se vive violencia y se respira miedo.

    La violencia sexual es más una realidad que una probabilidad en el espacio educativo. Esta violencia tiene rostro de niñas, de adolescentes y mujeres. En estos espacios 19 de cada 100 mujeres ha experimentado algún tipo de violencia en el ámbito educativo, el 7% fue víctima de violencia sexual y en un 96,6% no denunció el hecho.

    En la escuela, Valentina Cosíos Montenegro, una niña de 11 años, apareció muerta y con signos de haber sido abusada sexualmente en junio del 2016. A las afueras de escuelas y colegios fiscales en barrios marginales de la capital, adultos jóvenes seducían a adolescentes de entre 11 y 14 años, incitándolas a usar drogas y a robar para después obligarlas a tener sexo. Así fue captada Carolina Andrango, una adolescente de 15 años, cuya muerte en el 2018, puso al descubierto una red de trata con fines de explotación sexual y pornografía infantil liderada por el estadounidense de 65 años, Royce Philips, alias ‘el Abuelo’, quien mantuvo durante años, contacto con altos mandos policiales.  

    Las escuelas son espacios de enorme complejidad, de intersección entre lo público y lo privado, donde pueden confluir todas las formas de violencia vinculadas a estos entornos, desde la inseguridad en el camino a la escuela, hasta formas de violencia generadas por la delincuencia organizada. Es tal la desestructura de estos espacios que no hay forma de violencia que no se hayan registrado en las aulas del país. 

    Pese a eso, la educación es también una apuesta a la transformación de las relaciones de poder desiguales, una oportunidad para cambiar los patrones culturales que alientan y toleran la violencia en general  y la violencia contra las mujeres y las niñas en particular. 

    Este espacio reúne las condiciones necesarias que le permiten ser un actor clave para la prevención, enseñando a las y los estudiantes a cuidar sus cuerpos, a respetar y hacer respetar sus derechos y los de sus compañeros, garantizándoles ambientes sanos, seguros, libres de violencia y con igualdad de oportunidades para su normal desenvolvimiento.

    Incorporar en el currículo formal contenidos, materiales educativos y libros de texto vinculados a la educación sexual integral basada en evidencia científica, a los derechos humanos, así como a la resolución no violenta de conflictos son acciones de gran trascendencia en materia de prevención. También lo es transversalizar la perspectiva de derechos y género en el currículo formal, así como capacitar al personal directivo y docente en el mejoramiento de prácticas que contribuyan a la eliminación de la violencia y que se traducen hoy, con las nuevas reformas a la Ley Orgánica de Educación Intercultural, (LOEI), en el obligatorio diseño e implementación de mecanismos al interior de las instituciones educativas, tendientes a prevenirla, atenderla y repararla.

    En diciembre de 2020, el Estado ecuatoriano, atendiendo el fallo del más alto tribunal de derechos humanos de la región, pidió disculpas públicas por la violencia sexual que sufrió Paola en su colegio y que la orilló a atentar contra su vida. En ese evento se reconoció por decreto, al 14 de agosto como el Día de la lucha contra la violencia sexual en las aulas. 

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    El Estado pidió disculpas públicas por el caso Paola Guzmán el 9 de diciembre de 2020. | Foto: Presidencia Ecuador

    La corte IDH también ordenó al país como garantías de no repetición: contar con información estadística actualizada (desagregada por edad, sexo y procedencia de las víctimas) sobre la situación de violencia contra niños en el ámbito educativo; ejecutar mecanismos de detección, fiscalización, supervisión a las entidades educativas privadas y públicas en casos de violencia sexual, capacitar al personal en escuelas y colegios para prevenir situaciones de violencia, así como el diseñar protocolos en los sectores de educación que faciliten la denuncia y atención de estudiantes víctimas de actos de violencia sexual. Todo esto está previsto en las reformas a la LOEI de marzo 2021, lastimosamente, la máxima autoridad educativa no las ha implementando ni obligado a las escuelas y colegios a cumplirlas. La prevención de la violencia en contra de los niños no es una prioridad para el Gobierno del encuentro —como no lo ha sido para los anteriores— por lo tanto, no hay voluntad política, presupuesto ni recursos técnicos destinados a combatirla.

    Para el presidente Guillermo Lasso, los organismos internacionales de derechos humanos y sus fallos, poco importan, así lo demostró al argumentar su veto parcial en la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, quizás por eso hasta ahora no se ha pronunciado respecto a la violación de la adolescente en su transporte escolar, quizás esa sea la razón por la que hasta ahora, los estándares que la Corte  emitió a través del fallo de Paola Guzmán para prevenir y proteger a las niñas, niños y adolescentes de la violencia sexual en contextos educativos, no han sido implementados.

    ¿Qué hubiese pasado si en el transporte escolar iba un acompañante? ¿Qué historia se estaría contando ahora, si en vez de grabar a la víctima en plena crisis, sus compañeros de ruta llamaban al ECU-911? ¿O si los adultos del colegio creían a la adolescente y aprehendían al violador, tratándose de un delito flagrante?

    En época de Fander Falconí se emitieron varios acuerdos ministeriales tendientes a disminuir riesgos dentro de las comunidades educativas. Así se dictó la normativa que asegura la calidad y seguridad del servicio de transporte, a través del acuerdo ley número 2018-00077-A, en él se establece que las instituciones educativas deben designar un acompañante en cada unidad de transporte, siempre que se traten de estudiantes de educación inicial, básica preparatoria y elemental. El exministro Falconí se quedó corto al tratar de disminuir los factores de riesgo en el servicio de transporte escolar, la ministra actual debería modificar el acuerdo ministerial para que esta obligación opere en toda ruta de transporte independientemente de la edad de los estudiantes que la utilicen. Se debería evaluar también la posibilidad de colocar algún dispositivo de rastreo en los buses escolares para conocer su ubicación real. El recorrido del bus, donde la adolescente fue agredida sexualmente, demoró más de una hora en llegar, esto debió generar alarma en los encargados de monitorear el transporte al interior de la unidad educativa, no pasó.

    Si la prevención es incipiente en el sistema educativo, reparar a las víctimas y garantizar que continúen con sus proyectos de vida es una quimera. En el 2018, la Secretaría de Derechos Humanos, inició un proceso de georeferenciación a casi 4.000 casos registrados en la comisión Aampetra. En articulación con el Ministerio de Educación pusieron en marcha un protocolo para la atención terapéutica a estudiantes sobrevivientes de violencia sexual. Un año después, el ministerio liquidó el convenio alegando falta de fondos, así el Estado ha dejado de proveer un servicio esencial para las víctimas de violencia sexual que contribuiría a reparar sus proyectos de vida.

    Pero si el Estado es negligente, como sociedad no nos quedamos atrás, en más de una ocasión hemos tomado partido a favor del agresor, suscribiendo listados con firmas de respaldo y adhesión, otorgándoles certificados de buen comportamiento, poniendo en tela de duda el relato de los niños y aprovechando las influencias políticas y personales en beneficio de los agresores y la reputación de los colegios, como cuando la señora Anne Malherbe, esposa del expresidente Correa, apareció en los bajos de la Corte Provincial de Pichincha en apoyo al agresor de El Principito y del colegio La Condamine.

    Foto: Archivo de Sybel Martínez.

    En el caso del colegio Dillon también hubo padres de familia a favor de la actuación de la rectora. Al interior de esta comunidad educativa se trató de disuadir a sus estudiantes para que salieran a protestar. ¿Así, cómo lograr un cambio? A riesgo de moralizar, si queremos evitar que la violencia escolar sea una marca distintiva en las aulas del país, debemos comenzar por no tolerar ningún hecho de violencia, ninguno provenga de la institución educativa que sea.

    Los distritos educativos también tienen que ser saneados, han servido de tamiz, decidiendo a quién relevan de culpa y a quiénes inculpan a través de sumarios administrativos; persuadiendo a los padres de familia de denunciar los hechos de violencia perpetrados en las unidades educativas, haciendo lo que mejor saben hacer, intimidar. Algo que también han denunciado los padres de la adolescente del caso Dillon. 

    Como vemos en cada caso de violencia que alcanza visibilidad pública, los patrones se repiten. En el campo judicial también pasa lo mismo, el camino que recorren las familias de las niñas, niños y adolescentes víctimas de delitos sexuales es agotador. El proceso judicial tras la denuncia, siempre y cuando el agresor sexual no esté prófugo, puede tardar más de tres años y está minado por continuas entrevistas, investigaciones y audiencias que lo dilatan y que son altamente revictimizantes.  

    Si queremos cambiar esta realidad, el trabajo debe ser simbiótico, articulado, interinstitucional y multisectorial. Un proceso sostenido en el tiempo dará resultados.

    Para lograrlo necesitamos aceptar que la violencia sexual en el espacio educativo es una emergencia real. Aunque no nueva, exige su inmediata prevención, atención y reparación, a través de una gama de esfuerzos coordinados que integren estrategias legales, sociales, educativas y de salud pública, para reducir factores de riesgo y fortalecer los de protección individual, familiar, comunitario y social con objetivos a corto, mediano y largo plazos.

    La violencia ejercida contra niños, niñas y adolescentes es un problema social multicausal, y el abuso sexual es la forma más grave de vulneración de sus derechos pues atenta contra su supervivencia y su desarrollo evolutivo, teniendo repercusiones físicas y mentales a lo largo de sus vidas. 

    Si los delitos sexuales son ataques masivos a su humanidad, cómo no exigirnos pensar y responder a la niñez en su dignidad, en su vulnerabilidad y sus quiebres de la manera más sensible e íntegra. Demostrando una disposición translúcida (no maniquea) para protegerlos y cuidarlos incondicionalmente.

    El martes 3 de mayo, Darwin Klever J., el chofer denunciado por la agresión sexual de la estudiante del colegio Dillon, fue arrestado en Sucumbíos. Según información de la Policía Nacional habría cambiado su color de cabello y su apariencia. 

    Tras su captura, el presidente Guillermo Lasso aseguró, en su cuenta de Twitter, que no permitirá la impunidad de actos violentos en contra de niños, niñas y adolescentes y que la gestión de los ministerios del Interior, Educación y la Policía Nacional fue oportuna y eficaz. 

     Avanzaríamos mucho como país si lo eficaz y oportuno no fuera ir tras la pista de un pederasta, sino lograr que las escuelas y colegios sean buenos agentes de protección para erradicar la violencia sexual de las aulas del país. 

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