Víctor Guaillas fue un conocido defensor del agua y la tierra, detenido en el contexto de las protestas de octubre de 2019. Fue uno de los 65 privados de la libertad asesinados en la masacre carcelaria del 13 de noviembre.
Leticia Guaillas y sus 10 hermanos esperan desde hace tres semanas que la Policía Nacional les entregue el cadáver de su padre Víctor Guaillas Gutama. En medio del luto y el dolor quieren —al menos— darle sepultura.
El 13 de noviembre de 2021, su padre fue asesinado en la masacre de la Penitenciaría del Litoral junto a otros 64 reclusos, de quienes aún no se identifican todos los cuerpos. La Policía le dijo a Leticia que para reconocerlo deben hacer pruebas de ADN.
Ella, como casi todos sus hermanos, vive en San Pedro de Yumate, en Río Blanco (Azuay), muy cerca del Parque Nacional Cajas y a casi cuatro horas de Guayaquil. Son agricultores, dependen de la tierra, y cada semana viajan entre ambas provincias por una respuesta. Por un cuerpo al cual despedir.
«Lamentamos mucho no tener clara su muerte», dice Leticia en una llamada telefónica.
El menor de sus hermanos tiene 9 años y no cree que su padre esté muerto. No quiere regresar a casa hasta verlo. «Sería de resignarnos o explicarle. Ojalá las autoridades nos den el cuerpo», dice Leticia bajando el tono de su voz, como si hubiera llegado el momento de consolar a alguien que no entiende lo mismo que ella, como si su dolor tuviera que hacerse pequeño por el de alguien más.
Víctor, activista y defensor del agua y de la tierra, estuvo detenido desde las protestas de octubre de 2019 que buscaban la baja del combustible. Lo culparon de incendiar unas motos, «pero no fue él, al principio tuvimos abogado, pero no pudimos seguir porque no tenemos dinero», dice Leticia.
«Nosotros vivimos de la agricultura y para el consumo de uno. Hubo un juicio, presentamos testigos que vieron que no fue él, pero igual lo condenaron».
Primero estuvo en la celda cuatro y, con ayuda de unos abogados de defensa de los derechos humanos, lo trasladaron a la dos, la celda transitoria, donde están los privados de libertad por crímenes leves y aunque igual debía pagar para tener ciertos servicios, había otras condiciones.
En la celda cuatro sus hijos debían enviarle hasta USD 300 semanales, que juntaban entre miembros de su comunidad para que dejaran de azotarlo cada vez que le preguntaban cuánto podría pagar su familia para que él pueda habitar su celda en calma.
Él llamaba a su familia intranquilo, además de los golpes, temía por los conflictos que había en los pabellones entre bandas. Allí murió y su cuerpo aún no ha sido reconocido. De acuerdo con el Comité Permanente por la Defensa de Derechos Humanos (CDH) hay gente y familias a quienes recién están entregando cuerpos de la masacre del 28 de septiembre.
Leticia piensa a su padre como un luchador. Un defensor por la tierra y el agua. Siente que se han quedado con uno menos. Tiene 27 años, es madre de dos hijos, uno de nueve años y otro de dos. Ella, como su padre, defiende el agua porque, además de vivir cerca del macizo del Parque Nacional Cajas, piensa que «sin el agua no hay vida y mientras estén derrotando a nuestros páramos nos vamos a quedar nosotros afectados».
«Nosotros vivimos de la tierra, cultivamos para vivir, y si la explotan no tendremos agua para beber, es como en la costa hay varios puntos que no hay agua para beber», dice.
Su comunidad, San Pedro de Yumate, fue parte de las propulsoras de la Consulta Popular que se votó en febrero y detuvo la minería en las zonas de recarga hídrica de los ríos Tomebamba, Tarqui, Yanuncay, Machángara y Norcay. «Somos más de 100 los luchadores que defendemos nuestro territorio». Hay luchadores de la tierra que habitan en comunidades como Pan de Azúcar, San Bartolomé, Cochapamba, Bella Unión, El Aguacate, Molleturo, Tres Marías, entre otras.
Leticia viajó a Guayaquil en cuanto se enteró de la masacre del pabellón dos en la Penitenciaría del Litoral a través de las redes sociales. Era la tercera de este año. Las carreteras de Cuenca a Guayaquil estaban cerradas por la protesta de los transportistas, que exigían que se reduzca el costo del combustible, igual que hace dos años, cuando apresaron a Víctor.
Cuando Leticia viajó a Guayaquil porque le pasaron una lista en la que constaba el nombre de su padre solo tenía la esperanza de regresar a casa con su cuerpo.
El 15 de noviembre de 2021, en una entrevista con el vocero del gobierno, Carlos Jijón, una periodista de Teleamazonas le preguntaba por la cantidad exacta de muertos en la Penitenciaría y el funcionario le pidió «paciencia». Pero han pasado 24 días.
Como Leticia, más de 20 familias esperan que la Policía Nacional les entregue el cuerpo de quienes murieron el 13 de noviembre, en la última masacre carcelaria, en manos del Estado. Así murieron Helen Brigitte Maldonado, John Campuzano, Víctor y otras 61 personas.
A Leticia su padre le enseñó a cuidar lo que les pertenecía: la tierra, el agua, la familia.
Ahora que su padre ha muerto y que se quedaron con uno menos —como ella dice— piensa que su obligación es luchar con más fuerza. «Seguiremos luchando y defendiendo nuestros derechos como él protestaba por nuestros derechos, porque si no lo hacemos nadie lo va a hacer. Tenemos que ser un solo puño como más fuerza».
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