Este es un recuento de la frustración feminista de tener que explicar por qué seguimos defendiendo nuestros derechos.
El otro día, mi mamá bajó las escaleras de la casa para decirnos a mi hermana y a mí, sentadas en el mueble de la sala, que violaron a dos chicas del Zamorano, una universidad de Honduras a la que muchas familias de bien del Ecuador mandan a sus hijos. Que haya topado el tema fue raro: en mi familia nunca hablamos de violencia basada en género.
Mi mamá tiene ocho hermanas, en mi familia somos casi todas mujeres —un pilo de mujeres— pero nunca hablamos de machismo. Ni cuando el único varón de la familia amenazaba con pegarle a sus hermanas. Ni porque una de mis tías tiene que pedirle permiso a su esposo para salir de la casa. Tampoco hablamos de cómo el padre de mi primo nunca le dio un centavo a mi tía para criar a su hijo, ni de que mi papá siempre tenía dos o tres meses de retraso en la pensión alimenticia.
Mi mamá bajó a contarnos que violaron a dos chicas del Zamorano y que lo estaban hablando en el grupo de WhatsApp de la familia porque ahí estudia Amalia*, una de las hijas de mi prima Rina*. «De esas noticias no se habla por aquí. Eso no le contamos a mi mami», dijo Rina*. «Estoy bien. No se preocupe, mamitita», contestó Amalia*. Ambas compartiendo mensajes tranquilizadores para que la mayor de mis tías no se preocupara.
Quisiera que el tema hubiera acabado ahí, pero mi mamá siguió leyendo un mensaje de Rina*: «Pobrecito Byron (el acusado de violación, que es ecuatoriano e hijo de conocidos), ¿cómo va a recuperar su reputación?».
Me incendié. Exploté. El día anterior, el 24 de marzo de 2022, estuve en el plantón feminista en el centro de Guayaquil contra el veto de Guillermo Lasso sobre la Ley de Aborto por Violación. Un veto que, en resumen, muestra su posición personal contra el aborto y lastima a las mujeres y niñas víctimas de violencia sexual en todos los sentidos posibles.
Fui a ese plantón porque en la anterior marcha feminista —el 8M— la policía nos echó gas lacrimógeno. Fui porque escuché una entrevista que le hacían a la mejor amiga de Brenda, una estudiante de radiología víctima de violación grupal por sus profesores de la universidad, en la que hablaba de la impunidad, el descaro y la falta de consecuencias para los violadores. Para tantos violadores que no reciben sentencia en Ecuador, un país en el que se registran al día un promedio de 42 denuncias por violación, abuso y acoso sexual a niñas y mujeres. Fui a ese plantón por la indignación de tener miedo de salir a la calle, de que a mí también me violen y saber que, probablemente, nadie haría nada.
En el plantón hubo demasiados policías: éramos unas 30 mujeres y el doble de agentes, símbolo de un Gobierno represor con quienes defendemos nuestros derechos. Eso me irritó especialmente porque semanas antes, por coincidencia, había visto cómo una marcha cristiano-católica (de esas que dicen que defienden la vida), era escoltada y apoyada por la policía.
La noche antes de que mi mamá me contara lo que dijo Rina*, que me contara cómo en un solo mensaje desestimaba a las chicas y su dolor por no haber puesto una denuncia (a pesar de que eran compañeras de su propia hija), yo no había podido dormir después de regresar del plantón. Me levanté en la madrugada y me quedé viendo tiktoks sin alcanzar el sueño.
Creo que fue porque los policías que nos rodeaban hicieron un supuesto chiste. Ellos, que nos doblaban en cantidad, vestidos en sus robustos trajes antidisturbios, dijeron entre risas: «¿a quién vamos a violar ahora?».
Nosotras poniendo la cuerpa para reclamar que si nos violan tengamos el derecho a abortar con dignidad, y ellos preguntándose a quién de nosotras iban a violar.
Esto pasa en un país en el que la brutalidad policial solo en las manifestaciones de octubre de 2019 mató a 11 personas y no hubo nadie señalado como responsable. En este Ecuador en el que hubo «escuadrones de la muerte» que funcionaron por años para asesinar a cualquiera que ellos condenaran (al ojo) como «terrorista». En este país tan indolente en el que hay casos recientes de policías sentenciados por violar a mujeres.
Camino a mi casa después del plantón, estuve en una llamada con mi novio durante todo el viaje en taxi porque en Ecuador, los taxistas violan mujeres. Al llegar, le avisé a una amiga y ella me avisó lo mismo. Apagué la localización de WhatsApp que había mandado para que me rastreen en caso de que algo pasara. Y luego me puse a llorar. Quizás por la frustración de vivir con el miedo de, un día, no regresar.
Mientras caminaba con una amiga luego del plantón, sentía que los policías nos podían estar persiguiendo. Me arrepentí de haberme bajado la mascarilla por un rato y de haber dejado que me vean la cara de feminista. En la noche no pude dormir, pensando en que tal vez algún policía me vio a la cara y quizás le «gusté» mucho.
Horas después, mi mamá nos contó lo que había dicho mi prima. Mi mamá no entiende de feminismos, entonces terminamos gritándonos porque ella defendía la inocencia del violador porque no lo denunciaron. Intenté hablarle de las complejidades de hacer una denuncia. Intenté contarle de Brenda, cuyos violadores eran además sus profesores. De Paola Guzmán Albarracín, llevada al suicidio a los 16 años en 2002 porque el rector de la escuela la violó y la obligó a abortar. De Martha, de Lisbeth Baquerizo, de Mercy y de todas las mujeres y niñas que sufren cosas horrorosas cada semana en el país.
Intenté decirle que en Ecuador cada día, siete niñas menores de 14 años paren. Que son niñas y que ellas a veces no ponen denuncias, pero las violaciones existen. Intenté decirle que aquí matan a una mujer solo por ser mujer cada 54 horas. Y que podría ser ella, o yo, o mi hermana, o una de sus hermanas que no reconocen todas las veces en las que las han violentado.
Intenté decirle todo eso, pero no pude. A veces no me salen las palabras, entonces solo subí al cuarto y tiré la puerta. Pero mamá, si me lees: por esto soy feminista.
*Estos nombres fueron cambiados para proteger su identidad