No, el trabajo sexual no es un oficio como cualquier otro

Un tuit en el que una usuaria afirmó que el trabajo sexual es un oficio como cualquier otro, detonó este texto. Aquí, una antropóloga feminista explica por qué pensar de esa forma es hacerle juego al patriarcado y al capitalismo.

GABRIELA SALGADO

En el contexto actual de lucha feminista, uno de los temas de debate más importantes es la libertad de decisión sobre nuestros propios cuerpos como una forma de reivindicar la autonomía de la mujer y recobrar el control del cuerpo que, históricamente, ha sido usado y manejado por el patriarcado.

Este objetivo nace de la idea de empoderamiento de la mujer que ha caracterizado a la cuarta ola del feminismo. Un tema particular que se debate en círculos feministas alrededor del mundo involucra el trabajo sexual y su papel en este empoderamiento.

El trabajo sexual es definido como cualquier práctica consensuada, o transacción comercial en la que una persona intercambia servicios de naturaleza sexual por una remuneración (generalmente, económica). Estos servicios incluyen relaciones sexuales, interacciones vía cámara, pornografía, prácticas fetichistas y muchos otros.

En el norte global, el activismo pro trabajo sexual busca categorizar a este oficio como una forma legítima de empoderamiento económico de las mujeres, que provee oportunidades de aumentar los ingresos o abandonar oficios con bajas remuneraciones en pro de mejores oportunidades y mayor flexibilidad de tiempo. El discurso ha llegado hasta el sur global, donde, hasta ahora, las luchas se han enfocado en garantizar derechos fundamentales que se nos siguen negando.

Trabajo sexual y capitalismo

El trabajo sexual no nació con el capitalismo. Sin embargo, el crecimiento de las desigualdades sociales en países en vías de desarrollo, como consecuencia de la hegemonía de un modelo económico que favorece el capital privado, ha encontrado en esta práctica una forma de mercantilizar el cuerpo. Lo ha convertido en otro objeto de consumo cuyo precio está regido por las fuerzas de oferta y demanda.

En Ecuador, el trabajo sexual aglutina varios de los problemas sociales más representativos del país. Como resultado de décadas de políticas neoliberales —una filosofía liberal derivada del capitalismo donde el poder económico reside en las manos de unos cuantos— las condiciones de vida y de trabajo de la mayoría de personas se han deteriorado.

Así, quienes recurren a este oficio como modo de supervivencia son, generalmente, mujeres empobrecidas y racializadas. Muchas veces madres adolescentes provenientes del área rural, donde según datos de 2021 del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), existe 49,2% de pobreza y 28% de pobreza extrema; y ausencia de servicios públicos básicos, como salud o educación.

Es un trabajo riesgoso y altamente estigmatizado, en el que son víctimas de explotación, violencia y maltrato por parte de quienes manejan las redes de prostitución, de quienes contratan el servicio, de las fuerzas del orden y de la sociedad común. Estas condiciones se ven exacerbadas cuando se trata de mujeres trans, una población socialmente excluida y discriminada que subsiste casi por completo de esta forma. 

Foto: Pexels

Dentro de una economía de mercado, el trabajo sexual somete al cuerpo de las trabajadoras a las mismas lógicas que el resto de servicios: si tienes capacidad de inversión para ofrecer un producto exclusivo o diferente, existen más oportunidades de generar ganancias; si compites con una amplia oferta de servicios similares, la oportunidad de generar ingresos es mucho menor.

Así, se crea una estratificación de servicios: las mujeres que operan en círculos donde existe mayor poder adquisitivo se someten a procedimientos quirúrgicos para mejorar su imagen y lucir más atractivas para este segmento. Eso incrementa sus ganancias y les brinda comodidades, privilegios y mejores condiciones de trabajo.

De la misma forma, las mujeres que operan en los márgenes están constantemente expuestas al peligro de la calle, a la insalubridad y a la violencia, ofreciendo sus servicios a precios irrisorios para generar un ingreso mísero y poder subsistir.

De esa forma, se replican los mismos patrones de explotación capitalista que rigen los demás aspectos de nuestras vidas: se pone un precio al cuerpo, se transforma a la sexualidad en un servicio sujeto a las leyes del mercado y se somete a las personas precarizadas a explotación y condiciones indignas.

Si consideramos al feminismo como un movimiento que, en esencia, busca la igualdad de la mujer, su rol es analizar y luchar contra las estructuras sociales de desigualdad que la oprimen. El capitalismo es un sistema económico en el que la empresa privada tiene el derecho total de usufructo de los medios de producción para crear una economía de mercado que genere la mayor cantidad de ganancias para los propietarios.

¿Cómo se concilia el feminismo con un sistema que favorece la acumulación de capital responsable de las garrafales desigualdades que precarizan las vidas de las mujeres en países del sur global? 

La libertad de ejercer el trabajo sexual

La discusión alrededor de la legalización del trabajo sexual ha tomado importancia en los últimos años en países desarrollados como Suecia, Holanda y Canadá, donde el trabajo sexual está decriminalizado para quienes lo ejercen, pero es ilegal para quienes lo contratan. En Suecia, por ejemplo, la decriminalización tiene bases en una postura política feminista que considera a la prostitución como violencia contra la mujer y como un síntoma de desigualdad.

Los movimientos feministas pro trabajo sexual abogan por la legalización total, para garantizar que las trabajadoras gocen de derechos que las protejan y brindarles mejores condiciones para ejercer. Esta es una postura lógica y de derechos humanos, que considera al trabajo sexual como una forma válida de trabajo, donde la ilegalidad amplifica escenarios de explotación e injusticia. El trabajo sexual es una realidad indiscutible y el prohibirlo pone en riesgo el sustento de millones de mujeres en situación de vulnerabilidad.

Sin embargo, las luchas del norte global difieren de las nuestras en muchos aspectos, aun si ambas provienen del movimiento feminista. 

Las sociedades donde la legalización del trabajo sexual está siendo debatida han alcanzado un nivel de vida muchísimo más alto que el nuestro. Los derechos básicos de sus poblaciones son honrados y las mujeres gozan de mayores niveles de igualdad y representación en todas las esferas. Por ende, se cumple en cierta medida el criterio de libertad de decisión, que resulta fundamental en el debate sobre el trabajo sexual. Si bien muchas mujeres recurren a este oficio por falta de mejores opciones, la decisión se centra en el bienestar, no en la necesidad.

La libertad de escoger el trabajo sexual como un oficio es prácticamente inexistente cuando la libertad de una mujer está comprometida por la precariedad. El trabajo sexual por elección, a menos que sea desde el privilegio, implica una serie de factores en los que la supervivencia es más fuerte que la voluntad. Existe una decisión, la cual debe ser respetada, pero en gran parte, esta no se toma a partir de un juicio de pros y contras, sino de la necesidad ante alternativas más precarias.

Hablar de libertad de decisión sin cuestionar las profundas desigualdades de nuestra sociedad es practicar un feminismo sin conciencia de clase. La idea de que vender el cuerpo es empoderante solo le hace juego al capitalismo y convierte a nuestra última trinchera, lo único que nos queda para reivindicar nuestra integridad, en otra mercancía más ofertada dentro de un intercambio comercial en el que el patriarcado y el capital, de nuevo, ejercen poder sobre el cuerpo femenino.

Este argumento no da carta abierta a la estigmatización, más bien reconoce la existencia del trabajo sexual como una forma válida de ganarse la vida. Y que, como tal, necesita tener un marco legal que garantice condiciones dignas para quienes lo practican.

Sin embargo, mientras no exista igualdad de acceso a servicios básicos, mientras los derechos fundamentales de las personas no sean respetados, y mientras se mantengan las estructuras de desigualdad que encierran a generaciones de mujeres precarizadas en un círculo vicioso de pobreza, no se puede decir que el trabajo sexual es un oficio como cualquier otro. Sería legitimar a una industria construida sobre la explotación de la mujer, que comercia con la integridad de su cuerpo. 

El debate es muy amplio y tiene muchos más matices que lo que los extremos nos ofrecen. El cuestionamiento debe dirigirse no hacia quienes ejercen el trabajo sexual, sino hacia las estructuras socioeconómicas que lo convierten en una alternativa, y las patriarcales que lo mantienen en demanda.

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    Un tuit en el que una usuaria afirmó que el trabajo sexual es un oficio como cualquier otro, detonó este texto. Aquí, una antropóloga feminista explica por qué pensar de esa forma es hacerle juego al patriarcado y al capitalismo.

    GABRIELA SALGADO

    En el contexto actual de lucha feminista, uno de los temas de debate más importantes es la libertad de decisión sobre nuestros propios cuerpos como una forma de reivindicar la autonomía de la mujer y recobrar el control del cuerpo que, históricamente, ha sido usado y manejado por el patriarcado.

    Este objetivo nace de la idea de empoderamiento de la mujer que ha caracterizado a la cuarta ola del feminismo. Un tema particular que se debate en círculos feministas alrededor del mundo involucra el trabajo sexual y su papel en este empoderamiento.

    El trabajo sexual es definido como cualquier práctica consensuada, o transacción comercial en la que una persona intercambia servicios de naturaleza sexual por una remuneración (generalmente, económica). Estos servicios incluyen relaciones sexuales, interacciones vía cámara, pornografía, prácticas fetichistas y muchos otros.

    En el norte global, el activismo pro trabajo sexual busca categorizar a este oficio como una forma legítima de empoderamiento económico de las mujeres, que provee oportunidades de aumentar los ingresos o abandonar oficios con bajas remuneraciones en pro de mejores oportunidades y mayor flexibilidad de tiempo. El discurso ha llegado hasta el sur global, donde, hasta ahora, las luchas se han enfocado en garantizar derechos fundamentales que se nos siguen negando.

    Trabajo sexual y capitalismo

    El trabajo sexual no nació con el capitalismo. Sin embargo, el crecimiento de las desigualdades sociales en países en vías de desarrollo, como consecuencia de la hegemonía de un modelo económico que favorece el capital privado, ha encontrado en esta práctica una forma de mercantilizar el cuerpo. Lo ha convertido en otro objeto de consumo cuyo precio está regido por las fuerzas de oferta y demanda.

    En Ecuador, el trabajo sexual aglutina varios de los problemas sociales más representativos del país. Como resultado de décadas de políticas neoliberales —una filosofía liberal derivada del capitalismo donde el poder económico reside en las manos de unos cuantos— las condiciones de vida y de trabajo de la mayoría de personas se han deteriorado.

    Así, quienes recurren a este oficio como modo de supervivencia son, generalmente, mujeres empobrecidas y racializadas. Muchas veces madres adolescentes provenientes del área rural, donde según datos de 2021 del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), existe 49,2% de pobreza y 28% de pobreza extrema; y ausencia de servicios públicos básicos, como salud o educación.

    Es un trabajo riesgoso y altamente estigmatizado, en el que son víctimas de explotación, violencia y maltrato por parte de quienes manejan las redes de prostitución, de quienes contratan el servicio, de las fuerzas del orden y de la sociedad común. Estas condiciones se ven exacerbadas cuando se trata de mujeres trans, una población socialmente excluida y discriminada que subsiste casi por completo de esta forma. 

    Foto: Pexels

    Dentro de una economía de mercado, el trabajo sexual somete al cuerpo de las trabajadoras a las mismas lógicas que el resto de servicios: si tienes capacidad de inversión para ofrecer un producto exclusivo o diferente, existen más oportunidades de generar ganancias; si compites con una amplia oferta de servicios similares, la oportunidad de generar ingresos es mucho menor.

    Así, se crea una estratificación de servicios: las mujeres que operan en círculos donde existe mayor poder adquisitivo se someten a procedimientos quirúrgicos para mejorar su imagen y lucir más atractivas para este segmento. Eso incrementa sus ganancias y les brinda comodidades, privilegios y mejores condiciones de trabajo.

    De la misma forma, las mujeres que operan en los márgenes están constantemente expuestas al peligro de la calle, a la insalubridad y a la violencia, ofreciendo sus servicios a precios irrisorios para generar un ingreso mísero y poder subsistir.

    De esa forma, se replican los mismos patrones de explotación capitalista que rigen los demás aspectos de nuestras vidas: se pone un precio al cuerpo, se transforma a la sexualidad en un servicio sujeto a las leyes del mercado y se somete a las personas precarizadas a explotación y condiciones indignas.

    Si consideramos al feminismo como un movimiento que, en esencia, busca la igualdad de la mujer, su rol es analizar y luchar contra las estructuras sociales de desigualdad que la oprimen. El capitalismo es un sistema económico en el que la empresa privada tiene el derecho total de usufructo de los medios de producción para crear una economía de mercado que genere la mayor cantidad de ganancias para los propietarios.

    ¿Cómo se concilia el feminismo con un sistema que favorece la acumulación de capital responsable de las garrafales desigualdades que precarizan las vidas de las mujeres en países del sur global? 

    La libertad de ejercer el trabajo sexual

    La discusión alrededor de la legalización del trabajo sexual ha tomado importancia en los últimos años en países desarrollados como Suecia, Holanda y Canadá, donde el trabajo sexual está decriminalizado para quienes lo ejercen, pero es ilegal para quienes lo contratan. En Suecia, por ejemplo, la decriminalización tiene bases en una postura política feminista que considera a la prostitución como violencia contra la mujer y como un síntoma de desigualdad.

    Los movimientos feministas pro trabajo sexual abogan por la legalización total, para garantizar que las trabajadoras gocen de derechos que las protejan y brindarles mejores condiciones para ejercer. Esta es una postura lógica y de derechos humanos, que considera al trabajo sexual como una forma válida de trabajo, donde la ilegalidad amplifica escenarios de explotación e injusticia. El trabajo sexual es una realidad indiscutible y el prohibirlo pone en riesgo el sustento de millones de mujeres en situación de vulnerabilidad.

    Sin embargo, las luchas del norte global difieren de las nuestras en muchos aspectos, aun si ambas provienen del movimiento feminista. 

    Las sociedades donde la legalización del trabajo sexual está siendo debatida han alcanzado un nivel de vida muchísimo más alto que el nuestro. Los derechos básicos de sus poblaciones son honrados y las mujeres gozan de mayores niveles de igualdad y representación en todas las esferas. Por ende, se cumple en cierta medida el criterio de libertad de decisión, que resulta fundamental en el debate sobre el trabajo sexual. Si bien muchas mujeres recurren a este oficio por falta de mejores opciones, la decisión se centra en el bienestar, no en la necesidad.

    La libertad de escoger el trabajo sexual como un oficio es prácticamente inexistente cuando la libertad de una mujer está comprometida por la precariedad. El trabajo sexual por elección, a menos que sea desde el privilegio, implica una serie de factores en los que la supervivencia es más fuerte que la voluntad. Existe una decisión, la cual debe ser respetada, pero en gran parte, esta no se toma a partir de un juicio de pros y contras, sino de la necesidad ante alternativas más precarias.

    Hablar de libertad de decisión sin cuestionar las profundas desigualdades de nuestra sociedad es practicar un feminismo sin conciencia de clase. La idea de que vender el cuerpo es empoderante solo le hace juego al capitalismo y convierte a nuestra última trinchera, lo único que nos queda para reivindicar nuestra integridad, en otra mercancía más ofertada dentro de un intercambio comercial en el que el patriarcado y el capital, de nuevo, ejercen poder sobre el cuerpo femenino.

    Este argumento no da carta abierta a la estigmatización, más bien reconoce la existencia del trabajo sexual como una forma válida de ganarse la vida. Y que, como tal, necesita tener un marco legal que garantice condiciones dignas para quienes lo practican.

    Sin embargo, mientras no exista igualdad de acceso a servicios básicos, mientras los derechos fundamentales de las personas no sean respetados, y mientras se mantengan las estructuras de desigualdad que encierran a generaciones de mujeres precarizadas en un círculo vicioso de pobreza, no se puede decir que el trabajo sexual es un oficio como cualquier otro. Sería legitimar a una industria construida sobre la explotación de la mujer, que comercia con la integridad de su cuerpo. 

    El debate es muy amplio y tiene muchos más matices que lo que los extremos nos ofrecen. El cuestionamiento debe dirigirse no hacia quienes ejercen el trabajo sexual, sino hacia las estructuras socioeconómicas que lo convierten en una alternativa, y las patriarcales que lo mantienen en demanda.

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